Tan pronto estuvo a cubierto, la dejé para buscar algo de comer. Y al regresar con dos conejos, vi que había abrigado a la yegua y tenía un pequeño fuego encendido. Se había sentado entre las raíces, bien envuelta en su manto, con un saco de tela que olía a queso, pan y carne cocida en su falda.
—Come tú los conejos, mi señor —sonrió—. Yo ya tengo aquí mi cena.
Me eché a un par de pasos a comer, y apenas terminé, me acerqué más a ella. Como siempre que iba en cuatro patas, Risa comprendió mi intención sin necesidad de palabras y me hizo lugar entre las raíces. Me acomodé rodeando su cuerpo con el mío por detrás, mi cabeza asomando por sobre su hombro.
Risa volvió la cara para mirarme de reojo y me ofreció un bocado de carne fría, que le arrebaté de entre sus dedos, haciéndola reír. Pronto terminábamos sus provisiones, y Risa hizo a un lado el saco vacío con un bostezo que no logró reprimir.
Le olí la cara y le lamí la mejilla con suavidad. Ella me echó lo
Por algún motivo, me detuve apenas cerré la puerta, absorbiendo la escena y dándome cuenta la emoción que me colmaba, como un cosquilleo tibio en mi pecho. Risa amasaba en la cocina, la cabellera blanca recogida en un rodete y el delantal directamente sobre sus enaguas, los piecitos bien abrigados en sus botas de vellón.Entonces reconocí la tonada que tarareaba mientras trabajaba: era la canción de cuna que madre nos cantaba para dormirnos. Imaginé que la había aprendido durante el verano, cuidando a los cachorros. Y le sentaba tan bien a su voz, como si hubiera sido creada para que ella la cantara.Esa parte de la casa olía a masa y tocino. Sin embargo, del otro fogón me llegaba el olor inconfundible a leña de cedro, que perfumaba ese lado de la casa.Las cortinas oscuras estaban recogidas con moños de un azul brillante, y un bonito tapiz había llegado a adornar la pared del comedor. En la repisa de la chimenea de la sala había un adorno improvisado de piñas y
Milo y los demás llegaron mientras preparábamos los suministros para los puestos del oeste. Al ver sus expresiones cuando creyeron que los esperaba para volver a arrastrarlos al camino, meneé la cabeza sonriendo.—No necesitan acompañarnos —les dije—. Los hijos de Baltar y los demás muchachos nos escoltarán.Proteger una caravana de mulas solía ser trabajo de los Omegas, pero a Milo no lo convencía la idea de que me paseara por la frontera sin más escolta que media docena de los más jóvenes e inexpertos de nosotros. Sobre todo cuando supo que Risa vendría también.—Ya, ya, nosotros iremos —dijo Brenan adelantándose con sus hermanos—. Seremos la escolta personal de Risa. ¿Qué dices, tío?Milo asintió riendo y se fue con los demás a comer y descansar.Partimos al día siguiente, en una mañana soleada. Las lluvias habían lavado toda la nieve, trayendo un hálito de vida que se respiraba en el aire. La hierba era de un verde brillante y sano, y los pocos
En aquellos pocos días desde que dejara de llover habían terminado de construir y amoblar un modesto dormitorio privado. De momento lo ocupaban Maddox y Aidan, pero insistieron en cedérmelo, para que Risa y yo no volviéramos a dormir en la enfermería o una de las habitaciones comunes con los demás.Mientras mi pequeña estaba en la cocina, me reuní en privado con Mendel y los hijos de Artos.Pasamos varias horas tomando decisiones para el verano. Y supe que el día anterior habían recibido una visita por demás inusual. Uno de los aldeanos que vivía al otro lado del recodo cruzó el río a escondidas, por la noche, y se acercó a la empalizada con las manos en alto, pidiendo hablar con un señor lobo.—La estadía de los parias los arruinó —explicó Aidan—. Les comieron el ganado y los vecinos, los pálidos y los nobles ocuparon las mejores casas y los vasallos derribaron las más precarias para tener leña, sin contar que acamparon en los campos que habían sembrado antes d
