PRIMER ENCUENTRO

DANTE

—Sabes lo que tienes que hacer, Russo. Mantente cerca, pero no demasiado. Y recuerda: es intocable.

Las palabras de Alessandro Morelli resuenan en mi mente mientras me mantengo firme frente a él, sin apartar la mirada. No necesito que me repita la advertencia. Sé perfectamente cuál es mi trabajo y cómo hacerlo. No me pagan para pensar ni para cuestionar. Me pagan para proteger, vigilar y, si es necesario, matar.

Asiento sin decir nada. Nunca he sido hombre de muchas palabras. Eso es algo que mi jefe aprecia. No me inmiscuyo en asuntos que no me incumben. No hago preguntas innecesarias. Simplemente obedezco.

—Valentina es… especial —continúa, con ese tono de voz que no permite discusión—. Es mi única hija y, como comprenderás, no permitiré que le pase nada.

Por supuesto que no lo permitirá. Los Morelli protegen lo que es suyo con uñas y dientes.

—Entendido —respondo con voz firme.

Morelli me observa por unos segundos más, como si intentara leer algo en mi rostro. No encontrará nada. Mi expresión es imperturbable, mi postura rígida. Soy un soldado. La misión es lo único que importa.

—No quiero problemas, Russo. Y sobre todo… —su mirada se endurece—. No quiero que cruces ningún límite con mi hija.

No necesita decirlo dos veces. No tengo el más mínimo interés en meterme en problemas por una niña mimada con delirios de grandeza.

—Lo tengo claro, señor.

Me despide con un gesto y me doy la vuelta sin perder tiempo.

No miro hacia atrás. Nunca lo hago.

La primera vez que veo a Valentina Morelli en persona, no me sorprendo. He visto su rostro en suficientes fotos como para reconocerla al instante. Es hermosa, sí, pero eso ya lo sabía. Lo que no esperaba era su actitud.

Ella no camina, se desliza con una elegancia natural. Sus tacones repican suavemente contra el suelo de mármol de la mansión mientras cruza el vestíbulo, sin siquiera voltear a verme. Como si yo no existiera.

—Bienvenido al infierno, Russo —me dice Luca, uno de los guardias de Morelli, con una sonrisa burlona—. Nuestra princesita no es precisamente la más dócil.

No comento nada. No me interesa si es dócil o no. Solo tengo que vigilarla. Nada más.

A lo largo del día, la sigo a todas partes. Me mantengo a una distancia prudente, lo suficientemente cerca para intervenir si es necesario, pero lo bastante lejos para no incomodarla.

Ella, por su parte, finge que no estoy ahí.

Durante el almuerzo, habla con su madre como si yo fuera invisible. En la reunión con su padre, cruza los brazos y mira hacia otro lado cuando entro a la habitación. Cuando la acompaño a una cena con algunos conocidos de la familia, ni siquiera se molesta en mirarme.

Perfecto.

Entre menos problemas me dé, mejor.

Pero la paz no dura mucho.

—Entonces, ¿Dante, eh? —pregunta de repente una noche, mientras nos dirigimos a uno de los eventos de la familia Morelli.

Voy al volante de la camioneta blindada, con el ceño fruncido. Sé exactamente a dónde quiere llegar con esto, pero no pienso darle el gusto de entrar en su juego.

—Sí.

—¿Y de dónde eres?

—De aquí.

Ella suspira exageradamente y se gira hacia la ventana.

—Vaya, qué conversación tan emocionante.

No respondo.

—¿Siempre eres así de aburrido o solo cuando trabajas?

Ignoro la provocación. He tratado con gente mucho más difícil que ella. Criminales, asesinos, traidores. Una niña rica con complejo de rebelde no me va a hacer perder la paciencia.

—¿Cuántos años tienes?

—Treinta y dos.

—Pareces mayor.

Aprieto la mandíbula, pero sigo sin contestar.

—¿Y tienes novia?

Aprieto el volante con más fuerza.

—No.

Ella se ríe suavemente.

—Claro que no. Un tipo como tú seguramente está casado con su trabajo.

Acierta. Pero no le daré la satisfacción de confirmarlo.

—¿Sabes, Dante? Creo que no me caes bien.

Sonrío levemente sin apartar la vista del camino.

—El sentimiento es mutuo, princesa.

Su expresión se endurece. Odia que la llamen así.

Bien. Ya encontré cómo hacerla callar.

Con los días, la rutina se vuelve clara: Valentina juega a ignorarme y yo cumplo con mi trabajo sin prestar atención a sus desplantes.

