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EL PRECIO DE LA SANGRE

DANTE

La respiración de Valentina era errática, sus labios entreabiertos mientras su pecho subía y bajaba con violencia. Sus ojos, oscuros y dilatados, miraban un punto fijo en el suelo, pero sabía que no veía nada.

El cuerpo del hombre yacía inerte frente a ella, con un charco de sangre expandiéndose bajo su cabeza.

El primer muerto de Valentina Morelli.

Se lo advertí. Le dije que si cruzaba esa línea, no habría vuelta atrás.

—Tenemos que irnos. Ahora.

Mi voz fue firme, sin un atisbo de duda, pero ella no reaccionó.

Tomé su rostro entre mis manos.

—Valentina, escúchame. No tenemos tiempo para esto.

Ella parpadeó, como si mi voz la arrancara de un trance.

—Yo… lo maté.

Su susurro era hueco.

—Sí —admití sin rodeos—. Y si no lo hacías, él te habría matado a ti.

Sus pupilas se movieron de un lado a otro, como si tratara de encontrar sentido en lo que acababa de hacer.

Pero no había sentido en la violencia. Solo supervivencia.

Y ella acababa de convertirse en parte de mi mundo.

Me puse de pie y la jalé conmigo. Su cuerpo estaba tenso, pero no opuso resistencia.

A nuestro alrededor, los últimos disparos resonaban en la noche. Apreté la mandíbula. No podíamos quedarnos más tiempo.

Sujeté la pistola en una mano y su muñeca con la otra mientras nos abríamos paso por los cuerpos caídos.

El hedor a pólvora y sangre se impregnaba en mi piel, pero eso ya no me afectaba.

No sabía si ella alguna vez se acostumbraría.

Cuando finalmente llegamos a la camioneta, la empujé dentro y rodeé el vehículo para subirme al asiento del conductor.

Pisé el acelerador y nos alejamos de la carnicería que dejamos atrás.

Solo cuando la carretera se extendió solitaria frente a nosotros, me permití mirarla de reojo.

Sus dedos temblaban sobre su regazo, su mirada clavada en ellos como si no los reconociera.

Su otra mano seguía aferrada a la pistola.

—Suéltala, Valentina —ordené en voz baja.

Ella no se movió.

Respiré hondo.

Lentamente, extendí la mano y cubrí la suya con la mía.

Ella se sobresaltó, como si mi toque la quemara, pero no apartó la mano cuando tomé el arma y la coloqué en la guantera.

Cuando la solté, ella apartó la mirada, con el ceño fruncido.

No quería verme.

Lo entendía.

—Hiciste lo que tenías que hacer —dije, con la vista fija en la carretera.

—No quiero que me digas que estuvo bien.

Su voz era dura. Afilada.

Apreté los dedos alrededor del volante.

No, no estuvo bien.

Pero en este mundo, lo correcto y lo incorrecto no existen. Solo lo necesario.

Ella no quería escuchar eso.

—Está bien estar jodida por esto —dije al final—. Está bien sentir asco.

Ella dejó escapar una risa sarcástica.

—Qué alivio.

No respondí.

No había nada que pudiera decir para cambiar lo que había hecho.

Seguimos en silencio mientras la noche se deslizaba sobre nosotros.

Cuando llegamos a nuestro escondite temporal, Valentina salió de la camioneta sin decir una palabra.

La seguí con la mirada mientras entraba en la cabaña y se quitaba la chaqueta de cuero que llevaba puesta, dejándola caer al suelo sin cuidado.

Yo cerré la puerta y revisé las ventanas antes de girarme hacia ella.

Estaba de pie en medio de la habitación, con los hombros tensos.

Sabía lo que venía.

La explosión.

Y llegó.

—¡No puedes decirme que estuvo bien! —gritó, girándose hacia mí con los ojos encendidos—. ¡No puedes decirme que no importa!

Apreté la mandíbula.

—No lo estoy diciendo.

—¡Sí lo estás!

Caminó hacia mí, furiosa, con el rostro enrojecido y los puños cerrados.

—¡Mira lo que estoy convirtiéndome!

No bajé la mirada cuando se paró frente a mí, demasiado cerca, respirando con fuerza.

—Eres lo que siempre fuiste, Valentina —murmuré.

Ella negó con la cabeza, con una risa amarga.

—No quiero ser esto.

Mi pecho se contrajo.

—Lo sé.

Por un instante, solo nos miramos.

Entonces ella se movió.

Se lanzó sobre mí, agarrando mi camisa con ambas manos, y antes de que pudiera detenerla, me besó.

Era desesperado.

Roto.

Su boca sabía a rabia y confusión.

Sus dedos se aferraban a mí como si fuera lo único que la mantenía en pie.

Por un segundo, me dejé llevar.

Mi control se rompió, y mi boca respondió con la misma intensidad.

Pero entonces la realidad me golpeó.

No así.

No por desesperación.

Me separé de golpe.

—No.

Ella se quedó inmóvil, con los labios hinchados y la respiración agitada.

