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Indiferente al alboroto que seguía llegando desde la plaza, donde los ánimos no mostraban trazas de calmarse, ayudé a Risa a beber la mitad del té sedante, hasta que se atragantó y comenzó a toser. Advertí con un escalofrío las gotas de sangre mezcladas en su saliva. Hazel las vio también y me presionó el hombro para que me abriera.

—No podemos esperar a que se duerma, Mael —dijo con acento perentorio—. Está sangrando por dentro. Necesitamos aplicarle compresas frías para cortar la hemorragia, y debemos hacerlo de inmediato.

Me limité a asentir, porque el miedo me impedía articular palabra, y comencé a aflojar las cintas del cuello alto de su vestido. Ignoré sus quejas débiles, estrechándola contra mí para evitar que siguiera debatiéndose. Al fin logramos desvestirla hasta que quedó en enaguas.

Hazel trajo el caldero con agua que dejara junto al hogar y comenzó de inmediato a lavar a Risa. Mi pobre pequeña seguía temblando agitada, y por momentos parecía que le

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