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UN PACTO CON EL DIABLO

DANTE

Confiar en Luca Ferrara era como meter la mano en la boca de un lobo y esperar que no te arrancara los dedos. Pero ya no teníamos opciones.

Estábamos en un almacén abandonado en las afueras de la ciudad, un lugar con el techo de metal oxidado y el olor a aceite viejo impregnando el aire. Valentina, a mi lado, mantenía el rostro impasible, pero yo la conocía demasiado bien. Su cuerpo estaba rígido, su respiración apenas perceptible. El asesinato que había cometido frente a Ferrara la había cambiado. Lo veía en la forma en que sus ojos oscuros evitaban los míos, en la forma en que mantenía la barbilla en alto como si el peso de lo que había hecho no la estuviera aplastando.

Ferrara se reclinó en la silla de madera crujiente frente a nosotros y cruzó las manos sobre su vientre.

—Ahora que hemos aclarado las lealtades —dijo con una sonrisa de tiburón—, hablemos de negocios.

Mis músculos se tensaron. Sabía lo que iba a pedir antes de que siquiera abriera la boca.

—Quiero información sobre Morelli —continuó, directo al grano—. Contactos, rutas de contrabando, lugares donde guarda su dinero. Todo lo que tengas.

Un frío helado recorrió mi columna.

Alessandro Morelli había sido mi jefe durante años. Me había dado un lugar, me había convertido en el hombre que era hoy. Traicionarlo de esta manera era cavar mi propia tumba. Pero si no lo hacía, Valentina no saldría con vida de esta guerra.

Mi silencio fue suficiente para que Ferrara se burlara.

—Vamos, Dante. No me mires así. Sabías que esto era parte del trato.

—Quiero garantías —gruñí, cruzando los brazos—. No venderé a Morelli sin saber que no vas a darnos la espalda cuando más te convenga.

Ferrara soltó una carcajada grave.

—Si te sirve de consuelo, odio a Morelli lo suficiente como para querer verlo arder.

—Eso no me tranquiliza —repliqué con dureza.

Fue Valentina quien habló entonces, con una voz más firme de lo que esperaba.

—Te daremos la información —dijo, sin dudar—, pero a cambio queremos más que solo protección.

Ferrara la miró con curiosidad.

—¿Y qué quiere la princesa de la mafia?

Ella sostuvo su mirada sin titubear.

—Quiero asegurarme de que cuando Morelli y Ricci caigan, nadie más se atreva a ponernos una bala en la cabeza.

Me giré para mirarla. Su expresión era de pura determinación.

Ferrara sonrió como un lobo satisfecho.

—Tienes agallas, princesa. Me gusta.

—No me interesa si te gusto o no —respondió Valentina—. Me interesa sobrevivir.

Ferrara la estudió por un momento, antes de asentir lentamente.

—Bien. Puedo darles eso. Pero recuerden: una vez que entremos en esto juntos, no hay marcha atrás.

Valentina no vaciló.

—Nunca la hubo.

Yo, en cambio, no podía evitar pensar en todas las consecuencias que vendrían con este pacto.

Pero antes de que pudiera responder, el sonido de algo crujiente a lo lejos me puso en alerta.

Mi instinto me gritó que algo no estaba bien.

Giré la cabeza justo cuando uno de los hombres de Ferrara, que estaba apostado en la entrada del almacén, soltó un grito y cayó al suelo con un agujero en la frente.

—¡Emboscada! —gritó otro de los hombres de Ferrara.

Todo se volvió un caos en un segundo.

Valentina reaccionó antes de que pudiera detenerla, tirándose detrás de una pila de cajas mientras sacaba la pistola que le había dado.

Yo desenfundé mi arma justo cuando la primera ráfaga de balas atravesó el aire.

Ferrara maldijo y se lanzó a cubierto.

—¡¿A quién carajos se le ocurrió seguirme hasta aquí?! —gruñó, disparando hacia la entrada.

La respuesta llegó en forma de más disparos.

Hombres vestidos de negro irrumpieron en el almacén con armas automáticas. No eran simples matones. Sabían lo que estaban haciendo.

—¡Son los hombres de Ricci! —gritó uno de los sicarios de Ferrara antes de recibir un disparo en la garganta.

M****a.

Me moví rápido, arrastrándome hacia donde estaba Valentina.

—¡¿Estás bien?!

—¡Sí! —gritó ella, aunque su respiración agitada me decía lo contrario.

El sonido ensordecedor de los disparos retumbaba en mis oídos mientras recargaba mi arma.

Ferrara, a pocos metros de nosotros, disparaba con precisión letal. Su experiencia en combate era evidente.

