EL ULTIMATUM

VALENTINA

Regresar a la mansión Morelli era como entrar en la boca del lobo, solo que esta vez, el lobo no iba a dejarme escapar.

Sabía que mi padre lo sabía. No era un hombre al que se le pudiera ocultar algo por mucho tiempo. Y después de lo que hice… después de haber desafiado sus órdenes, haberme metido con Matteo Ricci y haber dejado cadáveres en mi camino…

Esto no iba a terminar bien.

Dante me escoltó hasta la entrada. Su postura era rígida, como si su propio cuerpo se estuviera preparando para lo inevitable.

El sonido de mis tacones resonó en el mármol cuando crucé la puerta. La casa estaba en silencio. Demasiado silencio. El tipo de silencio que precede a una tormenta.

Y ahí estaba él.

Mi padre, Alessandro Morelli.

De pie en el centro de la sala, con un vaso de whisky en la mano, observándome como si ya hubiera escrito mi sentencia.

—Valentina —pronunció mi nombre con una frialdad que hizo que todo el aire de la habitación se volviera espeso.

Me detuve.

Dante se quedó a mi lado, su presencia sólida y tensa como una cuerda a punto de romperse.

Mi padre no le prestó atención. Solo tenía ojos para mí.

—¿Tienes idea de lo que has hecho?

Mi corazón latía con fuerza, pero no lo dejé ver. No podía darle el gusto de verme temblar.

—Solo defendí lo que es mío —respondí con calma.

El cristal del vaso crujió en su mano.

—No tienes nada propio, Valentina. Todo lo que tienes te lo he dado yo. Y lo que yo te doy, también lo puedo quitar.

El significado detrás de esas palabras me golpeó más fuerte que un puñetazo.

Un escalofrío recorrió mi espalda, pero mantuve la cabeza en alto.

—No soy una pieza de ajedrez que puedas mover a tu antojo.

El golpe resonó antes de que pudiera reaccionar.

El vaso voló por la habitación y se estrelló contra la pared, los pedazos de vidrio esparciéndose por el suelo.

Dante se movió de inmediato.

Instintivo.

Pero mi padre levantó una mano antes de que él diera un paso más.

—Fuera.

Dante no se movió.

—No.

Un silencio mortal cayó sobre la sala.

Nunca nadie desobedecía una orden de Alessandro Morelli.

Pero Dante lo hizo.

Por mí.

—Fuera —repitió mi padre, esta vez con un tono que helaba la sangre.

Dante me miró por un segundo, y en su mirada vi algo que hizo que mi pecho se comprimiera. Ira. Frustración. Miedo.

Y lo peor de todo.

Resignación.

Me dejó sola.

Cuando la puerta se cerró tras él, el aire se volvió más denso.

—¿Sabes lo que has provocado, Valentina?

Me crucé de brazos.

—Sé que descubrí algo que no podías ignorar.

La expresión de mi padre se endureció.

—Lo que descubriste es irrelevante. Lo que importa es lo que hiciste. Fuiste contra Matteo Ricci.

—Matteo Ricci es un asqueroso traficante de mujeres.

Mi padre hizo una mueca.

—Matteo Ricci es un aliado.

Y ahí estaba la verdad.

Mi respiración se aceleró.

—¿Sabías lo que hacía?

El silencio fue suficiente respuesta.

—Eres peor de lo que imaginé —murmuré, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con el asco.

Mi padre suspiró y se acercó a la mesa. Sirvió otro whisky y lo bebió de un solo trago.

—Hablé con Matteo —dijo con calma, como si no acabara de admitir que había vendido su alma—. Y está furioso. Quiere que pagues por lo que hiciste.

Mis manos se cerraron en puños.

—No me importa lo que quiera Matteo.

Mi padre levantó la vista y me sostuvo la mirada.

—A mí sí.

Entonces lo dijo.

—Tienes dos opciones, Valentina.

El ultimátum.

Mi pecho subía y bajaba con dificultad. Lo supe antes de que abriera la boca.

—O te casas con Matteo y solucionamos esto como debe ser…

Mis uñas se clavaron en mis palmas.

—O… —continuó él, su voz más baja, más peligrosa— …te encargaré de una forma en la que ya no puedas desafiarme.

