Unos dedos dotados de talento natural y con el entrenamiento adecuado podían hacer brotar las más bellas formas de la tosca roca o de la informe arcilla. Los dedos de Bea se habían perfeccionado a punta de estudio y experimentación. Y no eran los únicos. Desde hacía unos minutos se había despertado con los dedos de Magnus tanteándole la espalda mientras ella dormía boca abajo.Ya no estaba despierta, pero se quedó quieta, disfrutando de la exploración con tintes de masaje. Su cuerpo era algo nuevo y Magnus lo estaba conociendo.Deslizó él furtivamente la mano bajo la camiseta del pijama y Bea se estremeció en un escalofrío. La enorme mano de Magnus reptaba como una serpiente aterciopelada sobre su columna y le hacía temblar hasta los huesos sólo con su presencia y ligero toque.Bea sonrió, todavía adormilada. Qué gran manera de despertarse era esa. Tenía hambre y no de desayuno.—Buenos días —le dijo Magnus.Él la miraba como si ella fuera el desayuno.—Presiento que hoy será un día g
—No fue un infarto —confirmó el médico del pueblo, que había ido a la casona con premura tras la llamada de Bea.—¡Pero me moría! —aseguró Magnus, convaleciente en la cama.Seguía estando más allá que acá.—Fue una crisis de pánico, nada más. Te recetaré algo que te ayudará de momento, pero sería bueno que visitaras a un especialista. —Le extendió la orden para una interconsulta psiquiátrica.Magnus, con la mano nuevamente enguantada, recibió la orden. En cuanto el médico dejó la habitación, la arrugó y dejó en el velador.—¿Qué pasó, Magnus? Estabas tan bien —dijo la tía Elena. Le acariciaba una mano enguantada.Él miró a Bea, que estaba parada en un rincón.—Debe ser el estrés —supuso Agustina—. Magnus se ha sobre exigido mucho últimamente. Deberías reconsiderar el volver a las empresas, lo primero es la salud, querido.—El trabajo es mi vida, no puedo dejarlo —dijo Magnus, con sus últimas fuerzas.Las tías lo dejaron para que descansara. Él volvió a mirar a Bea. Parecía que se echa
Tan concentrado en sus labores estaba Magnus que no oyó que llamaban a la puerta. Preocupada, Irene entró al despacho y lo vio en el escritorio. Sobresaltado, Magnus se quitó los audífonos y bajó la tapa del notebook rápidamente.—No quise interrumpir tu trabajo, te traje un café —dijo la mujer.Se lo dejó en el escritorio y permaneció allí.—Quiero que hablemos de Bea, Magnus. Ella me contó sobre ustedes.—Cierto. Creo que debí ser yo quien te lo dijera. —Le indicó que se sentara—. Bea me gusta. Me gusta desde hace mucho tiempo.Irene suspiró con evidente pesar.—¿No crees que pueda hacerla feliz?—Ustedes son demasiado diferentes, Magnus. Ella es inquieta, aventurera, nunca se queda en un mismo lugar por mucho tiempo, se aburre rápido de la rutina y tú eres... tú.Las manos de Magnus empezaron a sudar. Se roció un poco de alcohol. —Estamos en proceso de conocernos y de adaptarnos el uno al otro. Yo me estoy esforzando por ser alguien que ella pueda amar y con quiera quedarse.—Lo s
Cuando Bea aceptó el matrimonio por contrato, imaginó que tanto ella como su esposo seguirían cada uno con sus vidas, salvo en contadas ocasiones donde tendrían que fingir ser pareja, como en reuniones sociales o eventos por el estilo, nada insensato dentro de lo insensato que era que dos personas se casaran por voluntad de un tercero. Y eso estaba bien para ella, el dinero lo valía.Luego Magnus y ella empezaron a sentir cosas y supuso que todo sería más sencillo: estaba con el hombre que le gustaba y además recibía un sueldo por ello. ¡El mejor trabajo del mundo!Y ahora, en el umbral de la puerta del departamento donde los dos vivirían solos y del que tendría que hacerse cargo, ese mundo se había derrumbado.—Si hubiera querido ser ama de casa me habría casado antes. Con todo respeto, Magnus, pero tu abuelo era un m4ldito loco.—Dime algo que no sepa.Tres habitaciones, sala y comedor enormes, dos baños, una cocina estrecha y con demasiados cajones y un despacho. Y todo tendría que
