Hoy sería el gran día.—Esto es increíble. Mamá no volverá a decir que eres un vago cuando sepa todo el dinero que estás ganando con tus conciertos.—Para ella seré un vago hasta que me muera, aunque me sepulten en un ataúd de oro.Pese a su creciente fortuna, el estilo de Steve no cambiaba. Las ropas viejas y gastadas eras sus prendas predilectas, aunque la gente se volviera para darle una moneda en la calle.—Stevo, ¿ya terminaste? —preguntó una mujer, asomándose a la oficina donde él y Bea revisaban unos documentos.A Bea los piercings en su cara le recordaron a los de Serafina.—Ya voy, nena. Espérame en el descapotable.La mujer se retiró luego de sonreírle juguetonamente.—Recuérdale que haga las tareas de la escuela entre follada y follada —recalcó Bea.—Envidiosa. Para que lo sepas, está a poco de graduarse de cirujana. Y no seas vulgar. No me esperes despierta.Ella siguió ordenando mucho después de que su padre hubiera partido. Esa habilidad del hombre para no comprometerse
La mente humana era como una caja de sorpresas. A veces uno no tenía idea con qué podía encontrarse hasta que miraba dentro. Otras veces ni eso. Y el contenido podía ser tan resistente como el acero que servía de base para enormes rascacielos o tan frágil como un suspiro que se llevaba el viento. Bea necesitaba saber de cuál extremo estaba más cerca Magnus.Se levantó cuando él todavía dormía y dio un paseo por las instalaciones de la clínica. Aún no amanecía y Bea estaba sentada en un banco del patio, mirando las ventanas de las habitaciones frente a ella. Cada una guardaba un mundo, un pequeño infierno, una prisión.Los enfermeros y enfermeras del turno diurno empezaron a llegar para rotar con los del nocturno. Ellos se irían esperando que la locura no los siguiera a casa, que no se les hubiera impregnado sobre la piel como el sudor frío.La locura tenía aroma, Bea lo había sentido. Olía a medicamentos amargos, a jeringas asépticas y a saliva rancia. Esa mezcla flotaba por los pasil
Agustina no dejaba de reír.—¡Hay que ver el buen sentido del humor que tenía papá! Y nosotros preocupándonos. Una vez que Magnus y Bea firmen el divorcio todo volverá a ser como al principio y aquí no ha pasado nada. ¡Es grandioso! Iré a preparar mis maletas.Uno a uno todos fueron saliendo del comedor, sólo Bea y Magnus permanecieron en sus puestos."Él ya se había hecho a la idea de perder la herencia", recordaba ella. "Esto no cambia nada". "Es la prueba final", pensaba él. "¿El amor o el dinero?" Tal vez, todas las absurdamente sádicas cláusulas del abuelo perseguían aquel propósito. No se podía tenerlo todo en la vida y había llegado el momento de escoger lo más valioso.Y al final, el amor debía triunfar.—Divorciémonos —dijo Bea de pronto—. No hacerlo echará todos nuestros esfuerzos por la borda. Hagámoslo. Terminemos con esto y seamos libres.Magnus la miró con curiosidad. ¿Sería una prueba también? ¿Esperaría Bea que él se negara y le dijera que la prefería a ella antes que
La primera en llegar a la casa de Bea y Magnus fue Irene. Ya no trabajaba para los Grandón, al menos desde que recibiera su parte de la herencia. Álvaro también se había acordado de ella y había sido generoso. Y con los consejos de Magnus, las utilidades de sus inversiones la libraron de volver a trabajar en su vida. Separada y con una hija ya independiente, por primera vez podía dedicarse a pensar en ella misma y vivir para ella misma.—Espero que a tu padre no se le ocurra aparecer con alguna chiquilla maleducada. Esta cena es familiar.—Creo que lleva un buen tiempo sin salir con nadie. Aunque tú debes saberlo mejor. Después de todo, hacen negocios juntos.Los consejos de Magnus habían estado influenciados por los secretos deseos de Bea de juntar a sus padres.—Sí... Da igual. Lo que haga con su vida privada no es asunto mío —aseguró Irene, mirando su reflejo en el ventanal.Cada día parecía más joven. Había que ver lo bien que hacía la buena vida.La gran cantidad de invitados requ
