JUEGOS DE PODER

VALENTINA

El aburrimiento es mi peor enemigo.

No es que me falten cosas qué hacer. Mi agenda está llena de cenas, reuniones de beneficencia y eventos de alta sociedad. Pero nada de eso me interesa. Nada de eso me pertenece.

Todo es una fachada, una maldita obra de teatro escrita y dirigida por mi padre.

Pero hoy… hoy tengo otros planes.

Mi padre cree que su reino es impenetrable. Que su palabra es ley. Que puede tomar decisiones sin que nadie lo cuestione.

Lo que no sabe es que yo ya no estoy dispuesta a seguir jugando su juego.

Me muevo con cautela por los pasillos de la villa, cuidando cada paso para no hacer ruido.

He aprendido a moverme en silencio. A escuchar más de lo que hablo. A observar los gestos de mi padre, los murmullos de sus hombres, la forma en que las conversaciones se detienen cuando entro a una habitación.

Todo eso significa algo.

Y hoy, por fin, voy a descubrir qué es.

Sé que mi padre tiene una reunión importante esta noche. Lo escuché hablar por teléfono más temprano, su tono más duro de lo habitual.

Lo que no sé es con quién ni por qué.

Pero voy a averiguarlo.

Los pasos de los guardias resuenan en el pasillo. Me escondo detrás de una de las columnas hasta que se alejan.

Respiro hondo y sigo adelante, pegándome a la pared hasta llegar a la puerta del despacho de mi padre.

Está entreabierta.

Perfecto.

Me agacho y me deslizo hasta quedar oculta en las sombras.

El despacho de Alessandro Morelli es un santuario de poder.

Muebles de madera oscura, una gran chimenea encendida y una estantería llena de libros que dudo que haya leído alguna vez.

Pero lo que más destaca es la enorme mesa de caoba en el centro.

Allí es donde se firman los acuerdos.

Donde se cierran los tratos.

Donde se deciden destinos.

Incluido el mío.

—El matrimonio consolidará la alianza —dice una voz grave.

Se me hiela la sangre.

No.

No puede ser.

—Es la única forma de asegurarnos la lealtad de los Ricci —responde mi padre.

Los Ricci.

Dios.

Conozco ese apellido.

Lo he escuchado en los círculos de mi padre, siempre envuelto en susurros y respeto temeroso.

Domenico Ricci no es un hombre cualquiera.

Es un depredador.

Y yo acabo de descubrir que quieren entregarme a él.

Mi respiración se acelera.

Mis dedos se aprietan contra la madera del suelo.

—La boda debe realizarse pronto —continúa la voz desconocida—. Antes de que alguien intente interferir.

—Mi hija no tendrá opción —sentencia mi padre con frialdad—. Nunca la ha tenido.

Un vacío se abre en mi pecho.

Nunca la ha tenido.

Por supuesto que no.

Para él, yo no soy su hija.

Soy una maldita ficha en su tablero.

Y acabo de darme cuenta de que está a punto de moverme como mejor le convenga.

—No soy una pieza en su maldito juego.

Lo murmuro entre dientes, apretando los puños con rabia.

No voy a permitir esto.

No voy a dejar que me vendan como si fuera un maldito trofeo de guerra.

Tengo que hacer algo.

Tengo que—

Una sombra se mueve detrás de mí.

Mi corazón se detiene.

Alguien está aquí.

Antes de que pueda reaccionar, una mano firme se cierra alrededor de mi brazo y me jala con fuerza.

La habitación gira a mi alrededor y, en un parpadeo, me encuentro presa contra un pecho sólido, caliente y familiar.

Dante.

Joder.

Sus ojos oscuros se clavan en los míos, y la tensión que nos rodea es un maldito campo de batalla.

—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —gruñe, su aliento chocando contra mi piel.

Intento zafarme, pero su agarre es implacable.

—Suéltame.

—¿Suéltarte? —Su voz baja una octava, peligrosa—. No tienes idea de lo que acabas de hacer, princesa.

