PERSEGUIDOS

VALENTINA

El amanecer se filtraba a través de los árboles cuando desperté, sintiendo el peso del mundo sobre mi pecho. El silencio del bosque era engañoso, como si intentara hacernos creer que todo estaba bien. Pero no lo estaba.

Nos habíamos fugado en plena noche, dejando atrás la mansión, mi padre, y con ellos, mi antigua vida. Ahora estábamos escondidos en una cabaña en medio de la nada, con el peligro acechándonos desde las sombras.

Me senté en la cama improvisada que Dante había armado en el suelo y lo observé. Él estaba despierto, limpiando su arma con movimientos precisos, su expresión tensa y concentrada. La luz tenue iluminaba sus facciones marcadas, su mandíbula apretada.

—¿Dormiste algo? —pregunté, con la voz aún ronca por el sueño.

Dante alzó la vista y negó.

—No puedo darme ese lujo.

Suspiré y pasé las manos por mi cara. Había sido una locura escapar así. Pero, ¿qué otra opción teníamos? Quedarme significaba aceptar un matrimonio con un monstruo.

Me levanté y caminé hacia la ventana. El paisaje era hermoso: árboles altos, el sol reflejándose en las hojas húmedas, un río cercano que apenas se escuchaba correr. Todo parecía tan pacífico… y sin embargo, dentro de mí, solo sentía caos.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté, abrazándome a mí misma.

Dante dejó el arma a un lado y se puso de pie. Su presencia llenó la habitación en un instante.

—Vamos a movernos. Este lugar es seguro por ahora, pero no tardarán en encontrarnos.

Mi estómago se revolvió. Sabía que mi padre no se quedaría de brazos cruzados, y Matteo Ricci tampoco.

—¿Tienes un plan?

—Sí —asintió—. Hay alguien en quien confío. Nos ayudará a desaparecer.

Su seguridad me tranquilizaba… hasta cierto punto. No sabía qué sería de mi vida a partir de ahora.

—Valentina —dijo de pronto, su voz más suave.

Lo miré.

—Sé que esto es difícil para ti.

Me mordí el labio y desvié la mirada. Difícil era quedarse corto. Había traicionado a mi padre, abandonado todo lo que conocía, y ahora estaba huyendo como una criminal.

—No pienses demasiado —continuó Dante—. Solo sigue adelante.

Asentí lentamente. No tenía otra opción.

Horas después, salimos de la cabaña y tomamos un auto robado—uno de los muchos contactos de Dante nos había conseguido uno sin placas— y nos dirigimos a un pequeño pueblo a las afueras de la ciudad. Era un lugar tranquilo, con calles de adoquines y casas rústicas, alejado del caos de la mafia.

Cuando bajé del auto, sentí que respiraba por primera vez en mucho tiempo.

Por un instante, me permití imaginar que era una persona normal. Que no había hombres armados buscándonos. Que no había una sentencia de muerte esperándonos si nos atrapaban.

Dante se mantuvo cerca de mí mientras caminábamos por el mercado. Su presencia era imponente, su mirada alerta.

—No te alejes de mí —me advirtió en voz baja.

—Lo sé —respondí, aunque me molestaba que me hablara como si fuera una niña.

Nos detuvimos en una tienda de abarrotes. Dante empezó a recoger provisiones mientras yo observaba a la gente. Un grupo de niños jugaba en la calle, un anciano leía el periódico en un banco.

Por primera vez en mi vida, me pregunté cómo habría sido crecer en un lugar así.

Pero entonces, lo sentí.

Esa sensación de que alguien me estaba observando.

Mi corazón se aceleró. Miré a mi alrededor, tratando de actuar con naturalidad.

Y entonces lo vi.

Un hombre, alto, con chaqueta de cuero, fingiendo mirar un puesto de frutas pero con los ojos clavados en nosotros.

—Dante —susurré, sin apartar la vista del desconocido.

—¿Qué?

—Nos están observando.

Dante no dudó. Dejó lo que tenía en las manos y me agarró del brazo.

—Camina —ordenó, su tono frío como el hielo.

Mi respiración se aceleró, pero hice lo que dijo. Nos dirigimos hacia el auto, pero cuando doblamos la esquina, dos hombres más aparecieron delante de nosotros.

—Mierda —murmuró Dante.

El primer disparo sonó antes de que pudiera reaccionar.

La gente gritó y corrió en todas direcciones. Dante sacó su arma y me empujó detrás de un puesto de madera.

—¡Quédate aquí! —me ordenó.

