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Le di una pequeña sonrisa, pero él no me la devolvió. Simplemente me miró, aún más furioso. Con cuidado, me acerqué, creyendo que, según mi lógica, si lo hacía podría calmarlo.

—te juro que había una cueva justo aquí, Sali de ella, tal vez desapareció, o que se yo, pero no estoy loca, si lo piensas un poco, tal vez es un lugar mágico que cambia de lugar —dije con una sonrisa aún más brillante, intentando romper la tensión. Pero él no parecía nada feliz con mi respuesta.

—Camina, y no hagas ningún ruido —me advirtió, con la voz gélida—. No quiero tener que sacarte la lengua.

Retrocedí un par de pasos, mi mirada vagando de un lado a otro, buscando una salida.

—Si te atreves a huir y te alcanzo, te cortaré las piernas —su amenaza era como un golpe seco, directo, que me congeló.

—No te conozco, y discúlpame, pero pareces un leñador con varios cadáveres a tus espaldas. Honestamente, no quiero ser la siguiente en tu lista, yo no puedo salir de un problema para meterme en otro —le respondí con la mayor sinceridad que pude reunir, aunque mis nervios estaban a punto de traicionarme.

Él ladeó la cabeza, observándome con una intensidad que me hizo sentir vulnerable, y de repente fui consciente de mi desnudez. Instintivamente, me cubrí con las manos, tratando de protegerme de su mirada penetrante. Pero el seguía observándome, parecía ver a través de mí.

—Hablas mucho —dijo con frialdad—. Ahora camina, si no quieres ser la próxima en mi lista— me dijo en tono de amenaza.

Tragué en seco y empecé a moverme. Tal vez, si cooperaba, en algún momento me dejaría ir.

—¿Tu coche está cerca? —le pregunté, tratando de calcular mis posibilidades de escapar. Si había una carretera cerca, quizás podría escapar. En cuanto entremos al coche y este se ponga en marcha, me lanzaría sobre el leñador, abriré la puerta y lo patearía fuera del vehículo. Luego los denunciaría a todos, por secuestro e intento de asesinato.

—No sé de qué hablas. Sigue caminando —ordenó otra vez, su tono seco y molesto.

Avancé con pasos temblorosos, aún cubriéndome con las manos. Él, Thor, alias el leñador asesino en serie, me observaba frustrado, casi irritado.

—Recoge la cabeza, necesito llevarla —me dijo de repente.

Me detuve en seco, mis ojos bien abiertos de incredulidad.

—No, yo eso no lo toco. ¡Es asqueroso! —le dije, señalando la cabeza con un asco que no pude ocultar.

Él se acercó tanto que nuestras respiraciones se mezclaron.

—Por eso mismo la llevarás tú. Ahora, date prisa. No soy conocido por mi paciencia —me advirtió con una calma escalofriante.

Miré la cabeza, luego a él. ¿Cómo había acabado en esta situación?

—Está bien, pero dame tu camisa —exigí, buscando cubrirme de alguna forma.

Él puso los ojos en blanco, claramente irritado, pero se quitó la camisa. Al hacerlo, reveló un torso musculoso, cubierto de tatuajes en formas extrañas que recorrían su piel, delineando cada músculo de su pecho y abdomen.

—Date prisa —gruñó.

Le quité la camisa de la mano y me la puse rápidamente, me quedaba enorme, pero cumplía su función: cubrirme. Observé la cabeza, sintiendo que el estómago me daba vueltas.

—¿No podrías simplemente patearla hasta que lleguemos al coche? —pregunté, intentando ganar algo de tiempo.

—Ya me estoy cansando. No he dormido bien y estoy de mal humor. Si no recoges la cabeza, la tuya le hará compañía —volvió a amenazarme, su tono aún más grave.

