“Mi amado señor
Por favor no te enfades con Baltar y Maeve. Hicieron cuanto podían para disuadirme. Pero soy sanadora y la esposa de un guerrero, del padre de la manada. Te suplico que comprendas que no podía quedarme cómoda y a buen resguardo sabiendo que podía ayudar. Sólo te pido que confíes en mí. Tienes mi palabra de que no correré riesgos. Me quedaré con los heridos, lejos de la lucha, y obedeceré en todo a tus hermanos.
Te amo con todo mi corazón, y aguardaré ansiosa el momento de reunirme contigo. No olvides que eres mi vida. Cuídate por mí así como yo me cuidaré por ti.
Siempre tuya,
Risa.”
Estrujé la hoja en mi puño con un nudo en la garganta, mirando sin ver el fuego, perdido en la angustia y la impotencia que me ahogaban.
Maeve acercó un taburete, donde apoyó un plato desbordante de comida, un tazón de sopa, una hogaza de pan. El miedo me había cerrado el estómago, pero el olor de la
Escuché las voces de mis hermanos a varios kilómetros y me salí del camino, guiando a mis sobrinos y los demás hacia el norte. Defendían el vado del recodo del Launne, donde medio centenar de humanos intentaban cruzar a pie sin congelarse o ser arrastrados por la corriente, empujados desde la retaguardia por vasallos a caballo, encabezados por un pálido.Los míos tenían la ventaja del terreno, pero eran sólo media docena, y los jinetes ya estaban en el medio del cauce.—¡Resistan! ¡Ya estamos aquí! —les dije.—¡Justo a tiempo! —replicó Milo, dando cuenta de un osado que se atreviera a trepar a la orilla.El pálido nos vio llegar y arengó a sus vasallos con cajas destempladas, para que ganaran la orilla antes que nuestro número se triplicara. Los jinetes se adelantaron, haciendo que sus caballos de batalla atropellaran a los humanos de a pie para apartarlos.—¡Déjenlos salir del río! —ordenó Mendel.Retrocedieron una veintena de metros y los
Los caballos dormían echados muy juntos, cubiertos con mantas, y alzaron la cabeza con curiosidad cuando entorné la puerta lo indispensable para que Risa y yo nos coláramos dentro. El establo no era más que una habitación grande, el aguacero había abierto varias goteras y distaba de oler bien, pero era el único lugar donde podíamos refugiarnos bajo techo lejos de los demás.Risa buscó mis labios con ansiedad, y la besé alzándola para sentarla sobre varios atados de heno apilados contra la pared. Hacía frío para quitarnos los mantos mojados. No importaba. Tras varias de aquellas escapadas, habíamos aprendido a arreglarnos. Además, no podíamos perder tiempo en desvestirnos y luego volver a vestirnos, porque no queríamos que advirtieran nuestra ausencia.Alcé su falda y me apreté contra ella entre sus piernas, dejándola entenderse con las cintas de mi pantalón, que aflojó lo indispensable para abrirlo sin que cayera. En tanto, deslicé mis manos bajo sus pieles en busca de
Tan pronto estuvo a cubierto, la dejé para buscar algo de comer. Y al regresar con dos conejos, vi que había abrigado a la yegua y tenía un pequeño fuego encendido. Se había sentado entre las raíces, bien envuelta en su manto, con un saco de tela que olía a queso, pan y carne cocida en su falda.—Come tú los conejos, mi señor —sonrió—. Yo ya tengo aquí mi cena.Me eché a un par de pasos a comer, y apenas terminé, me acerqué más a ella. Como siempre que iba en cuatro patas, Risa comprendió mi intención sin necesidad de palabras y me hizo lugar entre las raíces. Me acomodé rodeando su cuerpo con el mío por detrás, mi cabeza asomando por sobre su hombro.Risa volvió la cara para mirarme de reojo y me ofreció un bocado de carne fría, que le arrebaté de entre sus dedos, haciéndola reír. Pronto terminábamos sus provisiones, y Risa hizo a un lado el saco vacío con un bostezo que no logró reprimir.Le olí la cara y le lamí la mejilla con suavidad. Ella me echó lo
Por algún motivo, me detuve apenas cerré la puerta, absorbiendo la escena y dándome cuenta la emoción que me colmaba, como un cosquilleo tibio en mi pecho. Risa amasaba en la cocina, la cabellera blanca recogida en un rodete y el delantal directamente sobre sus enaguas, los piecitos bien abrigados en sus botas de vellón.Entonces reconocí la tonada que tarareaba mientras trabajaba: era la canción de cuna que madre nos cantaba para dormirnos. Imaginé que la había aprendido durante el verano, cuidando a los cachorros. Y le sentaba tan bien a su voz, como si hubiera sido creada para que ella la cantara.Esa parte de la casa olía a masa y tocino. Sin embargo, del otro fogón me llegaba el olor inconfundible a leña de cedro, que perfumaba ese lado de la casa.Las cortinas oscuras estaban recogidas con moños de un azul brillante, y un bonito tapiz había llegado a adornar la pared del comedor. En la repisa de la chimenea de la sala había un adorno improvisado de piñas y
