No había resultado sencillo explicar por qué Risa se negaba a dejar su habitación vecina a los estudios de las sanadoras. De no haber mediado la intervención de madre, que mandó a todos de paseo y dio orden expresa de que no metieran el hocico donde no los llamaran, mi pequeña se habría visto obligada a cambiarse a una habitación en el mismo nivel de la mía, más acorde a su nueva posición de prometida del Alfa.
Pero con la complicidad de madre, Risa evitó mudarse y recuperamos la intimidad de la que gozáramos hasta el verano. La única diferencia era que ahora, en vez de bajar yo a verla, ella subía a mis habitaciones, donde pasábamos las noches juntos como antes. Y al amanecer, la despertaba para que volviera a bajar a vestirse para el día y saliera del dormitorio correspondiente.
Creo que de no haber sido por eso, el día de nuestra boda la habría secuestrado apenas terminado el almuerzo, impaciente por estar a solas con ella.
En cambio, no me resultó tan difícil tolerar con paciencia aquella jornada eterna.
Con sabiduría inspirada en el mandato ancestral de promover la concepción y la creación de familias, era costumbre que la fiesta y la cacería principal se celebraran la noche siguiente a la ceremonia, para permitir que los recién casados disfrutaran a solas la primera noche del plenilunio.
Así fue que terminada la cena, mis hermanas y cuñadas se llevaron a Risa para ayudarla a prepararse para nuestra noche de bodas. Poco después llegó al fin mi turno de dejar el gran comedor.
Los hombres se alinearon a ambos lados, desde la mesa a las puertas, y de acuerdo a la tradición, me iban entregando flores a mi paso, para que se las obsequiara a mi pequeña como símbolo de sus buenos deseos. En las escaleras tuve que desfilar entre las mujeres, y llegué a mi habitación con flores como para alfombrar todo el castillo.
Me sorprendió encontrar a madre de pie en medio de la galería que llevaba a los dormitorios, completamente sola, esperándome con una sonrisa. Cuando me detuve frente a ella, alzó la mano para bendecirme dibujando una cruz en mi frente y dio un paso al costado en completo silencio.
Tuve que reprimir mi impulso de correr a mis habitaciones.
Llamé a la puerta cerrada y aguardé a escuchar la voz de Risa al otro lado.
—Adelante —dijo con una sonrisa en su acento.
Mi habitación estaba iluminada solamente por el resplandor del fuego, y hallé a mi pequeña de pie entre la cama y el hogar, muy quieta, su silueta nimbada en un halo dorado y cambiante. Creí que me abalanzaría a tomarla en mis brazos, pero era una visión tan arrobadora que me quitó el aliento.
Envuelta en un delicado manto blanco, la lacia cabellera blanca sólo sujeta por una corona de flores, me dirigió una sonrisa rebosante de amor y felicidad al tenderme una mano.
Dejé caer el voluminoso ramo que le traía y estuve a su lado en un instante, para llevarme su mano a los labios mientras la contemplaba, perdido en su belleza y su esencia. Entonces alzó su mano libre para jalar de las cintas del manto, que cayó para revelar un enagua nuevo de desposada, bordado con detalles en el azul de nuestro clan.
—Mi señor —murmuró con una leve reverencia.
—Mi pequeña —sonreí, atrayéndola hacia mí—. ¿Cómo es posible que cada vez que te veo eres más hermosa?
—Porque te amo —respondió sonriendo también, al tiempo que me echaba los brazos al cuello.
Besé sus labios de miel sin prisa, estremecido de amor y felicidad como ella, disfrutando la presión tibia de su cuerpo contra el mío. Pronto la sentí tironear de mi camisa para sacarla de la faja, y seguí besándola mientras me quitaba el manto, la faja, la banda azul que cruzaba mi pecho.
—No entiendo por qué tú puedes esperarme apenas vestida y yo tengo que llegar con toda la ropa puesta —gruñí, dejándola entenderse con las cintas de mis pantalones.