El miedo me paralizó, pero mis piernas, actuando por instinto, intentaron huir. Él me atrapó al instante, pegándome a su cuerpo. Su nariz rozaba la mía, sus ojos azules estaban fijos en los míos. Sentí un temblor en mi vientre, y mis manos empezaron a sudar.

Él entrecerró los ojos, y para mi sorpresa, me olfateó. Me quedé inmóvil, sin atreverme a moverme. ¿Qué clase de pervertido era este? Seguramente era de esos que tenía algún fetiche raro.

—Está bien, la recogeré —dije, cediendo ante la presión.

Me soltó, y corrí hacia la cabeza. La levanté con asco, sintiendo cómo mi cuerpo me traicionaba con arcadas. Pero ya no tenía nada más que vomitar. Esa cosa se sentía viscosa entre mis manos, y el líquido color negro me manchaba las manos.

—Camina delante de mí. Si haces algo estúpido, te alcanzaré, y lo que te haré no será nada agradable —me advirtió de nuevo.

Obedecí, caminando con el corazón en la garganta. El miedo me consumía, pero, extrañamente, también me sentía protegida. Quizás ya estaba experimentando el síndrome de Estocolmo. Me detuve por un momento y lo miré. Él me observaba, mientras de repente se ataba el cabello largo. ¿Por qué los hombres se veían tan atractivos haciendo cosas tan simples?

—¿Por qué no estás caminando? —me preguntó con voz cortante.

Me giré hacia adelante y seguí avanzando, respirando profundamente. Parecía que la carretera estaba lejos, y no podía evitar el cansancio. Nunca había hecho tanto ejercicio en mi vida.

—¿Sigo en línea recta o tengo que ir por otro lado? —pregunté, esperando alguna indicación, pero no obtuve respuesta.

Continué caminando, frustrada. Este tipo me estaba exasperando; deseaba que se resbalara y se diera un buen golpe en la cara. Di unos pasos más y frente a mí se alzó una especie de comunidad. Era ridículo, parecía sacado de una serie medieval.

—¡Camina! —gritó, su voz llena de impaciencia.

No me moví. Necesitaba respuestas, y él tenía que dármelas. A lo lejos, se podían ver varias mujeres con vestidos antiguos y niños corriendo por doquier. ¿Qué demonios estaba pasando aquí? Me di la vuelta y lo miré con seriedad.

—¿Dónde estoy? —le pregunté, mi voz temblando con la incredulidad. No podía aceptar que estuviera a ciegas en un lugar tan ridículo.

—Escandinavia —respondió él, casi como si fuera una respuesta trivial.

Mi mandíbula casi se cayó al suelo. Definitivamente, esto no podía ser real. Mi respiración empezó a acelerarse descontroladamente. Estaba sola en un lugar que parecía no existir en el presente, con un tipo que parecía sacado de una película de asesinos en serie, y todo el entorno era horriblemente surrealista.

Dejé caer la cabeza al suelo y empecé a correr, impulsada por el pánico. Necesitaba volver a casa, volver con mi madre. Me limpié las lágrimas mientras corría, ya que estaban nublando mi vista.

Pero de repente, fui derribada. Me di la vuelta y vi al leñador subido sobre mí. Agarró mis manos y las colocó por encima de mi cabeza. Comencé a patalear, intentando liberarme.

—¡Quiero irme de aquí! ¡No quiero estar en este lugar! —lloré, mi voz quebrada por la desesperación.

—No sé de dónde vienes, pero tal vez mi madre pueda ayudarte —dijo él, con un tono sorprendentemente calmado.

Sorbí mi nariz y asentí, aún temblando. Él se bajó de encima de mí y me senté, sintiéndome completamente desorientada.

—Aquí no hay coches, ¿verdad? ¿Sabes qué es un celular? —pregunté, mi voz temblorosa de ansiedad.

Él negó con la cabeza. Mi histeria aumentó al instante. Mis manos temblaban; tenía tantas cosas que había dejado atrás: mis padres, mi carrera, mi dinero.

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