5

El hábito me despertó cuando el cielo comenzaba a cambiar de color en el este, anunciando la tardía mañana invernal.

Estaba tendido boca abajo en la alfombra frente al fuego, con Risa acostada a medias sobre mí, su brazo cruzando mi espalda, su pierna entre las mías, sus labios contra mi hombro. Apenas me moví, su mano me acarició con lentitud deliberada. Volteé la cabeza para enfrentarla y hallé sus ojos abiertos en las sombras que llenaban la… nuestra habitación.

—Buenos días, mi señor —susurró sonriendo.

—Si sigues llamándome así me echaré a llorar —dije devolviéndole la sonrisa, demasiado cómodo para moverme.

—Buenos días, amor —dijo, adelantando la cara en busca de mis labios.

Su beso me hizo olvidar mi comodidad en un abrir y cerrar de ojos. La tomé en mis brazos para volver a besarla, mi mano corriendo por su espalda a sujetar sus glúteos.

—¿Por qué no puedo llamarte así? —inquirió ofreciéndome su cuello.

—Porque me hace sentir que no sientes que eres mi igual —respondí, empujándola suavemente para que se tendiera boca arriba, y me alcé un poco para mirarla—. ¿Acaso aún te sientes así?

—Claro que no, gracias a ti, a tu honestidad —dijo—. No es por eso que lo hago.

Acaricié su pecho alzando las cejas.

—¿Y por qué lo haces, entonces?

Se tomó un momento para disfrutar mis caricias y luego me obsequió una sonrisa entre dulce y traviesa, apoyando un dedo en mi nariz.

—Porque eres mío —respondió con una ternura que me hizo estremecer—. Y sólo lo comprendí cuando nos reencontramos. Tú me lo demostraste. Soy tuya y eres mío. No en un sentido de propiedad, sino como las partes de un todo.

—Claro que sí, amor mío —murmuré antes de besarla—. Me hace feliz saber que los dos lo sentimos así.

—Ahora más que nunca —asintió junto a mis labios—. Eres mío porque eres mi vida, mi refugio, mi fuerza. Eres mío porque eres adonde pertenezco.

La abracé demasiado conmovido para responder.

—¿Cómo te sientes físicamente? —pregunté cuando fui capaz de volver a hablar.

—Nunca antes me sentí mejor.

—Anoche aún me quedaba un poco de recelo —suspiré apoyando la frente contra la suya.

—A mí también —confesó en un murmullo—. Me preguntaba si haber habituado mi cuerpo a tu simiente dilataría cualquier efecto adverso.

—¿Y por qué lo ocultaste? —inquirí sorprendido.

Su mano corrió por mi espalda hacia abajo y volvió a subir por mi pecho, a reunirse con su boca.

—Porque te deseaba demasiado.

—¿Deseaba? ¿En pasado?

Su risa alegre, vibrante, llenó nuestra habitación.

—¿A qué hora nos esperan a desayunar? —bromeó.

—Nadie nos espera —respondí—. Pero creo que la cama es más cómoda que la alfombra.

Alzó la cabeza para mirarla y asintió riendo.

—Y más abrigada —agregó.

Nos demoramos en nuestra habitación hasta el mediodía, y cuando me abrí, madre aceptó muy contenta almorzar con nosotros. Pero cuando al fin asomamos a la galería, Risa tironeó de mi mano en dirección opuesta a las habitaciones de madre.

—¿Adónde me llevas? —pregunté con curiosidad.

—A la guardería, por Sheila y Quillan —respondió.

—Los estás echando a perder.

—¡Es que son adorables!

—De no haber sido por ti, ayer los habrían castigado por irrumpir así en la ceremonia.

—¿Acaso no planeas adoptarlos?

—Sí, pero deben aprender a…

—Entonces serán como nuestros hijos.

—Sí, claro, pero…

—¿Quién dejaría a sus hijos fuera de semejante ocasión?

—Eres imposible —reí, dejándola arrastrarme hacia el otro extremo de la galería.

Cordelia y Morgana, las hijas mayores de Milo, se alegraron tanto como los cachorros de vernos llegar. Noté la familiaridad con que todos corrían a saltarle encima a Risa, que se arrodilló junto al hogar y se tomó su tiempo para saludar a cada uno por su nombre.

—Madre espera —me atreví a recordarle.

—Oh, ¿no te quedas? —inquirió Cordelia decepcionada.

—Hoy no puedo —respondió Risa alzando a Sheila—. Ven, Quillan, vamos a almorzar.

—Al menos se lleva a esos dos bandidos —suspiró Morgana.

—¿Causan problemas?

Mis sobrinas menearon la cabeza sonriendo.

—Es que no podemos escucharlos y nos cuesta saber qué quieren —explicó Cordelia—. Pero como Risa está habituada a no escuchar a nadie, se las arregla para entenderlos.

Risa se nos unió con Sheila en brazos y Quillan muy ocupado tratando de atrapar los ruedos de su vestido, y abrí la puerta para que salieran. Un coro de agudos ladridos la despidió.

Almorzamos a solas con madre, los cachorros dormitando muy tranquilos frente al fuego, y pronto decidimos unirnos a ellos para los postres. Risa ayudó a madre a acomodarse en un sillón junto al hogar, luego se sentó en la alfombra, entre sus piernas y las mías. Los cachorros se despertaron sólo para trepar a su falda antes de continuar su siesta. Madre halló a tientas la cabeza de Risa y la acarició dirigiéndome un guiño cómplice.

Era en esos momentos que más veía los cambios que encontrara en Risa después de pasar el verano separados. Antes vivía en el castillo porque estaba conmigo, para estar conmigo. Pero luego de rechazarme, regresó por propia voluntad mientras yo estaba en el norte. Había pasado esos meses descubriendo cómo era realmente vivir entre nosotros, dándose cuenta que era bienvenida sin importar su raza ni su apariencia. Y la ayuda invaluable de madre, la cordialidad afectuosa de Milo y Fiona, la amistad de mis sobrinas y las sanadoras, le habían permitido terminar de perder el miedo. Se animó a mostrarse tal cual era, y su personalidad le granjeó el afecto incondicional de toda mi familia.

Ya al reencontrarla con el clan de Ragnar lo había advertido. Y desde que regresáramos al Valle, había comprobado que todos comprendían que mis sentimientos por ella no eran sólo producto de la imprimación, porque ahora ellos también conocían a la mujercita inteligente, generosa, sensible que se ganara mi amor incondicional.

Risa inclinó la cabeza siguiendo la caricia de madre, para alzar la vista hacia mí envuelta en su esencia dulce y serena. Sus labios formaron dos palabras sin sonido, sólo para mis ojos.

—Te amo.

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