—¡Dante, tenemos que salir de aquí! —gritó Valentina, agachada tras las cajas.

Miré alrededor. Nos estaban acorralando.

Ferrara me lanzó una mirada rápida.

—¿Aún dudas en unirte a mí? —preguntó con una sonrisa feroz mientras disparaba a dos hombres de Ricci y los abatía sin esfuerzo.

Solté una maldición y le disparé a un tercer atacante que intentaba rodearnos.

—¡Dejen de hablar y salgan con vida primero! —rugí.

Nos movimos en sincronía. Ferrara cubría nuestra salida mientras yo mantenía a Valentina protegida a mi lado.

Un sicario intentó emboscarla, pero ella reaccionó instintivamente, disparando a quemarropa.

El hombre cayó de espaldas, muerto.

Valentina se quedó mirando su cuerpo por un segundo.

—¡Vamos! —le grité, tirando de ella antes de que se congelara.

Corrimos hacia la parte trasera del almacén, donde Ferrara ya estaba empujando una puerta metálica de emergencia.

Los disparos seguían lloviendo detrás de nosotros.

Una bala rozó mi brazo, pero el dolor apenas me registró en la adrenalina del momento.

Ferrara nos guió hasta un auto negro estacionado a pocos metros.

Saltamos dentro y el vehículo rugió al arrancar.

Los hombres de Ricci siguieron disparando, pero nos alejamos antes de que pudieran alcanzarnos.

El silencio en el auto era opresivo.

Valentina estaba con la mirada fija en sus manos manchadas de sangre.

Ferrara conducía con una expresión sombría.

—Bueno —dijo al cabo de un momento—. Ahora es oficial. Ricci y Morelli nos quieren muertos a los tres.

Me pasé una mano por el rostro, agotado.

—Bienvenido a nuestra vida.

Ferrara soltó una risa breve y sin humor.

—Espero que no te arrepientas de nuestro trato, Dante.

Mi mandíbula se tensó mientras miraba de reojo a Valentina.

Ella estaba más pálida de lo normal, pero cuando me miró, sus ojos seguían ardiendo con la misma determinación de antes.

No.

No había vuelta atrás.

Y tampoco arrepentimiento.

***

El rugido del motor resonaba en mis oídos mientras el auto se deslizaba por la carretera desierta, alejándonos del infierno en el que nos habíamos metido.

El silencio era espeso. Pesado.

Ferrara conducía con una calma aterradora, como si no acabáramos de salir de un tiroteo. La única señal de que estaba afectado era la forma en que sus nudillos estaban blancos sobre el volante.

Yo, en cambio, sentía la adrenalina aún burbujeando en mi sangre, haciéndome latir las sienes. Y Valentina…

Valentina tenía la mirada perdida en sus manos manchadas de sangre.

Sus dedos estaban tensos, como si quisiera arrancarse la piel para borrar las marcas de lo que había hecho.

—Vamos a un lugar seguro —dijo Ferrara sin apartar la vista del camino—. Tengo una casa en las colinas, no muy lejos de aquí.

No respondí. Solo la observé a ella.

No se movía. No hablaba.

—Valentina —murmuré, pero no reaccionó.

Puse una mano sobre su rodilla, sintiendo su cuerpo rígido como una tabla.

—Valentina.

Esta vez, sus ojos oscuros se levantaron y me miraron, pero no vi rastro de la arrogante princesa que había desafiado a su padre. Ni de la mujer que, en los últimos días, había comenzado a aceptar su nueva realidad con determinación.

Lo que vi fue el peso de la muerte en su rostro.

—Necesito salir de este auto —dijo en un susurro.

—Falta poco —respondió Ferrara—. Aguanta.

—No —Valentina sacudió la cabeza, y su voz subió de tono, rasposa, casi desesperada—. Ahora.

Su respiración se aceleró, y vi cómo sus dedos se apretaban sobre sus muslos, sus hombros temblando levemente.

M****a. Estaba teniendo una crisis.

—Ferrara —dije con voz firme—. Para el auto.

—¿De qué hablas? No es seguro…

—¡Para el maldito auto!

Ferrara chasqueó la lengua, pero obedeció, desviándose hasta un camino de tierra junto a un grupo de árboles.

El auto apenas se detuvo cuando Valentina abrió la puerta y salió tambaleándose.

Yo fui tras ella.

Caminó unos pasos antes de inclinarse y vomitar.

Me quedé a su lado, sin tocarla, sin decir nada. Sabía que ahora mismo no necesitaba palabras, solo espacio.

Sus hombros subían y bajaban con cada respiración temblorosa mientras intentaba calmarse.

