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En el lado norte de la plaza, frente al pozo, había una carreta cargada de piedras para mantenerla inmóvil. Y amarrados a ella con las manos tras la espalda, retorciéndose y chillando como si estuvieran despellejándolos vivos, la docena de muchachitos que mi hermano mencionara. A un costado, mis sobrinos custodiaban a los agitadores que detuviéramos un rato antes. Los tenían de rodillas, amordazados y maniatados, sus ligaduras colgando de su cuello con un nudo corredizo, que se ajustaría si tentaban cualquier movimiento.

En la esquina opuesta estaba Erwin con el viejo carpintero y su esposa, a quien yo recordaba de cuando los trajéramos desde el Valle. Intentaron acercarse a mí, pero mi expresión bastó para que Erwin los detuviera, indicándoles que aguardaran.

Avancé hasta el pozo, donde me paré de frente a los que se agolpaban al sur de la plaza.

—¡Silencio!rugí, sin contener la furia que me ganaba de sólo mirarlos.

Los míos hundiero

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