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UNA TENTACIÓN PELIGROSA

Dante

Control.

Disciplina.

Precisión.

Son las reglas que han regido mi vida desde que tengo memoria. Lo único que me ha mantenido con vida en un mundo donde una distracción puede ser la diferencia entre ver un nuevo amanecer o acabar con una bala en la cabeza.

Y, sin embargo, Valentina Morelli parece determinada a poner a prueba cada uno de esos principios.

Desde el primer momento en que la vi, supe que iba a ser un problema.

No porque fuera la hija de Enzo Morelli.

No porque su vida esté rodeada de amenazas que hacen de mi trabajo un desafío constante.

Sino porque tiene algo que no había visto antes en ninguna de las personas a las que he protegido.

Un fuego que no se apaga.

Una rebeldía que desafía a cualquiera que intente controlarla.

Y una capacidad irritante de meterse bajo mi piel.

Hoy ha decidido que quiere salir a caminar por la costa.

Y, como siempre, yo la sigo.

Su vestido blanco ondea con la brisa marina mientras sus pasos descalzos dejan huellas en la arena. Camina con una tranquilidad que no debería tener alguien en su posición. Como si el mundo no fuera peligroso. Como si no hubiera sombras acechando a cada paso.

Como si no tuviera a un guardaespaldas siguiéndola a todas partes.

Pero no soy un hombre que se deja engañar por las apariencias.

Sé lo que hay detrás de esa fachada de niña rica que lo tiene todo. Sé que está harta de la jaula en la que vive.

Porque yo sé lo que es estar atrapado en un destino que no elegiste.

Mi infancia no tuvo lujos ni privilegios. No hubo autos deportivos ni fiestas exclusivas. Solo calles sucias, hambre y peleas que tenía que ganar para sobrevivir.

Vengo de un mundo donde la debilidad se paga con sangre. Donde las decisiones no se toman por ambición, sino por necesidad.

Y eso es lo que nos diferencia.

Ella no sabe lo que es sobrevivir.

Yo nunca supe lo que era vivir.

—¿Siempre tienes que caminar como si fueras a una guerra?

Su voz me saca de mis pensamientos.

Valentina se ha detenido unos metros adelante y me observa con una sonrisa burlona.

—No es mi culpa que tú camines como si la vida fuera un desfile de moda —respondo con calma.

Ella rueda los ojos.

—No es un desfile. Es una simple caminata. Pero supongo que tú no entiendes el concepto de "relajarte", ¿verdad, Russo?

No le respondo.

Porque no vale la pena.

Porque es cierto.

Nunca aprendí a relajarme. Nunca tuve tiempo para ello.

Y aunque pudiera, no lo haría ahora.

No con ella.

No cuando Valentina es la tentación más peligrosa que he conocido.

Caminamos en silencio durante un rato.

Ella juega con la arena entre los dedos, dibujando figuras sin sentido.

Yo la vigilo, atento a cualquier movimiento sospechoso a nuestro alrededor.

Hasta que, de repente, se levanta y corre hacia el muelle.

Frunzo el ceño.

—Valentina.

No me escucha. O me ignora.

Seguramente lo segundo.

Su cabello ondea con el viento mientras se sube a la barandilla del muelle con la agilidad de alguien que no conoce el peligro.

Aprieto la mandíbula.

—Valentina, bájate de ahí.

Ella sonríe y se gira hacia mí, con los brazos extendidos.

—Relájate, Russo. No voy a caerme.

Pero en cuanto lo dice, su pie resbala.

Y su mundo se inclina.

La veo caer en cámara lenta.

El aire se congela en mis pulmones.

Y antes de que pueda pensar, mis reflejos actúan por mí.

En un solo movimiento, la atrapo antes de que toque el agua, rodeando su cintura con un brazo fuerte y atrayéndola hacia mí.

Su cuerpo choca contra el mío.

El sonido de su respiración entrecortada es lo único que escucho.

Mi corazón late con fuerza contra mi pecho.

Ella me mira con los ojos muy abiertos, el rostro a centímetros del mío.

Demasiado cerca.

Demasiado tentador.

No hay sonrisas burlonas esta vez. No hay desafíos en sus labios.

Solo hay un silencio peligroso cargado de algo que no debería estar ahí.

Y lo peor de todo es que yo tampoco me muevo.

Debería soltarla.

Debería poner distancia entre nosotros.

Pero no lo hago.

Porque por primera vez desde que la conocí, Valentina no parece una princesa caprichosa ni una niña rica jugando a ser rebelde.

Por primera vez, parece vulnerable.

Y por primera vez, yo no quiero soltarla.

No sé cuánto tiempo pasamos así.

Solo sé que cuando la suelto, lo hago de golpe.

Demasiado brusco.

Demasiado rápido.

Ella da un paso atrás, sorprendida.

Yo doy un paso adelante, recuperando el control que casi pierdo.

—No vuelvas a hacerme perder la concentración.

Mi voz es más dura de lo que pretendía.

Más fría.

Porque necesito que lo entienda.

Porque necesito entenderlo yo.

Ella parpadea, como si procesara mis palabras.

Y luego, lentamente, sonríe.

Una sonrisa peligrosa.

Una sonrisa que no debería hacerme sentir nada, pero me hace sentirlo todo.

—Demasiado tarde, Russo.

Y con esas palabras, supe que estaba jodido.

***

Valentina me sostiene la mirada con un brillo divertido en los ojos, como si acabara de ganar un juego que solo ella entendía.

Y eso es precisamente lo que me irrita de ella.

Todo es un reto. Todo es una provocación.