Pasaron minutos antes de que se enderezara, limpiándose la boca con la manga de su chaqueta.

—Estoy bien —susurró, pero su voz no tenía convicción.

No lo estaba.

Vi la sombra en sus ojos, la lucha interna que intentaba ocultar.

Sabía lo que era ese sentimiento.

La primera vez que matas a alguien, hay un vacío que se abre en tu interior. Un peso que nunca desaparece del todo.

—No tienes que fingir —le dije, con voz más suave de lo que esperaba.

Ella soltó una risa amarga.

—Claro que sí.

Negué con la cabeza.

—No conmigo.

Su mirada se clavó en la mía, tensa, llena de emociones que no sabía cómo procesar.

Por un momento, pensé que se derrumbaría. Que gritaría, lloraría o se rendiría al horror de lo que había hecho.

Pero no.

En cambio, hizo algo que no esperaba.

Se acercó a mí.

Demasiado.

Sus manos se aferraron a mi chaqueta, y antes de que pudiera detenerla, sus labios chocaron contra los míos.

Fue un beso desesperado. Crudo.

No había dulzura en él, solo una necesidad salvaje de olvidar. De aferrarse a algo real en medio del caos.

Mis instintos gritaron en respuesta, el deseo explotando como gasolina en llamas.

Durante un instante, me permití perderme en ella.

El calor de su boca, el temblor de su cuerpo contra el mío…

Pero fue solo eso. Un instante.

Con un gruñido bajo, me aparté.

—No así.

Su respiración era errática cuando me miró, sus pupilas dilatadas.

—Dante…

Negué con la cabeza.

—No es por esto por lo que quieres besarme —dije con dureza—. No porque te sientas así.

Ella apretó los dientes y apartó la mirada, su mandíbula tensa.

—Eres un idiota —susurró.

—Lo sé.

Pero no iba a aprovecharme de su estado.

Podía verla desmoronándose por dentro, pero yo no iba a dejar que se hundiera en la oscuridad de esta vida sin luchar.

Respiró hondo y dio un paso atrás.

—Tenemos que irnos.

Asentí.

Ferrara nos observaba desde el auto, con una expresión inescrutable.

—¿Terminamos con el momento dramático? —preguntó con ironía.

—Cállate y conduce —gruñí, subiendo al asiento trasero con Valentina.

Ella no volvió a hablar en todo el camino.

Cuando llegamos a la casa de Ferrara, la noche ya había caído.

Era una villa moderna, alejada de la ciudad y rodeada de árboles altos. Un lugar lo suficientemente seguro para ocultarnos por un tiempo.

Nos recibió un hombre alto y musculoso con una cicatriz en la mejilla.

—Luca —dijo en tono grave—. Pensé que ibas a traer compañía, pero no a todo un maldito problema.

—Qué puedo decir, Leo —respondió Ferrara con una sonrisa burlona—. Me encantan los retos.

El tal Leo nos miró con desconfianza.

—Deberías dejar que se maten entre ellos y quedarte con lo que quede en pie.

—Demasiado fácil —se encogió de hombros Ferrara—. Además, necesito algo de emoción en mi vida.

Leo soltó una risa seca y se giró hacia mí.

—Tú debes ser el guardaespaldas convertido en traidor.

—Llámalo como quieras —respondí fríamente.

—¿Y ella?

Leo fijó sus ojos en Valentina, analizándola con interés.

—La princesa caída —dijo con un tono que no me gustó.

Valentina le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Mejor que caerse es aprender a levantarse.

Leo pareció sorprendido antes de soltar una carcajada.

—Me gusta.

Ferrara sonrió y se volvió hacia mí.

—Tienen habitaciones arriba. Descansen. Mañana hablaremos de los detalles de nuestro trato.

No tenía otra opción más que aceptar.

Tomé a Valentina de la mano y la guié escaleras arriba.

—No necesito que me lleves de la mano —murmuró.

—Lo sé.

Pero tampoco la solté.

Cuando llegamos a la habitación, ella entró sin mirarme.

—Dante.

Su voz me detuvo antes de cerrar la puerta.

Giré la cabeza hacia ella.

—Dime.

Sus ojos estaban llenos de tormentas.

—No me pidas que sienta culpa por lo que hice.

Tragué en seco.

—No lo haré.

—Bien.

Y cerró la puerta en mi cara.

Me quedé de pie en el pasillo, sintiendo que algo irrevocable había cambiado entre nosotros.

El pacto con Ferrara era peligroso.

Pero lo que más me preocupaba… era el pacto silencioso que Valentina acababa de hacer consigo misma.

El pacto de no volver a mirar atrás.

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