—¿Por qué no? —susurró.

Negué con la cabeza, retrocediendo.

—No así.

Su rostro se endureció.

—¿Entonces cómo?

Apreté los puños.

No respondí.

Porque la respuesta que quería darle… no era la que debía decir.

Ella soltó un suspiro y se pasó una mano por el cabello.

La tensión entre nosotros era insoportable.

No podíamos seguir así.

No podíamos seguir huyendo sin un plan.

Inspiré hondo y forcé mi mente a enfocarse en lo que debíamos hacer.

—Necesitamos aliados.

Ella me miró, confundida.

—¿Aliados?

Asentí.

—No podemos seguir escapando. Alessandro Morelli y Matteo Ricci tienen recursos, contactos. No nos dejarán en paz hasta que uno de los dos esté muerto.

Ella tragó saliva.

—¿Y qué sugieres?

Mi voz fue baja.

Firme.

—Que empecemos a pelear de vuelta.

Ella exhaló un suspiro tembloroso.

No le gustaba la idea.

Pero tampoco la rechazó.

Porque en el fondo, ambos sabíamos que esta guerra no se ganaba huyendo.

Se ganaba luchando.

***

Valentina se quedó en silencio después de mi declaración. Su mirada se fijó en mí, buscando algo en mi rostro que le diera respuestas, pero yo me mantuve firme. Sabía lo que estaba pidiéndole. Sabía que significaba cruzar otro umbral del que no podría volver. Pero no había otra opción.

Ella se alejó un paso y se frotó la cara con ambas manos antes de dejarse caer en la silla más cercana.

—¿A quién tienes en mente? —preguntó, su voz más controlada, pero todavía cargada de emoción.

Yo me apoyé en la pared, cruzando los brazos.

—Tengo un par de contactos en Chicago que no estarán felices con lo que Morelli y Ricci están haciendo. Hombres que han tenido sus propios problemas con ellos y que estarían dispuestos a unirse si se les presenta la oportunidad correcta.

Valentina soltó una risa amarga.

—¿Y cómo demonios vamos a convencerlos? ¿Con una presentación de PowerPoint?

Su sarcasmo era un mecanismo de defensa, pero no me molesté en responder con el mismo tono.

—Con la verdad.

Ella frunció el ceño.

—La verdad es que mi padre quiere matarme. Y que tú has traicionado su confianza.

Asentí.

—Y que Ricci es una amenaza para todos.

Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, mirando el techo con expresión cansada.

—¿Cómo es posible que hace un mes estaba planeando mi boda y ahora estoy aquí, huyendo por mi vida?

No respondí.

Porque sabía exactamente cómo.

Había bastado un instante. Una chispa para que todo explotara.

Después de un momento, Valentina enderezó la espalda y me miró con una resolución nueva en los ojos.

—Si vamos a hacer esto, quiero estar preparada.

Su tono no admitía discusión.

—Lo estarás.

La observé con atención. Había algo diferente en su expresión. Ya no era solo miedo o desesperación.

Era determinación.

Ella asintió lentamente, como si su mente finalmente hubiera alcanzado el ritmo de los acontecimientos.

—Pero primero… necesito un baño.

No pude evitar la risa que me salió de la garganta.

Ella me miró con el ceño fruncido.

—¿De qué te ríes?

—De que incluso en medio de una guerra sigas siendo una Morelli.

Ella arqueó una ceja.

—¿Y eso qué significa?

—Que sigues queriendo baños de agua caliente y champú caro.

Ella me lanzó una mirada fulminante antes de levantarse y caminar hacia el pequeño baño de la cabaña.

—Idiota —murmuró antes de cerrar la puerta de un portazo.

Negué con la cabeza, sintiendo una extraña calidez en el pecho.

Incluso en la peor de las situaciones, Valentina seguía siendo Valentina.

Pero sabía que el mundo pronto intentaría cambiarla.

Y no estaba seguro de si podría detenerlo.

Mientras ella se duchaba, yo revisé las armas que teníamos y repasé mentalmente nuestros próximos pasos. Sabía que Alessandro y Ricci no tardarían en dar con nuestra ubicación. Habíamos logrado huir esta vez, pero no podíamos seguir confiando en la suerte.

Cuando Valentina salió del baño, envuelta en una toalla y con el cabello mojado, me obligué a apartar la mirada. No podía permitirme pensar en ella de esa manera.

Ella, sin embargo, no pareció darse cuenta de mi incomodidad.

—Necesito ropa —dijo simplemente.

—Mañana iremos a conseguir lo que necesitemos.

Ella suspiró y se dejó caer en el sofá.

—Dante.

Su tono me hizo mirarla.

—Gracias —susurró.

No pregunté por qué me lo decía.

Solo asentí.

—Duerme. Mañana será un día largo.

Pero mientras ella se acurrucaba en el sofá, con una manta delgada cubriéndola, yo supe que no dormiría esa noche.

Porque el peso de lo que venía era demasiado grande como para ignorarlo.

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