Desde el primer día que asumí su protección, ha intentado encontrar la manera de hacerme perder el control.

Y hoy estuvo cerca.

Demasiado cerca.

Sin decir una palabra más, me giro y comienzo a caminar de regreso por el muelle. Necesito poner distancia entre nosotros antes de hacer algo de lo que me arrepienta.

Como besarla.

Como dejar que el fuego en su mirada consuma lo que me queda de cordura.

—¿Siempre huyes después de un momento intenso, Russo?

Su voz burlona me alcanza como un dardo envenenado.

Me detengo en seco y la miro por encima del hombro.

—No huyas de lo que no puedes manejar.

Ella se cruza de brazos, desafiante.

—¿Y cómo sabes lo que puedo manejar?

Me volteo del todo y camino de vuelta hacia ella. Esta vez, es Valentina quien retrocede hasta que su espalda choca contra la barandilla del muelle.

Inclino la cabeza y sostengo su mirada.

—Porque sé que nunca te han dicho que no.

Ella pestañea.

No lo niega.

Porque sabe que tengo razón.

—Tal vez —dice finalmente, alzando la barbilla—. Pero me gusta conseguir lo que quiero.

Mis dedos se tensan.

—Yo no soy algo que puedas conseguir, princesa.

Su sonrisa se amplía, y eso solo me confirma que este juego no ha terminado.

De regreso a la mansión Morelli, el silencio entre nosotros es tenso.

Valentina se ha quitado los zapatos y juega con ellos en su regazo mientras el auto avanza por la carretera.

Yo miro por la ventanilla, con la mandíbula apretada.

Siento su mirada en mí.

Sé que está esperando que diga algo, que haga algo, que reaccione.

Pero no pienso darle el gusto.

—¿Siempre eres tan amargado o es solo conmigo?

Sus palabras son ligeras, pero hay algo en su tono que sugiere que no es solo una broma.

Me giro hacia ella lentamente.

—No es amargura. Es sentido común.

Ella ladea la cabeza.

—¿Sentido común?

—Sí. El mismo que te falta a ti.

Su boca se abre en una perfecta expresión de indignación.

—¡Perdón, ¿qué?!

Cruzo los brazos sobre el pecho.

—Te subiste a una barandilla resbaladiza sobre el mar sin pensar en las consecuencias. No es valentía, Valentina. Es estupidez.

Ella me fulmina con la mirada.

—No iba a caerme.

—Lo hiciste.

Se inclina hacia mí, sus ojos chispeando con frustración.

—Y tú me atrapaste.

Aprieto los dientes.

—Ese es mi trabajo.

—¿Y qué habrías hecho si no hubieras llegado a tiempo?

La pregunta se queda flotando en el aire entre nosotros.

Porque ambos sabemos la respuesta.

Porque ambos sabemos que no habría llegado a tiempo si la suerte no hubiera estado de mi lado.

Valentina suspira y se recarga contra el asiento, cruzándose de brazos.

—Deberías relajarte, Russo. Vivir un poco.

Miro por la ventanilla, ignorando su comentario.

Porque vivir nunca ha sido una opción para mí.

Esa noche, el ambiente en la mansión está cargado de tensión.

Valentina no ha dicho ni una palabra desde que volvimos, lo cual debería ser un alivio, pero en cambio, me pone más alerta.

Cuando está callada, está tramando algo.

Y no pasa mucho tiempo antes de que descubra qué es.

La encuentro en los jardines, sentada sobre una de las mesas de mármol, con una copa de vino en la mano.

El vestido blanco que llevaba en la playa ha sido reemplazado por una bata de seda que deja al descubierto más piel de la que debería.

Me apoyo en el marco de la puerta y cruzo los brazos.

—Dime que no planeas otro "experimento de libertad".

Ella se gira lentamente, con una sonrisa misteriosa.

—No. Solo estoy disfrutando de una copa de vino.

Alzo una ceja.

—¿A solas?

—Tal vez.

Se desliza de la mesa y camina hacia mí con paso lento. Medido.

Cada movimiento parece ensayado.

—¿No vas a decirme que es peligroso estar aquí afuera sin protección? —pregunta con una sonrisa burlona.

—No hace falta. Lo sabes.

Se detiene frente a mí y levanta la copa hasta mis labios.

—Toma.

No me muevo.

—No bebo mientras trabajo.

Ella suspira con exageración.

—Claro. Olvidé que eres el soldado perfecto.

Miro sus ojos, esa mirada desafiante que se ha convertido en su sello personal.

—Y tú olvidaste que no puedes jugar conmigo.

Ella sonríe.

—¿Quién dijo que es un juego?

Cierro los ojos un segundo.

Sigo viendo su cuerpo en mis brazos. Su respiración entrecortada. Su mirada clavada en la mía.

No.

No voy a caer en esto.

Pero cuando los abro de nuevo, Valentina está aún más cerca.

—Dante…

Mi nombre en su boca es un arma letal.

Una que está dispuesta a usar sin piedad.

—Dije que no puedes jugar conmigo —repito, esta vez en un tono más bajo, más grave.

Ella se inclina apenas.

Y yo hago lo único que puedo hacer para salvarnos a ambos.

Me aparto.

Doy un paso atrás y rompo el momento antes de que sea demasiado tarde.

Ella parpadea, sorprendida.

Como si no esperara que resistiera.

Como si ningún hombre antes hubiera tenido la fuerza de voluntad para decirle que no.

Pero yo no soy cualquier hombre.

—Bebe sola, princesa —digo con frialdad antes de darme la vuelta.

No la veo, pero sé que sonríe.

Y esa maldita sonrisa me dice que esto no ha terminado.

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