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Corrí sin pensar, atravesando el espejo con una rapidez frenética, hasta que me encontré en un lugar oscuro, distante. El aire era denso, como si una pesada sombra lo impregnara todo, y el silencio lo envolvía todo. Cada paso que daba resonaba con eco en la inmensa oscuridad, y algo, intangible pero presente, me empujaba a seguir adelante, algo que no lograba comprender.

Fue entonces cuando lo vi. Un niño pequeño, encadenado a un pilar de piedra, inmóvil. Su rostro era pálido, y sus ojos, enormes y oscuros, reflejaban una tristeza tan profunda que me atravesó el alma. Su mirada me atrapó, y aunque su tristeza me desbordaba, había algo más en esos ojos, una súplica callada, una chispa de esperanza que aún persistía.

—Ayúdame… —dijo, su voz quebrada, casi inaudible.

No pude resistirme. Algo en su voz, una necesidad urgente, me arrastró hacia él como si fuera un imán. Me acerqué, paso a paso, con el miedo comenzando a escalar por mi espalda, pero incapaz de detenerme. Estaba demasiado ce
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