El edificio de la filial de empresas Grandón en Obanda era viejo y lúgubre, con grandes arcos en la fachada y pilares con acabados neoclásicos. Entrar en él fue para Magnus como entrar en un mausoleo.Y los muertos se dispusieron en fila india para recibirlo, liderados por su gerente general. —Estamos encantados por su visita, señor Grandón. Lamentamos el fallecimiento de su abuelo... ¿Por qué está vestido así.Ni un cabello, ningún centímetro de piel se asomaba fuera de sus ropas protectoras.—Porque quiero vivir —respondió Magnus. A través de la mascarilla con filtros que usaba se oía como Darth Vader.—Qué simpático —dijo el gerente y lo invitó a recorrer las instalaciones. Detrás de Magnus iba el resto de empleados. Se volvió a verlos varias veces. Ellos se detenían y lo miraban con curiosidad, luego seguían caminando, siempre conservando la distancia.—¿Ellos no tienen algo más que hacer?—Yo estoy muy bien, gracias ¿y usted? —le preguntó el gerente.Daba igual, vivir era más
Bea apagó las velas y recogió la mesa, no sin antes comer un poco de lo que había preparado. Lanzó los preservativos en un cajón y salió. Tardó varios minutos en conseguir transporte. Se prometió recordar traer su moto cuando fuera a las montañas.Nunca antes había ido tantas veces a un hospital como desde que se casara con Magnus.—Hola, mi esposo fue internado hoy —le dijo a la recepcionista.Caminó lentamente por el pasillo siguiendo las instrucciones de la mujer. Tomando el ascensor llegó al tercer piso. El hospital estaba a las afueras de Obanda y era muy silencioso, sin dudas debido a la escasez de pacientes. En su recorrido había visto más enfermeras que enfermos.Y mientras caminaba se preguntaba qué le habría pasado a Magnus. ¿Se habría desmayado al ver una rata? ¿Una crisis de pánico al tocar polvo? Quizás y hasta se había asfixiado con esa horrorosa mascarilla que usaba. Tendría que lidiar con su ansiedad, su paranoia y retrocederían todo lo avanzado. Se cansaba de sólo ima
Magnus seguía mirando su comida con reticencia, sin atreverse a probarla.—¿Cómo mataste a la cucaracha a la que le faltaban patas? ¿La aplastaste? ¿La envenenaste?Morir envenenado era una muerte lenta y dolorosa. Si sobrevivía al almuerzo, le hablaría al gerente para exigirle que no escatimaran en gastos para contratar a los mejores fumigadores, con los venenos más eficientes para darles una muerte rápida e indolora a las pobres criaturas. Qué culpa tenían de ser inmundas. Qué culpa tenía él de estar lisiado.—No hablemos de eso mientras comes, Magnus. Por cierto, no has probado bocado. ¿Ocurre algo?Magnus negó.—Tal vez te acostumbraste a que esas enfermeras te consintieran. —Se acercó a la cama. Con el tenedor cogió un bocado de comida—. Vamos, Magnus, pruébala.Magnus sintió que le bajaba la presión.—Se me quitó el hambre —aseguró. Tenía la frente perlada de sudor.—Pero me esforcé tanto en prepararla. Pruébala por mí.Magnus apartó el tenedor de un manotazo, los tallarines vol
Diez de la mañana, consulta del psicólogo. Magnus lamentó haber dejado marcas en el impecable piso con su silla de ruedas. Era un crimen mancillar tan reluciente superficie, donde incluso podía ver su reflejo en la brillante cerámica.El psicólogo le dio una muy grata primera impresión. Su rostro, perfectamente rasurado, denotaba una calma envidiable. Ningún cabello sobresalía de su peinado ni arrugas había en su camisa. Se sentó frente a Magnus, con su libreta de notas y una pierna sobre la otra. Llevaba pantuflas. Los zapatos estaban en un mueble en la entrada, como el que había en su casa.Sólo el aroma a limpio ya hacía a Magnus sentirse mejor, cuánta razón había tenido Bea sobre la terapia. Distinguía una leve esencia a cloro en los pisos, lavanda más arriba, en los muebles y el inconfundible aroma a amonio cuaternario en el tapete de la puerta. —Cuéntame, Magnus. ¿Por qué has decidido venir a verme?—Fue idea de mi esposa. Tengo algunos hábitos que no son de todo su gusto y que