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—¿En verdad quieres mi opinión?

Asentí con la boca llena, muy cómodo envuelto en mi bata de lana y pieles, mis pies abrigados en mis botitas de vellón, sosteniendo a mi hijo dormido con un brazo mientras usaba la otra mano para comer cuanto Risa traía a la mesa.

Ella amasaba en la cocina, escuchándome sin interrumpirme, y cuando al fin callé, hizo una pausa en su trabajo para mirarme a los ojos muy seria, las cejas un poco alzadas, y hacerme esa pregunta.

—¿Estás seguro? —insistió—. Porque no creo que te guste mi respuesta.

—¿Qué podrías decir que no me guste? —inquirí intrigado, porque no era usual verla tan seria.

—Que necesitan humanos —replicó sin rodeos.

Tenía razón. Me envaré, ceñudo, y ella asintió con una mueca que no llegaba a ser una sonris

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