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Nos quedamos mirándonos, estremecidos de emoción, nuestras manos trémulas entrelazadas, nuestros corazones latiendo con fuerza, mientras el sacerdote decía algo sobre marido y mujer.

Incapaz de contenerme, no esperé que terminara de hablar para alzar el velo y encontrar esos hermosos ojos purpúreos brillantes de lágrimas de felicidad como los míos. Risa alzó apenas la cara hacia mí, en ese gesto que, a solas, solía bastar para que comenzara a desnudarla.

Se suponía que el beso era más bien simbólico de la unión de los cuerpos tanto como de las almas, pero apenas rocé sus labios de miel, me resultó imposible contenerme. Su boca se entreabrió para hacer lugar a mi lengua, y me echó los brazos al cuello cuando le sujeté la cintura para atraerla contra mí, mientras a nuestro alrededor todos nos aplaudían y vivaban.

El pobre sacerdote se había hecho a un costado cuando tuvimos a bien dejar de besarnos, y guié a Risa de la mano hacia la tarima. Nos arrodillamos ante madre, que apoyó sus manos en nuestras cabezas para darnos su bendición.

—A ver si se comportan —nos susurró divertida—. Ya tendrán su noche de bodas, pero de momento aún es mediodía.

Risa abrió los ojos como platos, fijos en la falda de madre, y se ruborizó de vergüenza. Madre lo advirtió en su esencia y le tendió la mano riendo por lo bajo. Risa la ayudó a incorporarse y retrocedí un paso para que todos las vieran juntas, frente a frente, tan similares que más parecía su madre que la nuestra.

—Que Dios te bendiga, querida Risa —dijo madre, alzando la voz para que todos la escucharan—. Me enorgullece llamarte hija, y en nombre de todos los aquí presentes, te doy la bienvenida a tu nueva familia. Quiera Dios que sepamos amarte y honrarte como mereces.

Una vez más, los ojos de mi pequeña se llenaron de lágrimas de emoción cuando volvió a hincar su rodilla ante madre, llevándose su mano a la frente.

—Te lo agradezco de corazón, mi reina y madre —dijo con voz un poco temblorosa—. Quiera Dios que sepa ocupar mi lugar entre ustedes para honrarlos y amarlos aún más que ahora.

Entonces madre me tendió su otra mano, volviéndose hacia mí con una sonrisa plena de amor.

—Que Dios los bendiga, hijo mío. Permíteme decirte en nombre de todos que estamos agradecidos y orgullosos de llamarte Alfa.

Aquello no estaba en el ceremonial, y sus palabras inesperadas me cerraron la garganta. Besé su mano conmovido y la apreté un momento contra mi pecho. Risa y yo la ayudamos a volver a ocupar su trono y bajamos juntos de la tarima, yendo a pararnos un paso a la derecha de madre.

Mis hermanos y cuñadas rodearon los tronos para felicitarnos, y luego mi tío Eamon y su compañera fueron los primeros en acercarse de entre los invitados. La calidez manifiesta con que saludaron a Risa me hizo sentir reconfortado, porque resultaba evidente que a nadie le importaba que no fuera loba. Luego fue el turno de Artos con su Luna, y por supuesto que mi tío hizo una broma sobre su encuentro con Risa el año anterior.

—La manada ha ganado un tesoro contigo, pero los baños nunca volverán a ser lo mismo.

Mi tía le asestó un codazo, meneando la cabeza avergonzada. Risa, sin embargo, rió por lo bajo sosteniendo su mano enorme entre las suyas.

—Si no te molesta que atienda primero a mi esposo, y tu compañera lo permite, será un placer bañarte —respondió.

—Te tomo la palabra, pequeña.

Su esposa intentó disculparse, pero la interrumpí con un gesto riendo también, porque ese talante que Risa desplegaba desde que regresáramos del norte me resultaba delicioso. Era el equilibrio perfecto entre la desenvoltura que siempre mostrara conmigo en privado y su manera respetuosa de tratar a todos. Algo que, según Milo y Fiona, había conquistado a todos los que permanecieran en el castillo el último verano.

Entonces fue el turno de Ronda y Ragnar. Mi hermana estaba radiante en su vestido color perla que no ocultaba su embarazo, el día y la noche con la Omega sanadora que pasaba sus días mezclando pociones bajo tierra.

—Luna —la saludé besando su mano, y ella rió como cada vez que la llamaba así, mientras nos dábamos un abrazo breve, cuidando de no apretar la panza que comenzaba a abultarse.

Le echó los brazos al cuello a Risa, y las oí intercambiar unos susurros mientras yo me volvía hacia Ragnar. Alto y de cabellera cobriza como Mora, sonriendo con ese talante afable que era su sello personal, en aquellos meses se había transformado en mucho más que un aliado y el compañero de mi hermana. Nos estrechamos la mano a la usanza de su clan, sujetándonos los antebrazos, antes de abrazarnos.

—Que Dios te bendiga, amigo mío —me dijo palmeándome la espalda—. Él sabe cuánto mereces esta felicidad.

Retrocedían para permitir que los Betas de mis tíos se acercaran cuando estalló un alboroto en la galería, donde los niños se ubicaran con las cuidadoras para ver la ceremonia, incluidos los más pequeños, que aún pasaban casi todo su tiempo en cuatro patas.

Alzamos todos la vista a tiempo para ver que dos cachorros se lanzaban escaleras abajo, perseguidos por una de las niñas. Se escabulleron entre las piernas de los invitados antes que mi sobrina los atrapara, y pronto asomaron en el espacio libre frente a la tarima.

Para asombro de los demás, corrieron ladrando hacia Risa. Eran Sheila y Quillan, los huérfanos del clan de Egil que yo dejara al cuidado del clan de Artos hacía poco más de un año. Habían llegado hacía sólo una semana al castillo, para darles tiempo a aclimatarse al lugar y los desconocidos. El plan era que si se integraban bien, permanecerían con nosotros en calidad de hijos adoptivos míos. Y vaya que se habían integrado, especialmente con Risa, que los cuidaba y los consentía aún más que a los otros cachorros. Lo cual ya era mucho decir.

Mi pequeña no vaciló en agacharse con una gran sonrisa, indiferente al supuesto decoro esperado en semejante circunstancia. Les abrió los brazos y los cachorros saltaron sobre ella ladrando y agitando la cola.

A nuestro alrededor corrió un murmullo que ella era incapaz de escuchar, y que sólo delataba aprobación por su actitud espontánea y maternal. Risa alzó a Sheila y me la tendió, volviendo a erguirse con Quillan en sus brazos.

—¡Mael! —jadeó Sheila apenas la sostuve contra mi pecho, mientras su hermano lamía la mejilla de Risa entusiasmado.

—Ya, compórtense, los dos —los regañé para llamarlos al orden.

Casey ya se adelantaba solo. Su compañera y el resto de las exploradoras de Eamon aún no regresaban de La Cuna, donde pasarían el invierno con los clanes perdidos que las recibieran.

Lo saludamos con los cachorros, como a todos los que lo siguieron, mientras los dos bandidos se adormecían muy tranquilos en nuestros brazos.

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