La Reina del Norte
La Reina del Norte
Por: Monica Prelooker
1

**Esta historia es la continuación de Alfa del Valle**

LIBRO 1

Capítulo 1

El amplio corredor que llevaba al salón de fiestas estaba adornado con primorosas guirnaldas de lunas crecientes entrelazadas con cintas azules y flores blancas, cuyo perfume se mezclaba con una multitud de esencias dulces que sólo hablaban de felicidad.

La mano de madre en la mía era un contacto cálido, tranquilizador. A nuestras espaldas, Milo y Mendel se alinearon con sus compañeras, aguardando con una paciencia que me costaba compartir.

—Mora te matará por esto —comentó Mendel divertido—. Te advirtió que no te casaras sin ella.

—Por supuesto, lo pospondré seis meses sólo para darle gusto —repliqué revoleando los ojos, mientras madre a mi lado reía por lo bajo.

En ese momento se abrieron las puertas del salón en el otro extremo del corredor y no precisé cerrarme para que el mundo a mi alrededor desapareciera, mis ojos cautivados instantáneamente por la figura que se erguía directamente frente a mí. Tras ella aguardaba el sacerdote, que sugiriera acertadamente que su capilla era demasiado pequeña para semejante evento.

Menuda, inmóvil, envuelta de pies a cabeza en un blanco inmaculado como el de la nieve que rodeaba el castillo, Risa alzó la cabeza para mirarme a través del ligero velo que ocultaba su cara, sus manos entrelazadas en torno al ramo de lirios. El vestido ceñía su torso esbelto y se abría en una falda acampanada que ocultaba sus piecitos, las mangas de delicado encaje cubriendo sus brazos hasta sus muñecas. Una diadema de oro blanco y zafiros sostenía el velo y el pesado manto de pieles blancas cubría sus hombros y su espalda hasta el suelo. Hermosa, magnífica, delicada, parecía brillar con luz propia en aquella mañana gris.

Madre me presionó suavemente la mano y echamos a andar con lentitud, su bastón rozando el suelo a cada paso que me acercaba a mi amor, a mi compañera, que en cuestión de minutos al fin llamaría esposa.

Pronto escuchamos los violines desgranando las primeras notas del himno de bodas, que parecían derramarse por el corredor hacia nosotros.

Cuando entramos al salón fui capaz de ver su cara a través del velo, sus ojos fijos en mí, sus labios curvados en esa sonrisa dulce que era la luz de mis días. No advertí ningún rastro de nervios o ansiedad. Toda ella vibraba de felicidad, irradiando una serenidad contagiosa.

Madre me soltó para tenderle la mano. Risa la tomó y la apretó un momento contra su mejilla. En respuesta, madre se llevó la mano de Risa al pecho y la guió a descansar en la mía. Encontré su mirada límpida, radiante, y sonreí con ella al tiempo que madre daba un paso al costado. Milo y Fiona la flanquearon para acompañarla a su trono, ubicado en una tarima de varios centímetros detrás del sacerdote. Mis hermanos y sus compañeras fueron a alinearse tras madre.

Incapaz de apartar mis ojos de los de Risa, que no parecía tener la menor intención de desviar la vista, nos adelantamos juntos hacia el altar. El sacerdote vino a pararse frente a nosotros esperando que nos volviéramos hacia él, nos concedió un momento, abrió su misal, nos concedió otro momento, y acabó aclarándose la garganta para reclamar nuestra atención.

La sonrisa de Risa se acentuó por un instante y al fin nos dignamos a separar nuestras miradas para arrodillarnos en los reclinatorios idénticos. Se suponía que estuvieran ubicados a un metro de distancia, pero tanto Risa como yo nos habíamos negado a estar tan separados en semejante momento.

Así que estaban tan juntos como era posible sin superponerlos, y apenas nos hincamos en los cojines, y mis sobrinas acomodaron nuestros mantos y la voluminosa falda de Risa, volvimos a tomarnos de la mano para enfrentar al sacerdote.

No presté la menor atención a lo que dijo el pobre hombre, perdido en la esencia de Risa, que me envolvía en su alegría, y una sensación inevitable de incredulidad al hallarnos ambos allí, así, rodeados por la completa aceptación de mi familia, a punto de cruzar juntos el umbral más importante de nuestras vidas.

El discreto apretón de la mano de Risa me arrancó de mis divagaciones. Advertí que el sacerdote terminaba de hablar y mis sobrinos se acercaban. Me puse de pie sin soltarla, ayudándola a incorporarse mientras las niñas volvían a acomodar nuestros mantos y la cola del vestido, recibían el ramo de Risa, y los muchachos retiraban los reclinatorios.

Lo que seguía era a la vez lo mejor y lo más sencillo de la ceremonia, porque debíamos pararnos frente a frente, tomarnos las manos, mirarnos a los ojos y pronunciar nuestros votos.

Pero sólo en ese momento advertí un detalle del vestido de novia de Risa que me cerró la garganta de emoción. El encaje blanco, que la cubría desde el corpiño hasta el cuello alto, tenía un hueco en forma de corazón justo por debajo de su clavícula, descubriendo el tatuaje que nos hiciéramos en nuestro compromiso, sólo una semana después de regresar del norte.

Su voz dulce se alzó con una serena firmeza que nunca antes le escuchara en público, rebosante de esa ternura cálida que sólo se permitía conmigo en privado. Alcé la vista al escucharla, perdiéndome en sus palabras y su esencia.

—Yo te elijo, Mael, como mi compañero y esposo —dijo con una sonrisa a flor de labios—. Para ofrecerte mi amor, mi respeto y mi respaldo incondicionales, para compartir contigo los momentos de felicidad y enfrentar a tu lado las tribulaciones. Porque te amo, ahora y siempre, con Dios como testigo y guía.

La respuesta brotó de mis labios sin que me detuviera a pensarlo, sólo a medias consciente de que cada palabra surgía de lo más profundo de mi corazón y que nuestro sueño se estaba haciendo realidad.

—Yo te elijo, Risa, como mi compañera y esposa. Para ofrecerte mi amor, mi respeto y mi respaldo incondicionales, para compartir contigo los momentos de felicidad y enfrentar a tu lado las tribulaciones. Porque te amo, ahora y siempre, con Dios como testigo y guía.

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