—Para que me divierta oyéndote renegar —respondió, sus labios resbalando por mi cuello.
Impaciente, intenté alzarla en mis brazos, pero retrocedió alzando un dedo ante mi nariz, más que suficiente para detenerme. Entonces se inclinó para ayudarme a quitarme las botas, y en vez de volver a erguirse, jaló de mis pantalones para que cayeran y alzó la vista hacia mí con sonrisa traviesa.
—Aguarda, amor mío, no…
Aún hablaba cuando su lengua tocó mi ingle, y me hundí en su boca con un escalofrío de puro placer. Me besó con una urgencia demandante que mi cuerpo respondió de inmediato. Su corona de flores cayó al suelo cuando enredé los dedos en su pelo, mientras sus labios y su lengua alimentaban mi deseo sin tregua, hasta que me vacié en su boca.
Me agaché hacia ella, agitado, los muslos envarados, y la tomé en mis brazos para volver a besarla, sintiendo que su cuerpo se distendía a medida que mi simiente obraba su efecto en ella.
—Te amo, mi pequeña —susurré junto a sus labios.
—Y yo a ti —musitó con los ojos cerrados—. Lo siento, pero te necesitaba tanto que no podía esperar más.
—No eres la única —sonreí.
Ahora me permitió alzarla en mis brazos para llevarla a la cama. La deposité con suavidad sobre la piel de oso salpicada de pétalos de rosas blancas y me tendí a su lado. Risa entreabrió los ojos para encontrar los míos con una sonrisa dulce y alzó una mano para acariciar mi cara.
Besé la punta de sus dedos cuando tocaron mis labios, luego besé sus párpados para cerrarlos. Me acarició el pelo al tiempo que dejaba escapar un suspiro. Su pecho se alzó bajo la delicada tela traslúcida del enagua, reclamando mi atención.
Risa alzó la barbilla cuando me incliné para besar su cuello, mi mano cubriendo su pecho, que se alzó a llenar mi palma. La punta de mi lengua se deslizó por su piel suave, al tiempo que bajaba el escote del enagua para hacer lugar a mi boca. Seguí acariciándola mientras la besaba, sintiéndola estremecerse entre mis labios y mis manos.
Pero el deseo que se renovaba en mí quería más, y pronto apartaba la falda para deslizar una mano entre sus muslos. Se arqueó con un débil gemido cuando mi dedo resbaló entre los pliegues de su piel, y me alcé de su pecho para contemplarla al mismo tiempo que mi dedo se hundía en su vientre.
Abrió apenas los ojos, los labios entreabiertos por otro suspiro, y me sujetó la cara con ambas manos. Me incliné a besar su boca mientras mi dedo se movía contra su carne húmeda, palpitante, que me llamaba en una invitación que por primera vez ya no necesitaba resistir.
Pero no aún.
Me demoré un momento más en sus pechos antes de hacerme lugar entre sus piernas. La caricia de mi lengua la hizo estremecerse de pies a cabeza, y saboreé como nunca su simiente exquisita de enebro, de loriza salvaje. Y ahora de madreselva, como la mía.
Era embriagador, alimentaba mi deseo al punto de ofuscar mi mente, amenazando con hacerme perder el control. Pero esa noche no podía permitírmelo. No importaba cuánto la necesitaba, esa noche debía ser más paciente y cuidadoso que nunca antes.
