BAJO ATAQUE

DANTE

El rugido del motor ahogaba el caos detrás de nosotros. Luces de faros parpadeaban en el espejo retrovisor, acercándose demasiado rápido. Demasiado jodidamente rápido.

—Dante… —La voz de Valentina era tensa, entrecortada.

—Lo sé.

Pisoteé el acelerador, sintiendo el coche responder con un rugido agresivo. La carretera de asfalto se volvía un borrón a nuestro alrededor mientras nos alejábamos de la ciudad, dejando atrás la seguridad y adentrándonos en territorio incierto.

Los hombres de Matteo Ricci no tardarían en alcanzarnos. No eran idiotas. Sabían lo que Valentina había hecho. Y ahora venían por ella.

Por nosotros.

Mis nudillos se pusieron blancos alrededor del volante. Maldita sea. Esto no tendría que haber pasado así.

—Dante, no podemos seguir corriendo para siempre.

—No estamos corriendo.

Ella me lanzó una mirada fulminante.

—¿Ah, no? Porque parece exactamente eso.

Ignoré su sarcasmo y giré bruscamente el volante. El coche derrapó en una curva cerrada, dejando marcas en la carretera antes de tomar un camino menos transitado. Árboles oscuros se alzaban a los lados, formando una sombra amenazante bajo la luna.

Si teníamos suerte, podríamos perderlos.

Si no…

Valentina cruzó los brazos, impaciente.

—¿Adónde me llevas?

—A un lugar seguro.

Ella frunció el ceño, claramente sin creerme.

—¿Seguro según quién? Porque si me dices que confíe en ti otra vez sin explicaciones, te juro que…

—Tú vas a confiar en mí —gruñí, mirándola con una intensidad que la hizo callarse de golpe—. Porque si no lo haces, nos matan. Así de simple.

No respondió de inmediato. Pero el miedo en sus ojos me dijo que había entendido el mensaje.

Esta vez no era un simple juego de poder entre nosotros. Esta vez, la jodida muerte nos respiraba en la nuca.

Después de una media hora de conducción silenciosa, la cabaña apareció entre los árboles. No era lujosa, ni siquiera particularmente acogedora. Pero tenía lo que necesitábamos: distancia y discreción.

Aparqué el coche y bajé sin esperar a que Valentina lo hiciera. Me aseguré de que todo estuviera en orden antes de abrir la puerta principal.

—Entra.

Ella lo hizo con pasos vacilantes, observando el lugar con cautela.

—Vaya. Qué acogedor.

Ignoré su comentario y cerré la puerta con llave.

—No es un maldito hotel de cinco estrellas, Valentina. Es un escondite.

—No te preocupes, ya me di cuenta.

Rodé los ojos y me dirigí a la ventana, corriendo la cortina apenas lo suficiente para espiar el camino. Todo parecía tranquilo, pero mi instinto me decía que no tardarían en encontrarnos.

Valentina se dejó caer en el sofá con los brazos cruzados.

—Entonces, ¿qué sigue? ¿Esperamos aquí como dos ratones asustados mientras los Ricci deciden cuándo matarnos?

Me giré para mirarla y sentí que la rabia me subía por la garganta.

—¡Tú nos metiste en esto!

Su expresión se endureció.

—¡Y tú decidiste seguirme el juego!

Mis puños se cerraron.

—¡Porque alguien tiene que salvarte de tu propia jodida estupidez!

—No necesito que me salves.

—¡¿Ah, no?! —Me incliné sobre ella, mi sombra cubriéndola—. Dime, princesa, ¿qué habrías hecho si yo no llegaba al puto club a tiempo? ¿Si Matteo hubiera decidido llevarte lejos de ahí?

Vi un destello de vulnerabilidad cruzar su mirada antes de que pudiera ocultarlo detrás de su terquedad.

—Me habría salvado sola.

Reí sin humor.

—Por supuesto que sí. Porque eres Valentina Morelli, la niña rica que cree que el mundo se dobla a sus caprichos.

Ella se puso de pie bruscamente, su rostro a centímetros del mío.

—Y tú eres Dante Russo, el hombre que finge ser un soldado leal cuando en realidad está tan perdido como yo.

Su proximidad era peligrosa. No solo porque la tensión entre nosotros ardía como pólvora encendida, sino porque parte de mí quería… joder, quería más.

Pero eso no podía pasar.

No con ella.

No ahora.

Respiré hondo, obligándome a apartarme antes de hacer algo estúpido.

—No estás entendiendo la gravedad de esto, Valentina.

—Sí la entiendo.

—No, no la entiendes —mi voz fue más baja esta vez, más áspera—. Si Matteo nos encuentra, no va a darnos advertencias. Nos va a hacer desaparecer.

