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Contuve el impulso de acariciarle el pelo, como hubiera hecho para calmar a uno de los míos.

—Tranquila, estás a salvo —agregué cruzando mis manos dentro de su campo visual, para que supiera que no era mi intención tocarla—. Gracias por ayudar a mi esposa, aun a riesgo de resultar herida.

Asintió tratando en vano de serenarse y volví a erguirme, retrocediendo para ayudarla a sentirse más segura. Su miedo comenzó a limpiarse como por encanto, confirmando mis sospechas.

Me volví hacia la carreta absorbiendo las implicaciones de mi descubrimiento y un escalofrío de furia renovada corrió por mi espalda al enfrentar a los muchachitos.

—¿Qué quieres hacer con ellos? —me preguntó Mendel, cerrado a los demás.

—Matarlos a todos —mascullé.

—Huelga decirlo. Me refiero a estos en particular, hoy.

—¿Qué castigo les impondrías tú?

—Para empezar, diez azotes a los rapazuelos, veinte a los padres y un tiempo en el calabozo —replicó sin vacilar

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