Pero aunque lo intente, no puedo evitar notar ciertas cosas sobre ella.

Por ejemplo, cómo sonríe falsamente en las cenas, pero apenas se aleja de los invitados, su expresión se apaga.

Cómo su postura es siempre perfecta, pero sus manos a veces se cierran en puños cuando su padre le habla con autoridad.

Cómo parece querer escapar, aunque no haya ningún lugar adonde ir.

Pero nada de eso me incumbe.

Mi única preocupación es que nadie se atreva a tocarla.

La fiesta de esa noche es en una de las propiedades de la familia Morelli. Un evento exclusivo, con música en vivo, vestidos de diseñador y champán circulando como agua.

Valentina llega con un vestido rojo que no deja nada a la imaginación.

Me maldigo internamente.

No es mi problema cómo se vista, pero joder… el vestido es un puto peligro.

Todos los ojos masculinos de la sala se posan en ella cuando entra. Lo sabe. Y le gusta.

Maldita mocosa engreída.

Me mantengo cerca mientras ella se mueve por la fiesta, saludando con sonrisas falsas y bebiendo de su copa sin mucho interés.

Entonces la veo dirigirse a la pista de baile.

Y lo que sucede a continuación no me gusta ni un carajo.

Un idiota se acerca a ella. Alto, rubio, con pinta de creerse el rey del mundo. No la toca de inmediato, pero se acerca demasiado, inclinándose para decirle algo al oído.

Ella se ríe.

Algo en mí se tensa.

La música sube de volumen y, ante mis ojos, Valentina empieza a bailar con él. No de manera casual. No de manera inocente. Lo hace con la clara intención de provocarme.

Porque sabe que la estoy mirando.

Porque sabe que no puedo hacer nada.

O eso cree.

Cuando el tipo desliza la mano por su espalda, demasiado abajo para mi gusto, me muevo.

Cruzo la pista en dos zancadas y, antes de que el imbécil pueda reaccionar, lo tomo por el brazo y lo aparto con un tirón seco.

—Vete.

Mi tono no deja espacio para discusión. El tipo me mira con desafío, pero no es estúpido. Sabe quién soy y sabe que no le conviene meterse conmigo.

Después de unos segundos de tensión, levanta las manos en señal de rendición y se aleja, murmurando algo entre dientes.

Cuando giro hacia Valentina, ella me fulmina con la mirada.

—¿Qué demonios te pasa?

Mi expresión sigue siendo imperturbable.

—No estaba haciendo nada que yo no quisiera.

—No me importa.

Se cruza de brazos, furiosa.

—No eres mi padre ni mi dueño, Russo.

Mi mirada se endurece.

—No, pero soy el único que evitará que te maten.

Se queda en silencio, respirando con fuerza.

Después de unos segundos, toma su copa de nuevo y se la bebe de un solo trago antes de mirarme con una mezcla de desafío y rabia.

—Vete al infierno.

—Voy en camino.

Y sin decir más, me coloco a su lado, porque me guste o no, protegerla es mi trabajo.

****

Valentina Morelli me mira como si quisiera arrancarme la cabeza con las manos.

Yo simplemente me quedo ahí, imperturbable, cumpliendo con mi trabajo.

La gente en la pista de baile sigue divirtiéndose, ajena a la tensión entre nosotros. La música continúa, las copas tintinean, las risas se mezclan con el humo de los puros caros.

Pero Valentina solo me ve a mí.

Y en sus ojos hay un fuego que no sé si es de ira o de desafío.

—¿Quién demonios te crees que eres? —su voz es baja, cargada de veneno.

—Tu sombra —respondo sin inmutarme—. No tienes que quererme. Solo tienes que acostumbrarte.

Ella suelta una risa sarcástica, pero en su mandíbula tensa noto que está conteniendo algo más que enojo. Frustración.

—¿Acostumbrarme? —repite, dando un paso más cerca, hasta que casi puedo sentir el calor de su cuerpo—. No voy a acostumbrarme a que me sigas como un perro faldero.

—No tienes opción.

Sus ojos brillan de rabia y, por un segundo, creo que va a abofetearme. Pero no lo hace. Porque Valentina Morelli no pierde la compostura tan fácilmente.

—Eres un maldito arrogante —escupe.

—Y tú eres una malcriada que cree que puede hacer lo que quiera sin consecuencias.

Ella suelta un resoplido y da media vuelta, alejándose con pasos rápidos, los tacones repicando contra el suelo de mármol.

No la detengo.

Solo la sigo.