Ella tragó saliva.

—¿Y qué sugieres?

La miré con seriedad.

—Que hagas lo que te diga. Por una vez en tu vida, deja de desafiarme.

Hubo un largo silencio entre nosotros.

Pero la respuesta de Valentina nunca llegó.

Porque en ese instante, todo se fue al carajo.

BOOM.

La primera explosión sacudió la cabaña, haciendo que el polvo cayera del techo.

—¡Al suelo! —grité, lanzándome sobre Valentina y cubriéndola con mi cuerpo mientras otra ráfaga de disparos rompía la ventana.

M****a. Nos habían encontrado.

Rodé hasta quedar sobre un lado y desenfundé mi arma en el mismo movimiento. Tenía que sacar a Valentina de aquí antes de que nos acorralaran.

—¡Dante! —La desesperación en su voz me hizo girarme.

Un hombre acababa de derribar la puerta y entraba con un rifle en mano.

Disparé primero.

El cuerpo del tipo cayó con un sonido seco, pero otro entró detrás de él.

—¡Corre! —rugí.

Valentina se levantó y se dirigió hacia la cocina, pero un tercer hombre la interceptó. M****a.

No podía llegar a tiempo.

Su mirada se encontró con la mía.

Y entonces, hizo lo impensable.

Agarró el arma del tipo caído en el suelo.

Apuntó.

Y disparó.

El impacto sacudió la habitación.

El hombre que la amenazaba cayó hacia atrás, con la sorpresa aún en su rostro.

Valentina respiró con dificultad, con el arma temblando en sus manos.

Pero no se derrumbó.

Su mirada me encontró de nuevo, intensa y feroz.

Había cruzado una línea.

—¡Dante, tenemos que salir de aquí! —su voz era firme, sin rastro de la duda que había tenido antes.

Asentí con rapidez.

Nos movimos con rapidez, eliminando a los últimos atacantes que intentaban alcanzarnos. Cuando llegamos al coche, pisé el acelerador antes de que pudieran reaccionar.

Las llamas de la cabaña ardían en el espejo retrovisor.

Pero lo único que veía era a Valentina, sentada a mi lado.

Con un arma en su regazo.

Y con una expresión en su rostro que decía que ya no había vuelta atrás.

***

La cabaña ardía detrás de nosotros, iluminando la carretera oscura como una antorcha maldita. Las llamas se reflejaban en los ojos de Valentina, pero ella no dijo nada. No parpadeó. Solo apretó la mandíbula y miró hacia adelante, con los dedos aún temblando sobre el arma en su regazo.

Yo tampoco hablé de inmediato. Todavía tenía la imagen grabada en la cabeza: ella disparando sin dudar. No era la primera vez que veía a alguien quitar una vida, pero sí era la primera vez que la veía a ella hacerlo.

Y aunque la lógica me decía que lo había hecho para salvarse, para salvarnos… una parte de mí no podía evitar preguntarse qué tanto había cambiado en ella en solo unos días.

Pisé el acelerador con más fuerza. Necesitábamos alejarnos lo más rápido posible. Si Matteo había enviado a esos hombres, entonces ya no estábamos huyendo de un ataque. Estábamos en guerra.

El motor rugió con furia, devorando los kilómetros. No había vuelta atrás.

Pero mientras manejaba con los nudillos blancos en el volante, Valentina finalmente rompió el silencio.

—¿Adónde vamos?

Su voz era más ronca de lo normal. Como si no reconociera la nueva versión de sí misma.

Ni yo.

—A un lugar seguro.

—¿Otra cabaña perdida en medio de la nada?

Bufé.

—No. Un sitio que no puedan encontrar tan fácil.

Ella se quedó en silencio un momento, luego miró el arma en sus manos.

—Yo…

Esperé, pero no terminó la frase.

—Dilo.

Ella apretó los labios.

—Yo nunca había…

Matar.

No necesitaba que terminara la frase.

Lo sabía.

Y sin embargo, la forma en la que había apretado el gatillo, sin cerrar los ojos, sin titubear… eso no era de alguien que no estaba lista para el mundo al que pertenecía.

Giré el volante en una curva cerrada y miré de reojo su perfil.

—¿Te arrepientes?

Su garganta se movió cuando tragó saliva.

—No.

Bien. Porque el arrepentimiento no nos salvaría ahora.

—Pero… —exhaló, como si estuviera soltando un peso invisible—. No pensé que sería así.

—Nunca es como piensas.

Ella se pasó una mano por el cabello, despeinándolo más de lo que ya estaba.

—No sé qué significa eso.

—Significa que un disparo no se siente como en las películas. No hay música dramática ni una revelación profunda. Solo lo haces. Y después vives con ello.

Ella me miró, con la intensidad de siempre.