Seguí besándola hasta saberla perdida en su placer y retiré un poco mi dedo, para sumar otro al hundirse en su vientre. Su cuerpo se tensó un poco, sin rastros de dolor físico, y el placer que le produjo la fricción más intensa hizo que su carne pulsara contra mis dedos.Sentí el tirón de mi ingle y el ramalazo de fuego en las entrañas. La deseaba tanto que dolía, pero jamás me arriesgaría a causarle el menor malestar por dejarme llevar por mi propia urgencia.De modo que volví a besar su pecho, su cuello, sus labios, mi mano moviéndose un poco más rápido entre sus piernas, disfrutando cada gemido, cada gesto, cada muestra de su placer. Sabiéndola perdida en mis caricias, me atreví a sumar un dedo más en su vientre, atento a su reacción.Su expresión se contrajo y un eco de dolor ensució su esencia, pero se disipó antes que pudiera apartar mi mano. Un momento después volvía a gemir, los brazos tendidos más allá de su cabeza, empujándose en la cabecera de la cama para impulsarse contra
El hábito me despertó cuando el cielo comenzaba a cambiar de color en el este, anunciando la tardía mañana invernal.Estaba tendido boca abajo en la alfombra frente al fuego, con Risa acostada a medias sobre mí, su brazo cruzando mi espalda, su pierna entre las mías, sus labios contra mi hombro. Apenas me moví, su mano me acarició con lentitud deliberada. Volteé la cabeza para enfrentarla y hallé sus ojos abiertos en las sombras que llenaban la… nuestra habitación.—Buenos días, mi señor —susurró sonriendo.—Si sigues llamándome así me echaré a llorar —dije devolviéndole la sonrisa, demasiado cómodo para moverme.—Buenos días, amor —dijo, adelantando la cara en busca de mis labios.Su beso me hizo olvidar mi comodidad en un abrir y cerrar de ojos. La tomé en mis brazos para volver a besarla, mi mano corriendo por su espalda a sujetar sus glúteos.—¿Por qué no puedo llamarte así? —inquirió ofreciéndome su cuello.—Porque me hace sentir que no sientes que eres mi igual —respondí, empujá
El suelo cubierto de nieve vibraba bajo mis patas cuando me dirigí al pabellón. La luna llena se alzaba sobre las montañas, y todos los invitados a la boda se internaban en el bosque a disfrutar la cacería en aquella noche helada. Yo, en cambio, me apresuré a cambiar y volver a vestirme para regresar al castillo.Risa me esperaba en los escalones de la entrada principal, bien abrigada en su grueso manto de pieles blancas, y se incorporó al ver que me acercaba a paso rápido. Bien, tan rápido como me era posible en dos piernas y con la nieve por las pantorrillas.Trepé los escalones para tomarla en mis brazos y la besé en el gélido aire nocturno, bajo el resplandor pálido de la luna que me hacía cosquillas en la sangre.—¿Estás seguro que no quieres ir de cacería tú también? —preguntó junto a mis labios, su aliento formando nubecillas de vapor entre nosotros.La solté sólo para tomar su mano y conducirla de regreso al interior del castillo.—¿Tendré que explicártelo de nuevo? —sonreí, d
Al día siguiente, me reuní después del almuerzo con mis hermanos y mis tíos. Era hora de decidir qué haríamos en concreto durante el invierno para defender las posiciones que estableciéramos en verano. Tal como había dicho Eamon en verano: en perspectiva, recordaríamos la ofensiva como la parte fácil de la guerra, porque el verdadero desafío comenzaba ahora.Ignorábamos la ubicación exacta de la fortaleza de la reina de los parias en el norte, ni cuánto tiempo les demandaba el viaje hasta nuestras fronteras, pero la experiencia indicaba que solían aparecer a partir de mediados de enero. Sólo faltaba una semana para eso, y debíamos estar preparados si aspirábamos a no perder el terreno ganado.Debatíamos inclinados sobre mapas en mi estudio, tan cerca del hogar como podíamos, cuando madre me habló.—Mael, ¿tienes un minuto?—Por supuesto —respondí de inmediato, apartándome un paso hacia la ventana—. ¿Qué ocurre?—Sabes que Tea, la sanadora humana, v
Risa se despidió con un breve abrazo de cada una de las mujeres, incluso de la sanadora, que intentó retroceder protestando. Las humanas trataron de volver a hacerme una reverencia, pero las detuve con un gesto y una sonrisa que, aunque fugaz, las hizo enrojecer.Bardo bajó del alero a posarse en el hombro de Risa tan pronto la ayudé a montar su yegua. Mientras nos dirigíamos al paso a la arcada que marcaba la entrada a Iria, para tomar el camino de regreso al castillo bajo las primeras estrellas, me daba cuenta que mi pequeña estaba alegre y animada después de pasar la tarde con ellas. Estas mujeres habían llegado a apreciarla y confiar en ella sinceramente, y aunque sonara increíble, habían sido los primeros humanos en tratarla bien desde que su apariencia comenzara a cambiar hasta verse como un blanco, cuando tenía cinco o seis años. Con la sola excepción de la anciana sanadora, que en ese momento la había adoptado por iniciativa propia, criándola como si fuera su hija.
—Necesito el consejo de ambas.Desayunábamos con madre frente al fuego, Risa sentada en la alfombra entre nosotros con los cachorros, muy divertida pugnando por beber su té sin que Sheila se lo derramara.A madre le bastó alzar un dedo para aquietar a Quillan en su falda, que al descubrir que alguien le ponía límites, optó por saltar a la falda de Risa, sentada a sus pies. Al verse invadida, Sheila intentó arrojarlo a la alfombra y acabaron los dos rodando y mordisqueándose entre Risa y el hogar.—¿La reunión con tus tíos? —inquirió madre.—Sí.—Será esta tarde, ¿verdad? —intervino Risa.—Sí, porque partirán mañana. No es momento de distraernos con celebraciones en el sur si pretendemos mantener el territorio ganado en el norte.—¿Y para qué necesitas consejo?—Sé lo que propondrán y no sé qué responder, porque no quiero aceptar.—Te dirán que te quedes aquí con tu flamante esposa, mientras ellos y tus hermanos se encarg
El argumento que me diera madre, sobre el viaje de Eamon a la Cuna, resultó la clave para dar por tierra con todas las objeciones a mi participación, especialmente cuando supieron que Risa se me uniría como sanadora para asistir a Maeve.Sabiendo que no me harían cambiar de planes, todos se limitaron a alzar las manos, revolear los ojos y resoplar exasperados en lugar de perder tiempo discutiendo en vano.Era temprano por la tarde, y el viento se había llevado las nubes, permitiendo que el sol brillara. Encontré a Risa en la guardería, leyendo un cuento para los más pequeños. Una de mis primas se apresuró a reemplazarla y no tardó en salir a la galería, donde yo la esperaba.—¿Te gustaría llevar a los cachorros al lago? —propuse.—¡Por supuesto! —exclamó entusiasmada.—Ve a cambiarte. Abrígate bien. Pediré que ensillen tu yegua.Poco después nos alejábamos los cuatro del castillo hacia el oeste, ella a caballo, los cachorros y yo en cuatro p
Risa ayudaba a bañar a los cachorros y yo trabajaba con mis hermanos cuando madre me llamó a sus habitaciones. Me invitó a sentarme con ella frente al fuego, sin decir palabra mientras Lenora nos servía el té. A pesar que nadie más podía escucharnos, aguardó a que mi hermana nos dejara a solas. La forma en que respiró hondo me causó aprensión.—Alanis ha concebido —dijo sin rodeos, con acento grave.Me retrepé en el sillón de pura sorpresa.—La vi entregarte tres cachorros en un día de verano.—Perfecto —asentí, aunque el recuerdo de lo que ocurriera todavía me mortificaba—. Sabes que Risa está de acuerdo con que los criemos como nuestros, así que no habrá ningún inconveniente. Iré por ellos tan pronto el clima lo permita.—No tan rápido, hijo. A ningún cachorro le hace bien ser apartado tan pronto de su madre. Debes aguardar al menos dos o tres años, para que sean más independientes. No es por eso que te lo mencioné, sino para que supieras que est