En un día que parecía digno del más crudo invierno, la mano enguantada de Magnus Grandón aferró con fuerza el mango del paraguas y observó, complacido, que ninguna gota de lluvia le había mojado la ropa. En una ciudad con tanta contaminación ambiental como en la que vivía, la lluvia no debía ser muy diferente al agua de las cloacas: sucia, ácida, asquerosa. Se sacudió en un escalofrío y se encogió, para seguir bien protegido bajo el paraguas.A su lado, una de sus tías tenía salpicado el hombro y parte del brazo. Pobre mujer, ya nada se podía hacer por ella. En la otra mano, Magnus cargaba un ramo de flores, cubiertas en su totalidad por papel celofán. Parecían plastificadas. —Padre nuestro, recibe a tu lado el alma de Álvaro Grandón, patriarca de la familia, amado padre y abuelo, que ha partido dejando un gran vacío en todos quienes lo amaban —decía el sacerdote, con voz solemne y profunda. Magnus, con hipnótica expresión, miraba las gotas de lluvia resbalar por la brillante cubie
—Esto debe ser una broma —decía Agustina, abanicándose el rostro con su sombrero.Era la hija mayor de Álvaro Grandón, una mujer rubia, que bordeaba los cincuenta. Divorciada tres veces, desempleada, con un hijo de treinta años, también desempleado. Se dedicaba a viajar y a darse lujos de todo tipo con su parte de las ganancias de la empresa familiar. Y se abanicaba como si no hubiera un mañana. La lectura del testamento no se llevaría a cabo en el despacho de un abogado como Dios y la razón mandaban, eso hubiese sido demasiado corriente para el abuelo, mucho menos en alguna de las decenas de oficinas, cómodas y ventiladas, que había en las empresas Grandón, eso hubiese sido demasiado predecible para el excéntrico hombre. El abuelo, en su infinita benevolencia, los había citado en la playa, en un puesto donde vendían hot dogs, tacos y frituras varias. Allí estaban ellos, los sobrevivientes de la familia Grandón, vestidos completamente de negro y enfundados en abrigos bajo un sol abr
Luego de la fatídica y desquiciada cláusula, muy propia de una mente enferma como la de su abuelo, Magnus se cuestionaba la real utilidad de la riqueza y los pro y contra de ser pobre. Sus tías lo ayudaban.—No podrás usar la ropa costosa y bella que tanto te gusta —le decía la tía Agustina, conocida adicta a las compras—. Y las telas sintéticas baratas te causan sarpullido, imagina lo que le pasará a tu suave piel.Magnus se removió, admirando la bella textura de su camisa. Ni hablar de la ropa interior, él no usaba nada que no fuera cien por ciento algodón.—Conseguiré otro trabajo. De todos modos no tengo muchos gastos, destinaré lo necesario para la ropa. —¿Y el auto? Te quedarás sin auto, Magnus —agregó Agustina. —Ahorraré para comprar otro. —Y mientras tanto tendrás que usar el transporte público. Imagina todas esas personas, sudorosas, húmedas, malolientes, ruidosas y apretadas, frotándose contra tu cuerpo. No podrás soportarlo. El olor a pobre es tan triste, querido. Él no
—¿Cuántas veces a la semana te bañas? —preguntó Magnus, con su expresión de ejecutivo de alto nivel, muy profesional y con varios grados académicos a cuesta.Él y Agustina estaban en la ciudad. Llevaban dos horas en una sala de reuniones de empresas Grandón, entrevistando a las candidatas que habían sido citadas para el puesto de esposa. Sí, Magnus había fracasado en impugnar el testamento, pese a la contundente evidencia de la locura de su abuelo. Al parecer, al juez poco le importaban los traumas familiares, las peculiares decisiones del hombre en los negocios o los cuestionables métodos de crianza para con sus hijos y nietos. No conocía el hombre los derechos humanos ni la diferencia entre educación y tortura.—Es una pena la partida de Álvaro. Él era toda una leyenda en el campo de golf. El equipo judicial lo extrañará —había dicho el magistrado, antes de firmar la sentencia donde rechazaba su petición. ¡Y se había tardado tres semanas en dictar tal veredicto! Con sólo una sema