Hombres y mujeres trabajaban en los campos de cultivo ahora que el clima era más propicio. Se interrumpieron al vernos acercarnos. La mayoría inclinaron la cabeza a nuestro paso, algunas mujeres audaces nos saludaron con manos en alto y sonrisas en la cara.—Ver para creer —se mofó Mendel, que dejara el puesto de Maddox con sus hijos para acompañarnos—. Hasta parecen alegrarse de vernos.—No todos —repliqué—. Los problemáticos de siempre aún nos guardan rencor por lo ocurrido.—Nunca aprenderán —suspiró Risa, cabalgando entre nosotros dos a la cabeza de la columna.Las casas en las afueras de la aldea seguían en ruinas, pero a medida que nos acercamos a la plaza central, donde se hallaba el pozo de agua, encontramos las primeras viviendas reconstruidas y habitadas del lado sur. El lado norte de la aldea permanecía mayormente abandonado.—No les interesa mezclarse con nosotros —expliqué cuando Risa preguntó al respecto—. Así que nosotros ocupamos la
Sus palabras no dejaron de alarmarme.—Son los arrogantes de siempre —explicó Kendra irritada. Nunca se había distinguido por su simpatía hacia los humanos, y era evidente que la situación no la preocupaba como a su compañero, sino que la indignaba—. En vez de dedicar todo su esfuerzo a trabajar para tener un buen hogar para ellos y sus familias, no dejan de quejarse por su situación. Y por supuesto que nos culpan a nosotros.—No todos —aclaró Erwin, intentando ser conciliador sin contradecirla—. El viejo carpintero y su mujer se han convertido en algo así como sus nuevos líderes, y se esfuerzan por hacer quedar a los antiguos cazadores como lo que son: un atajo de perezosos arrogantes que no se resignan a que las cosas han cambiado. La mayoría de los humanos le hace más caso al carpintero que a ellos.—El problema es que los agitadores son los únicos entrenados en el uso de armas —continuó Kendra—. O sea, los más necesarios para la defensa.—Eso estará r
—¿Qué ocurre ahora? —inquirió indignado el antiguo jefe de cazadores, como si estuviera en posición de demandar explicaciones—. ¿La pequeña chupasangre los ha convencido de que vuelvan a echarnos de nuestros hogares?Las palabras del humano despertaron todas mis alarmas instintivas, recordándome con un escalofrío que Risa había anticipado que la culparían por lo ocurrido en la aldea del Bosque Rojo la primavera anterior. Mendel lo arrojó al suelo de un bofetón que le hizo sangrar la nariz.—Mide tus palabras, malnacido. Estás hablando de la esposa del Alfa —le espetó en tono amenazante.Los otros hombres lanzaron miradas furibundas a una de las caras nuevas, que meneó la cabeza como diciendo que no tenía culpa de nada.—¿Quién es ése? —le pregunté a Erwin mientras Garnik obligaba al cazador a volver a arrodillarse.—El herrero —respondió mi primo de inmediato.Alcé la vista ceñudo hacia Mendel, que me enfrentó interrogante.—Es el pad
Indiferente al alboroto que seguía llegando desde la plaza, donde los ánimos no mostraban trazas de calmarse, ayudé a Risa a beber la mitad del té sedante, hasta que se atragantó y comenzó a toser. Advertí con un escalofrío las gotas de sangre mezcladas en su saliva. Hazel las vio también y me presionó el hombro para que me abriera.—No podemos esperar a que se duerma, Mael —dijo con acento perentorio—. Está sangrando por dentro. Necesitamos aplicarle compresas frías para cortar la hemorragia, y debemos hacerlo de inmediato.Me limité a asentir, porque el miedo me impedía articular palabra, y comencé a aflojar las cintas del cuello alto de su vestido. Ignoré sus quejas débiles, estrechándola contra mí para evitar que siguiera debatiéndose. Al fin logramos desvestirla hasta que quedó en enaguas.Hazel trajo el caldero con agua que dejara junto al hogar y comenzó de inmediato a lavar a Risa. Mi pobre pequeña seguía temblando agitada, y por momentos parecía que le
En el lado norte de la plaza, frente al pozo, había una carreta cargada de piedras para mantenerla inmóvil. Y amarrados a ella con las manos tras la espalda, retorciéndose y chillando como si estuvieran despellejándolos vivos, la docena de muchachitos que mi hermano mencionara. A un costado, mis sobrinos custodiaban a los agitadores que detuviéramos un rato antes. Los tenían de rodillas, amordazados y maniatados, sus ligaduras colgando de su cuello con un nudo corredizo, que se ajustaría si tentaban cualquier movimiento.En la esquina opuesta estaba Erwin con el viejo carpintero y su esposa, a quien yo recordaba de cuando los trajéramos desde el Valle. Intentaron acercarse a mí, pero mi expresión bastó para que Erwin los detuviera, indicándoles que aguardaran.Avancé hasta el pozo, donde me paré de frente a los que se agolpaban al sur de la plaza.—¡Silencio! —rugí, sin contener la furia que me ganaba de sólo mirarlos. Los míos hundiero