—¿Y tú? ¿Vives con ello?

—Yo no me hago preguntas que no tienen respuesta.

Valentina soltó una risa seca.

—Por supuesto. Porque tú eres el hombre de piedra. El que nunca siente nada.

Apreté la mandíbula.

—Es eso o morir.

Su expresión cambió. Como si finalmente entendiera algo que no había querido aceptar antes.

Que en nuestro mundo, la supervivencia y la moral no siempre iban de la mano.

Y que en ese momento, ella acababa de cruzar esa frontera sin posibilidad de regreso.

Condujimos en silencio hasta la ciudad. Ya no nos perseguían, pero eso no significaba que estuviéramos a salvo. Matteo Ricci sabía que Valentina estaba en su contra. Si creíamos que iba a quedarse de brazos cruzados, éramos unos imbéciles.

Mi destino no era ningún escondite improvisado esta vez. Conocía un lugar. Un viejo contacto que debía favores y que no haría preguntas. En este negocio, las preguntas mataban más rápido que las balas.

Cuando aparqué el coche en un callejón discreto, Valentina frunció el ceño.

—¿Dónde estamos?

—En un sitio donde nadie va a buscarnos.

Ella miró alrededor.

—No me parece muy confiable.

—Ese es el punto.

Bajé del coche sin esperar su respuesta y ella me siguió. La puerta del edificio era de metal, con grafitis cubriendo la mitad de la superficie. Desde afuera, parecía un taller abandonado.

Toqué tres veces, pausé, y luego dos veces más.

Pasaron unos segundos antes de que un cerrojo se corriera y la puerta se abriera apenas lo suficiente para mostrar el rostro de un hombre de unos cuarenta años, con una cicatriz en la mejilla y una mirada cansada.

—Joder, Russo. Pensé que ya estabas muerto.

—Yo también lo pensé algunas veces.

El hombre entrecerró los ojos y luego miró a Valentina.

—¿Quién es la princesa?

—La que te dará más problemas de los que puedes manejar.

Valentina me fulminó con la mirada, pero no dijo nada.

El hombre suspiró y se hizo a un lado.

—Entra antes de que me arrepienta.

Lo hicimos.

El interior del lugar era mejor de lo que parecía. Un loft amplio, con luces tenues y una mesa llena de armas en una esquina. No era un escondite común.

Era un refugio para gente que, como yo, sabía que en este mundo no había redención. Solo sobrevivientes.

El hombre cerró la puerta y nos miró de nuevo.

—¿Me vas a decir qué m****a hiciste esta vez?

Miré a Valentina.

—Ella te lo dirá.

Su sorpresa fue evidente, pero se recuperó rápido.

Se cruzó de brazos y levantó la barbilla.

—Mi padre quiere casarme con Matteo Ricci.

El hombre silbó.

—Bueno, eso sí que es una m****a.

—Descubrí que Matteo está involucrado en tráfico de mujeres.

Un silencio pesado se instaló en la habitación.

—Mierda —susurró él.

—Mataron a varios de sus hombres. Nos están buscando.

El hombre se pasó una mano por la cara.

—Y trajiste todo ese problema a mi puerta.

No era una pregunta.

—Siempre me has dicho que te gusta la adrenalina.

—Me gusta cuando no me cuesta la cabeza.

Valentina dio un paso adelante.

—Si nos ayudas, te compensaré.

Él la miró con curiosidad.

—¿Y qué puedes ofrecerme tú, princesa?

—Aparte de la cabeza de Matteo Ricci en una bandeja, lo que quieras.

Se produjo un silencio cargado.

Y entonces el hombre sonrió.

—Me gusta tu estilo.

Valentina no sonrió de vuelta.

—¿Nos ayudarás?

Él me miró a mí, luego a ella.

—Tengo mis condiciones.

—Dilas.

—Uno, no quiero estar en la mira de Morelli ni de Ricci. Dos, si la cosa se pone fea, yo me largo. Tres… —su mirada se oscureció—. Si esto se convierte en una jodida guerra, quiero estar en el lado ganador.

Valentina no dudó.

—Lo estarás.

Su determinación me impresionó.

El hombre nos estudió un momento más, luego suspiró.

—Bien. Descansen por ahora. Porque si en verdad van contra Ricci, esto recién empieza.

Se dio media vuelta y desapareció por un pasillo.

Cuando quedamos solos, Valentina se dejó caer en un sofá y cerró los ojos por un segundo.

Yo me quedé de pie, observándola. Intentando entender cómo habíamos llegado hasta aquí.

Pero en el fondo, ya lo sabía.

Ella nunca iba a aceptar su destino. Y ahora yo había elegido su bando.

No había marcha atrás.

La guerra había comenzado.

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