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Los caballos dormían echados muy juntos, cubiertos con mantas, y alzaron la cabeza con curiosidad cuando entorné la puerta lo indispensable para que Risa y yo nos coláramos dentro. El establo no era más que una habitación grande, el aguacero había abierto varias goteras y distaba de oler bien, pero era el único lugar donde podíamos refugiarnos bajo techo lejos de los demás.

Risa buscó mis labios con ansiedad, y la besé alzándola para sentarla sobre varios atados de heno apilados contra la pared. Hacía frío para quitarnos los mantos mojados. No importaba. Tras varias de aquellas escapadas, habíamos aprendido a arreglarnos. Además, no podíamos perder tiempo en desvestirnos y luego volver a vestirnos, porque no queríamos que advirtieran nuestra ausencia.

Alcé su falda y me apreté contra ella entre sus piernas, dejándola entenderse con las cintas de mi pantalón, que aflojó lo indispensable para abrirlo sin que cayera. En tanto, deslicé mis manos bajo sus pieles en busca de

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