El mundo pareció detenerse.

Mi estómago cayó hasta el suelo.

Por primera vez en mi vida, sentí verdadero miedo.

No porque no hubiera sabido que mi padre era capaz de cosas terribles. Sino porque ahora estaba mirándome como si yo fuera su enemiga.

Como si realmente estuviera considerando matarme.

Tragué saliva.

—No harías eso.

Mi padre sonrió.

—¿Crees que no?

El miedo escaló por mi columna vertebral, un sudor frío en la nuca.

Era un Morelli.

No hacía amenazas vacías.

Respiré hondo, obligándome a pensar con claridad. Tenía que ganar tiempo.

—Quiero… hablar con Matteo —dije, controlando mi voz.

La sonrisa de mi padre se ensanchó, pero sus ojos seguían fríos.

—Buena chica.

Asintió y se alejó, dejándome allí, congelada en mi propio infierno.

Un segundo después, dos de sus hombres entraron.

—Llévenla a su habitación.

Mis músculos se tensaron, pero no me resistí.

No podía.

Porque sabía que si lo hacía, no me encerrarían en mi habitación.

Me enterrarían en un hoyo.

La puerta se cerró con llave tras de mí.

Di una vuelta por la habitación, sintiendo cómo mi piel hormigueaba de la rabia. Estaba atrapada. Mi padre me había aislado de todo, incluso de Dante.

Dante…

Un ruido sordo en la ventana me hizo girar.

Corrí y abrí las cortinas.

Y ahí estaba él.

Dante, en el jardín, mirándome con la mandíbula apretada y los puños cerrados.

Mi corazón latió con fuerza.

Me acerqué al vidrio y susurré:

—No puedo salir.

Él negó con la cabeza.

—Voy a sacarte.

Su voz era baja, pero firme.

Y lo supe.

Sabía que Dante no me iba a dejar sola.

Pero también sabía que si lo hacía, rompería todas las reglas.

Se convertiría en enemigo de los Morelli.

Por mí.

***

Mis dedos temblaban sobre el vidrio mientras mi mirada se clavaba en la de Dante. Sus ojos oscuros reflejaban la tormenta que rugía dentro de él, una mezcla de furia contenida y algo más… algo que no me atrevía a nombrar.

Determinado.

Esa era la palabra.

Dante ya había tomado una decisión.

Yo también tenía que hacerlo.

Respiré hondo y apoyé la frente en la fría ventana.

—No puedes hacer esto —susurré, sabiendo que él no podía escucharme, pero sintiendo la necesidad de decirlo.

Dante mantuvo la mirada fija en mí, sin moverse. Su mera presencia era un ancla en medio del caos.

Finalmente, él levantó una mano y señaló la cerradura de mi ventana con un leve movimiento de la cabeza.

Entendí su mensaje.

—Estás loco —murmuré, pero mis dedos ya estaban buscando el pestillo.

Click.

La ventana se abrió con un leve chirrido.

El aire de la noche entró en la habitación, trayendo consigo un escalofrío que recorrió mi espalda.

Dante se tensó al escuchar el sonido, sus ojos recorriendo la habitación detrás de mí, buscando cualquier señal de peligro.

—Escúchame bien, princesa —susurró, su tono bajo y controlado—. No voy a dejar que te cases con ese cabrón. No voy a permitir que te entreguen como si fueras un maldito trofeo.

Mi garganta se cerró.

Nadie, nunca, había hablado por mí de esa manera.

Ni siquiera yo misma.

Tragué saliva y asentí.

—Entonces, ¿qué hacemos?

Dante exhaló, su mandíbula apretada.

—Primero, tenemos que sacarte de aquí.

Un escalofrío de anticipación recorrió mi cuerpo.

Sabía lo que eso significaba.

Si escapábamos juntos…

Si Dante me sacaba de esta casa, de esta vida…

Nos convertíamos en fugitivos.

En enemigos de Alessandro Morelli.

Y eso era prácticamente una sentencia de muerte.

Pero la alternativa…

Miré alrededor de mi habitación, la prisión dorada en la que había crecido, las paredes cubiertas de recuerdos de una infancia que ya no existía.