Lo miro con desafío.

—Escuché todo, Dante.

—No deberías haberlo hecho.

—¿Y qué? ¿Vas a encerrarme en mi habitación para que me quede callada como una niña buena?

Su mandíbula se tensa.

—No. Voy a sacarte de aquí antes de que alguien más te vea.

—No me importa si me ven.

—A mí sí.

Su tono es cortante, pero hay algo más en su voz. Algo que no logro descifrar.

Dante me arrastra lejos del despacho sin hacer ruido.

Lo sigo, a regañadientes, porque por más que me duela admitirlo… tiene razón.

Si mi padre o sus hombres me descubren aquí, todo se irá a la m****a.

Una vez que estamos en el ala opuesta de la casa, Dante me suelta.

El frío reemplaza el calor de su piel, pero mi rabia sigue ardiendo.

—¿Vas a decirme que no haga nada? —le espeto.

—Voy a decirte que tengas cuidado.

—¿Cuidado? ¡Mi padre quiere venderme a los Ricci!

Dante no dice nada.

Y eso me cabrea aún más.

—¿Tú ya lo sabías, no?

Su silencio me lo confirma.

Doy un paso hacia él, sin importarme la escasa distancia entre nuestros cuerpos.

—Dime la verdad, Dante.

Sus ojos son dos pozos oscuros, llenos de secretos.

—No sé todos los detalles.

—Pero sabías lo suficiente.

Un músculo salta en su mandíbula.

—Sí.

Siento un golpe en el pecho.

¿Por qué me duele tanto?

¿Por qué me afecta que él estuviera al tanto y no me lo dijera?

No debería sorprenderme.

Dante Russo es un soldado.

No es mi amigo.

No es mi aliado.

Pero aun así…

—Solo prométeme que, cuando llegue el momento, confiarás en mí —dice de repente, su voz baja y tensa.

Mi respiración se tambalea.

—¿Y por qué debería hacerlo?

Dante me observa con intensidad.

—Porque soy el único que evitará que te destruyan.

Las palabras quedan suspendidas en el aire.

Y por primera vez, me pregunto si realmente puedo hacerlo.

****

El peso de sus palabras se asienta en mi pecho como una piedra.

Dante nunca dice nada sin pensarlo. Cada palabra que sale de su boca es calculada, medida con la precisión de un soldado que sabe que cualquier error puede costarle la vida.

Y ahora me está pidiendo que confíe en él.

No sé qué me molesta más: si el hecho de que lo haya sabido y no me haya advertido, o la sensación de que es mi única salida en este maldito infierno.

No quiero necesitarlo.

No quiero depender de nadie.

Pero aquí estoy.

Mis pensamientos se agitan como un torbellino, y la rabia regresa con más fuerza.

—No necesito que me salves, Dante.

—No es cuestión de lo que necesites, princesa —dice él con voz tensa—. Es cuestión de lo que es necesario.

—¿Para quién? ¿Para ti? ¿Para mi padre?

Dante da un paso hacia mí, su sombra envolviéndome.

—Para los dos.

Ese “los dos” me desconcierta.

No sé si se refiere a mi padre y a él.

O a él y a mí.

Lo que sí sé es que su cercanía es peligrosa.

Porque cuando Dante Russo se acerca demasiado, mi cuerpo traiciona mi mente.

Me tenso, pero no me aparto.

No quiero ser la primera en retroceder.

—No te metas en esto, Dante —susurro con desafío—. No quiero que seas otro hombre que decide por mí.

Él deja escapar un suspiro lento y exasperado, como si yo fuera una carga que no pidió.

—Créeme, Valentina, lo último que quiero es decidir por ti.

—Entonces aléjate.

—No puedo.

Su respuesta es simple. Directa. Y me golpea más fuerte de lo que esperaba.

No puedo.

No “no quiero”.

No “no debo”.

No puedo.

Y no sé por qué, pero eso me hace sentir… algo.

Algo que no debería.

Algo que me consume y me llena de preguntas.

