XLII Eutanasia

Magnus seguía mirando su comida con reticencia, sin atreverse a probarla.

—¿Cómo mataste a la cucaracha a la que le faltaban patas? ¿La aplastaste? ¿La envenenaste?

Morir envenenado era una muerte lenta y dolorosa. Si sobrevivía al almuerzo, le hablaría al gerente para exigirle que no escatimaran en gastos para contratar a los mejores fumigadores, con los venenos más eficientes para darles una muerte rápida e indolora a las pobres criaturas. Qué culpa tenían de ser inmundas. Qué culpa tenía él de estar lisiado.

—No hablemos de eso mientras comes, Magnus. Por cierto, no has probado bocado. ¿Ocurre algo?

Magnus negó.

—Tal vez te acostumbraste a que esas enfermeras te consintieran. —Se acercó a la cama. Con el tenedor cogió un bocado de comida—. Vamos, Magnus, pruébala.

Magnus sintió que le bajaba la presión.

—Se me quitó el hambre —aseguró. Tenía la frente perlada de sudor.

—Pero me esforcé tanto en prepararla. Pruébala por mí.

Magnus apartó el tenedor de un manotazo, los tallarines vol
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