La noche avanza y la fiesta se llena de más invitados. Yo mantengo mi distancia, pero nunca la pierdo de vista.

Valentina hace lo que mejor sabe hacer: sonreír falsamente y fingir que este mundo no la asfixia.

Habla con hombres trajeados que la miran con interés y con mujeres que la analizan con ojos de serpiente. Juega su papel a la perfección, como la princesa intocable que su padre ha construido.

Pero yo no me dejo engañar.

Observo las señales.

El sutil apretón de su copa cuando alguien menciona el matrimonio.

El destello de molestia cuando un hombre toca su brazo con demasiada confianza.

El ligero endurecimiento de su postura cada vez que su padre la llama.

Ella está atrapada en una jaula, y aunque yo soy parte de sus barrotes, sé que no es a mí a quien odia realmente.

A la medianoche, cuando la fiesta ya está en su punto más alto, Valentina se escabulle hacia los jardines traseros.

La sigo sin hacer ruido.

No necesito que me invite.

Salgo al aire fresco y la encuentro apoyada contra una columna de mármol, con una copa en la mano y la mirada fija en el cielo estrellado.

—¿Vas a quedarte ahí de pie como un poste o piensas decir algo? —su voz es burlona, pero cansada.

Me cruzo de brazos.

—No hay nada que decir.

Ella suelta una risa breve y seca.

—Claro que no. ¿Por qué habrías de hablar si puedes gruñir y parecer interesante?

No respondo.

Ella suspira y da un sorbo largo a su copa.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir siguiéndome como un acosador?

—Hasta que tu padre diga lo contrario.

Rueda los ojos y deja escapar un susurro exasperado.

—Por supuesto. Eres como un robot programado para obedecer.

Me encojo de hombros.

—Funciona.

—Debe ser agotador ser tú.

No digo nada.

Ella me observa con detenimiento, como si intentara descubrir qué hay detrás de mi fachada.

No encontrará nada.

—Dime algo, Dante —su voz cambia, se vuelve más suave, más inquisitiva—. ¿Alguna vez te has permitido sentir algo?

No respondo.

—¿O prefieres vivir como una sombra, sin emociones, sin deseos propios?

Muevo la mandíbula levemente.

—No tengo el lujo de los deseos.

Ella inclina la cabeza, analizándome como si yo fuera un acertijo difícil de resolver.

—Eso suena… triste.

Levanto una ceja.

—¿Me estás compadeciendo, princesa?

Ella sonríe con burla.

—Por supuesto que no. Solo me intriga cómo alguien puede vivir sin sentir nada.

La miro fijamente.

—¿Y tú? —pregunto.

Su sonrisa vacila.

—¿Yo qué?

—¿Tú sientes algo?

Ella tarda demasiado en responder.

Y cuando lo hace, su voz es apenas un susurro.

—Supongo que eso depende de a quién le preguntes.

Nos quedamos en silencio.

Solo el sonido de la brisa y el murmullo lejano de la fiesta nos envuelven.

Y por primera vez desde que la conocí, veo a la verdadera Valentina Morelli.

No a la princesa arrogante.

No a la hija perfecta.

No a la mujer que juega con fuego solo para ver si puede quemarse.

Veo a alguien cansada de fingir.

Pero entonces, como si se diera cuenta de que ha bajado la guardia, se endereza y me dedica una sonrisa altiva.

—Bueno, Russo, ha sido un placer esta charla tan filosófica, pero me aburre.

Se gira y camina de regreso a la fiesta.

Yo la sigo.

Como siempre.

Cuando finalmente nos vamos de la fiesta, ella está visiblemente cansada, pero lo disimula bien.

En la camioneta, en lugar de provocarme como de costumbre, se queda en silencio, mirando por la ventana.

El camino es largo y monótono, con las luces de la autopista iluminando su rostro en destellos intermitentes.

—Russo.

Su voz es suave, pero alerta.

—¿Qué?

—¿Sabes lo que más odio en el mundo?

La miro por el espejo retrovisor.

—Sorpréndeme.

Ella suspira y se recarga contra el asiento.

—Que me digan qué hacer.

Sonrío apenas.

—Eso ya lo había notado.

Ella me mira por el espejo, con una expresión difícil de descifrar.

—Y sin embargo, aquí estás, diciéndome qué hacer.

No respondo.

Porque, aunque no lo diga, sé lo que realmente está preguntando.

¿Por cuánto tiempo seguirá esta guerra entre nosotros?

Pero la respuesta ya la sabe.

Por el tiempo que sea necesario.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP