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En aquellos pocos días desde que dejara de llover habían terminado de construir y amoblar un modesto dormitorio privado. De momento lo ocupaban Maddox y Aidan, pero insistieron en cedérmelo, para que Risa y yo no volviéramos a dormir en la enfermería o una de las habitaciones comunes con los demás.

Mientras mi pequeña estaba en la cocina, me reuní en privado con Mendel y los hijos de Artos.

Pasamos varias horas tomando decisiones para el verano. Y supe que el día anterior habían recibido una visita por demás inusual. Uno de los aldeanos que vivía al otro lado del recodo cruzó el río a escondidas, por la noche, y se acercó a la empalizada con las manos en alto, pidiendo hablar con un señor lobo.

—La estadía de los parias los arruinó —explicó Aidan—. Les comieron el ganado y los vecinos, los pálidos y los nobles ocuparon las mejores casas y los vasallos derribaron las más precarias para tener leña, sin contar que acamparon en los campos que habían sembrado antes d

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