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Escuché las voces de mis hermanos a varios kilómetros y me salí del camino, guiando a mis sobrinos y los demás hacia el norte. Defendían el vado del recodo del Launne, donde medio centenar de humanos intentaban cruzar a pie sin congelarse o ser arrastrados por la corriente, empujados desde la retaguardia por vasallos a caballo, encabezados por un pálido.

Los míos tenían la ventaja del terreno, pero eran sólo media docena, y los jinetes ya estaban en el medio del cauce.

—¡Resistan! ¡Ya estamos aquí! —les dije.

—¡Justo a tiempo! —replicó Milo, dando cuenta de un osado que se atreviera a trepar a la orilla.

El pálido nos vio llegar y arengó a sus vasallos con cajas destempladas, para que ganaran la orilla antes que nuestro número se triplicara. Los jinetes se adelantaron, haciendo que sus caballos de batalla atropellaran a los humanos de a pie para apartarlos.

—¡Déjenlos salir del río! —ordenó Mendel.

Retrocedieron una veintena de metros y los

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