¿Por qué no puede?

¿Es solo porque mi padre se lo ha ordenado?

¿O hay algo más?

Mi estómago se revuelve con incertidumbre.

No puedo confiar en Dante.

No puedo confiar en nadie.

Pero por primera vez en mi vida, la duda se instala en mi mente.

Y eso es más aterrador que cualquier otra cosa.

No logro dormir esa noche.

Me quedo acostada en la oscuridad de mi habitación, con la vista fija en el techo y la mente dando vueltas una y otra vez a la conversación con Dante.

Matrimonio.

Alianza.

Los Ricci.

La idea de que mi futuro ya ha sido decidido sin mi consentimiento me llena de rabia.

Pero también me llena de miedo.

Porque si hay algo que sé de Domenico Ricci, es que no es un hombre con el que se pueda razonar.

Él toma lo que quiere.

Y mi padre acaba de ofrecérselo en bandeja de plata.

Apretando la mandíbula, me incorporo en la cama.

No voy a aceptar esto.

No voy a dejar que decidan mi destino.

Si mi padre quiere jugar, que lo haga.

Pero yo también sé jugar.

Y voy a encontrar la forma de ganar.

A la mañana siguiente, bajo a la sala principal con la cabeza en alto y la determinación latiendo en mis venas.

Sé que mi padre está en su despacho, pero no tengo intención de verlo.

No todavía.

Primero necesito entender mejor la situación.

Obtener información.

Descubrir qué tan avanzada está esta “alianza” y cuánto tiempo tengo antes de que intenten encerrarme en una jaula aún peor de la que ya habito.

Me dirijo hacia el jardín, donde sé que los hombres de mi padre suelen reunirse antes de partir a sus misiones.

Si hay información que pueda conseguir, será allí.

Pero justo cuando estoy por cruzar la puerta, una figura alta y vestida de negro se interpone en mi camino.

—¿A dónde crees que vas?

Dante.

Por supuesto.

Cruzo los brazos sobre mi pecho y lo miro con falsa inocencia.

—Voy a dar un paseo.

—No.

Levanto una ceja.

—¿No?

—No.

Mi paciencia se agota en un chasquido.

—No eres mi carcelero, Dante.

—No, pero sí soy el idiota que tiene que evitar que te maten.

Su respuesta me toma desprevenida.

No porque me sorprenda su actitud, sino porque su tono es diferente esta vez.

No suena autoritario.

Suena… preocupado.

Y eso me desconcierta más de lo que quiero admitir.

Intento recuperar mi compostura y lo miro con frialdad.

—Nadie va a matarme por caminar por mi propia casa.

Dante aprieta la mandíbula y baja la voz.

—No es tu casa, Valentina.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué es?

—Un campo de batalla.

Sus palabras me dejan helada.

No porque no lo supiera.

Sino porque nunca lo había escuchado dicho en voz alta.

La villa Morelli siempre ha sido un lugar de opulencia y poder.

Pero también ha sido un lugar de secretos.

De juegos de poder en los que yo nunca había sido más que una simple espectadora.

Hasta ahora.

Porque ahora sé demasiado.

Y eso me convierte en una jugadora.

Dante parece leer mis pensamientos porque su expresión se endurece aún más.

—No juegues a algo para lo que no estás preparada, princesa.

Me acerco un paso más a él, mi cuerpo casi rozando el suyo.

—Tal vez ya lo estoy.

Un destello de algo peligroso brilla en sus ojos.

Pero en lugar de retroceder, se inclina apenas hacia mí, hasta que su aliento roza mi piel.

—Si eso fuera cierto… entonces deberías empezar a temerme.

Un escalofrío me recorre la espalda.

No por miedo.

Sino por algo mucho peor.

Por el retorcido, jodido y peligroso deseo de ver hasta dónde llega esa amenaza.

Y qué pasaría si cruzo esa línea.

Pero no lo haré.

Aún no.

Porque tengo un juego que jugar.

Y pienso ganar.

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