Mi padre me lo había dejado claro.

Si me quedaba, tenía dos opciones: ser vendida en matrimonio o desaparecer.

No había elección.

Me aferré al marco de la ventana y miré a Dante.

—Dime qué hacer.

Un destello pasó por sus ojos. Aprobación.

—Voy a buscar la forma de sacarte sin que salten las alarmas. Pero necesito que estés lista. No puedes titubear, Valentina. Una vez que salgamos de aquí, no hay vuelta atrás.

No hay vuelta atrás.

Las palabras pesaron sobre mis hombros, pero las acepté.

—Estoy lista.

Dante asintió y dio un paso atrás, desapareciendo en las sombras.

Me quedé allí, mirando la noche, con el corazón latiéndome con fuerza.

Porque aunque me repetía que estaba lista, en el fondo sabía la verdad.

Nada podía prepararme para lo que estaba a punto de suceder.

El tiempo pasó de forma insoportable.

Mi padre no volvió a aparecer, pero sabía que eso solo significaba una cosa: estaba tomando medidas.

Probablemente ya estuviera negociando con Matteo Ricci los términos de la boda. O peor… el castigo por mi desobediencia.

No podía permitir que llegáramos a ese punto.

Me forcé a mantener la mente fría y me puse manos a la obra.

Primero, me cambié de ropa.

Los vestidos elegantes y las faldas ajustadas no me servirían para escapar. Me puse unos jeans oscuros, una camiseta negra y una chaqueta ligera. Algo cómodo, algo práctico.

Busqué en el fondo de mi armario y encontré unas zapatillas deportivas. Me las até con manos temblorosas.

Luego, tomé una pequeña mochila y metí lo esencial: dinero, documentos falsificados que Giulia me había conseguido por diversión (quién iba a decir que serían útiles), un par de cambios de ropa y un cuchillo.

Sí.

Un cuchillo.

Porque no pensaba volver a ser una víctima.

Cuando terminé, me senté en la cama, con la mochila a mis pies, esperando.

Cada minuto que pasaba hacía que la adrenalina subiera más y más en mis venas.

Hasta que finalmente, un sonido en la ventana me alertó.

Me levanté de un salto y corrí hacia allí.

Dante.

Estaba de vuelta, y no estaba solo.

Llevaba un arma en una mano y un rostro tenso, marcado por la urgencia.

—Cambio de planes —susurró en cuanto me vio—. Nos vamos ahora.

Mi corazón se detuvo.

—¿Qué?

—Matteo Ricci está en camino.

El aire abandonó mis pulmones.

—¿Cómo lo sabes?

Dante miró hacia un lado, como si estuviera asegurándose de que nadie nos escuchaba.

—Porque lo acabo de escuchar hablando con tu padre. Están abajo. Y vienen por ti.

El miedo me golpeó como una ola helada.

Esto era real.

No teníamos más tiempo.

No podía dudar.

Me lancé a la ventana.

Dante extendió una mano y me ayudó a bajar.

La noche estaba fría, el viento agitando mi cabello mientras mis pies tocaban el suelo del jardín.

Dante me sostuvo por un segundo, asegurándose de que estuviera bien.

—Corre —dijo en voz baja.

Y corrimos.

Nos movimos entre las sombras, con Dante guiándome.

Sabía que él conocía esta mansión mejor que nadie. Sabía cada salida, cada ruta de escape.

Nos deslizamos por un pasillo lateral, evitando a los guardias que patrullaban la propiedad.

Los latidos en mis oídos eran ensordecedores.

Dante se detuvo un segundo, levantando una mano para indicarme que esperara.

Contuve la respiración.

Escuché voces a la distancia. Voces que reconocí.

—No quiero más retrasos, Alessandro —la voz de Matteo Ricci sonaba tensa—. Me la llevo esta noche.

Mi estómago se revolvió.

Mi padre respondió, su tono gélido.

—No en mi casa. Pero mañana por la mañana será tu esposa.

La ira se mezcló con el pánico.

Dante me miró.

Y supe que si me quedaba un segundo más, estaría perdida.

Él tomó mi mano.

Y juntos, desaparecimos en la noche.

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