Milo y los demás llegaron mientras preparábamos los suministros para los puestos del oeste. Al ver sus expresiones cuando creyeron que los esperaba para volver a arrastrarlos al camino, meneé la cabeza sonriendo.—No necesitan acompañarnos —les dije—. Los hijos de Baltar y los demás muchachos nos escoltarán.Proteger una caravana de mulas solía ser trabajo de los Omegas, pero a Milo no lo convencía la idea de que me paseara por la frontera sin más escolta que media docena de los más jóvenes e inexpertos de nosotros. Sobre todo cuando supo que Risa vendría también.—Ya, ya, nosotros iremos —dijo Brenan adelantándose con sus hermanos—. Seremos la escolta personal de Risa. ¿Qué dices, tío?Milo asintió riendo y se fue con los demás a comer y descansar.Partimos al día siguiente, en una mañana soleada. Las lluvias habían lavado toda la nieve, trayendo un hálito de vida que se respiraba en el aire. La hierba era de un verde brillante y sano, y los pocos
En aquellos pocos días desde que dejara de llover habían terminado de construir y amoblar un modesto dormitorio privado. De momento lo ocupaban Maddox y Aidan, pero insistieron en cedérmelo, para que Risa y yo no volviéramos a dormir en la enfermería o una de las habitaciones comunes con los demás.Mientras mi pequeña estaba en la cocina, me reuní en privado con Mendel y los hijos de Artos.Pasamos varias horas tomando decisiones para el verano. Y supe que el día anterior habían recibido una visita por demás inusual. Uno de los aldeanos que vivía al otro lado del recodo cruzó el río a escondidas, por la noche, y se acercó a la empalizada con las manos en alto, pidiendo hablar con un señor lobo.—La estadía de los parias los arruinó —explicó Aidan—. Les comieron el ganado y los vecinos, los pálidos y los nobles ocuparon las mejores casas y los vasallos derribaron las más precarias para tener leña, sin contar que acamparon en los campos que habían sembrado antes d
Hombres y mujeres trabajaban en los campos de cultivo ahora que el clima era más propicio. Se interrumpieron al vernos acercarnos. La mayoría inclinaron la cabeza a nuestro paso, algunas mujeres audaces nos saludaron con manos en alto y sonrisas en la cara.—Ver para creer —se mofó Mendel, que dejara el puesto de Maddox con sus hijos para acompañarnos—. Hasta parecen alegrarse de vernos.—No todos —repliqué—. Los problemáticos de siempre aún nos guardan rencor por lo ocurrido.—Nunca aprenderán —suspiró Risa, cabalgando entre nosotros dos a la cabeza de la columna.Las casas en las afueras de la aldea seguían en ruinas, pero a medida que nos acercamos a la plaza central, donde se hallaba el pozo de agua, encontramos las primeras viviendas reconstruidas y habitadas del lado sur. El lado norte de la aldea permanecía mayormente abandonado.—No les interesa mezclarse con nosotros —expliqué cuando Risa preguntó al respecto—. Así que nosotros ocupamos la
Sus palabras no dejaron de alarmarme.—Son los arrogantes de siempre —explicó Kendra irritada. Nunca se había distinguido por su simpatía hacia los humanos, y era evidente que la situación no la preocupaba como a su compañero, sino que la indignaba—. En vez de dedicar todo su esfuerzo a trabajar para tener un buen hogar para ellos y sus familias, no dejan de quejarse por su situación. Y por supuesto que nos culpan a nosotros.—No todos —aclaró Erwin, intentando ser conciliador sin contradecirla—. El viejo carpintero y su mujer se han convertido en algo así como sus nuevos líderes, y se esfuerzan por hacer quedar a los antiguos cazadores como lo que son: un atajo de perezosos arrogantes que no se resignan a que las cosas han cambiado. La mayoría de los humanos le hace más caso al carpintero que a ellos.—El problema es que los agitadores son los únicos entrenados en el uso de armas —continuó Kendra—. O sea, los más necesarios para la defensa.—Eso estará r