Los disparos siguieron, rompiendo ventanas y haciendo estallar vidrios en todas partes. Mi cuerpo temblaba, el corazón latiéndome con tanta fuerza que sentía que iba a desmayarme.

Pero no lo hice.

Miré a mi alrededor, buscando algo… cualquier cosa que pudiera usar para ayudar.

Dante estaba en plena pelea, moviéndose con precisión letal.

Pero eran demasiados.

El hombre de la chaqueta de cuero se acercó a él por la espalda con un cuchillo.

No lo pensé.

Agarré una botella de vidrio de un puesto cercano y se la estampé en la cabeza con todas mis fuerzas.

El hombre gruñó y se tambaleó, lo suficiente para que Dante lo rematara con un disparo.

—¡Vamos! —gritó Dante, tomándome de la mano y corriendo hacia el auto.

Saltamos dentro y Dante arrancó a toda velocidad, dejando atrás el caos y los gritos.

Mis manos temblaban. Miré a Dante, que tenía la mandíbula apretada, su expresión endurecida.

—Nos encontraron —susurré.

Dante asintió.

—Ahora sí empieza la cacería.

Me apoyé contra el asiento, sintiendo que el miedo me invadía de nuevo.

No podíamos seguir huyendo para siempre.

Si quería sobrevivir, tenía que aprender a pelear.

***

El auto rugía en la carretera mientras nos alejábamos del pueblo. Mi pecho subía y bajaba con rapidez, aún sintiendo la adrenalina corriendo por mis venas. Acababa de estar en medio de un tiroteo. Acababa de romper una botella en la cabeza de un hombre para salvar a Dante. Mi cuerpo temblaba, pero no sabía si era de miedo o de otra cosa.

Dante conducía con los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Su mandíbula estaba tensa, su mirada clavada en el camino. Su respiración era pesada, como si estuviera conteniéndose de explotar.

—¡Dilo! —le grité, incapaz de soportar el silencio.

—¿Decir qué? —respondió sin mirarme.

—Que fui una idiota, que esto fue culpa mía, que casi nos matan porque no fui lo suficientemente lista para notar antes que nos estaban siguiendo. ¡Vamos, dilo!

Dante apretó la mandíbula con más fuerza, sus dedos aferrándose al volante.

—¿Crees que me interesa regañarte ahora mismo, Valentina? —Su voz era baja, tensa, peligrosa.

—¡Sí, porque siempre lo haces! —le grité, sintiendo la furia mezclándose con la desesperación.

El auto se desvió bruscamente hacia la derecha. Sentí mi cuerpo sacudirse por la inercia cuando Dante giró de golpe y estacionó en un camino de tierra, a un lado de la carretera. Apagó el motor de un golpe y luego se giró hacia mí con el ceño fruncido, su pecho subiendo y bajando por la rabia contenida.

—¿De verdad crees que me importa quién tuvo la culpa? —preguntó, su voz peligrosamente baja—. ¡Nos acaban de emboscar, Valentina! Nos encontraron. Y lo peor de todo… —se pasó una mano por el cabello, frustrado— …lo peor de todo es que tú casi te quedas atrás.

Abrí la boca para responder, pero la cerré. No había nada que pudiera decir. Tenía razón. Si no hubiera reaccionado rápido, si no hubiera golpeado a ese hombre… tal vez Dante no lo habría visto a tiempo. Tal vez no habría salido con vida.

Mi estómago se revolvió.

—No puedo perderte —susurró Dante, desviando la mirada hacia la carretera, su expresión endurecida—. No ahora.

No supe qué decir.

Dante golpeó el volante con el puño y se pasó una mano por el rostro. Parecía exasperado, pero sobre todo, parecía cansado.

—No podemos seguir corriendo como si esto fuera un juego —continuó—. No podemos confiar en nadie.

—¿Y qué sugieres? —pregunté con un nudo en la garganta.

Dante suspiró y se quedó en silencio por unos segundos. Luego me miró fijamente, con esa intensidad que me hacía sentir expuesta.

—Si quieres sobrevivir, tienes que aprender a pelear.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿Qué?

—Escuchaste bien. —Dante encendió el auto de nuevo—. No podemos darnos el lujo de que dependas solo de mí para defenderte. Si quieres salir viva de esto, tienes que aprender.

La idea me aterrorizaba… pero al mismo tiempo, encendió algo dentro de mí.

Ya no era la niña rica que vivía en una jaula de oro.

Era una fugitiva.

Y tenía que aprender a ser una sobreviviente.

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