—Esto debe ser una broma —decía Agustina, abanicándose el rostro con su sombrero.
Era la hija mayor de Álvaro Grandón, una mujer rubia, que bordeaba los cincuenta. Divorciada tres veces, desempleada, con un hijo de treinta años, también desempleado. Se dedicaba a viajar y a darse lujos de todo tipo con su parte de las ganancias de la empresa familiar. Y se abanicaba como si no hubiera un mañana.La lectura del testamento no se llevaría a cabo en el despacho de un abogado como Dios y la razón mandaban, eso hubiese sido demasiado corriente para el abuelo, mucho menos en alguna de las decenas de oficinas, cómodas y ventiladas, que había en las empresas Grandón, eso hubiese sido demasiado predecible para el excéntrico hombre.El abuelo, en su infinita benevolencia, los había citado en la playa, en un puesto donde vendían hot dogs, tacos y frituras varias. Allí estaban ellos, los sobrevivientes de la familia Grandón, vestidos completamente de negro y enfundados en abrigos bajo un sol abrasador.El garzón llegó con una bandeja. Les sirvió hot dogs a todos y unas jarras de cerveza que nadie pidió. La tía Elena se apresuró a coger una y se bebió más de la mitad de un sorbo antes de notar el modo en que la veían los demás. Tenía ella poco más de cuarenta años, era la hija menor. Había estudiado varias carreras, pero no había acabado ninguna. Sus intereses eran muy diversos y efímeros. Desde la muerte de su hermano, ella se había hecho cargo de la crianza de su sobrino, él era su principal preocupación, aunque ya fuera un hombre de veintisiete años.De mirada indescifrable, pulcro cabello negro, rostro perfectamente afeitado, Magnus se mantenía estático. Apenas y respiraba. Sólo las gotas de sudor que perlaban su frente delataban que seguía vivo.—¡Esto debe ser una broma!—volvió a repetir la tía Agustina.El abogado, que vestía un atuendo veraniego muy propio del capitán de un barco, dio inicio a la lectura del documento. Tenía una sonrisa de oreja a oreja, nada adecuada para honrar la memoria de un difunto que apenas se enfriaba en su tumba.Como todos esperaban, las empresas quedarían a cargo de Magnus, que tan buen trabajo venía haciendo desde que asumiera el mando hace unos años. Era el más responsable de la familia, el más eficiente, el más abnegado, el único que trabajaba.—"Las propiedades de la capital serán de mi hija Elena, las de la costa, de Agustina, los autos"... —El abogado fue mencionando todas las posesiones del abuelo, que eran muchas.Magnus suspiró, deseoso de quitarse el abrigo. Estaba derritiéndose. Y lo peor era que se había puesto mucha ropa debajo para minimizar el tacto si es que lo abrazaban en el funeral. Estaba a medio sofocar, pero se aguantaba. No quería la brisa salada sobre su piel, menos oler a pescado.—¿Y el yate? —preguntó Agustina—. Si me quedaré con las propiedades de la costa, el yate será mío también ¿No?El abogado tosió, acomodándose la gorra de capitán de yate. Prosiguió con la lectura.—"Para que todo lo anterior se lleve a cabo, he dispuesto de una serie de cláusulas que serán enunciadas secuencialmente en el plazo de un año. La primera será revelada hoy: Desde este momento, tendrán tres días para mudarse a la mansión en las montañas. Allí vivirán hasta que se cumplan todas las cláusulas".Qué apetecible se le hacía el frío de las montañas a Elena, que tenía las mejillas sonrojadas y nada con qué abanicarse. Viendo que Magnus no se animaba a tomarse su cerveza, disimuladamente cogió la jarra y la cambió por la suya, ya vacía.—Soy dueña de las propiedades de la costa, ¿para qué me iría a las montañas? No tiene sentido —reclamaba Agustina.El abogado guardó los documentos en su maletín y se puso de pie.—En tres días los veré en las montañas. Si no están allí instalados para continuar la lectura del testamento, todas las posesiones de Álvaro serán repartidas a fundaciones de caridad. Nos vemos.Lo vieron avanzar por la playa hasta el muelle. Allí abordó el yate del abuelo y zarpó, dando un grito de júbilo. 〜✿〜—¿Hablas en serio? Es muy lejos, no voy a verte nunca.—Lo arreglaremos. Te enviaré dinero para que vayas a verme. No tengo opción, hija. Si mis patrones se van a las montañas, no me queda más que irme con ellos. Además, el joven Magnus no come nada que yo no cocine.Beatriz suspiró del otro lado del teléfono. En sus veinte años, había tenido que compartir a su madre con los Grandón durante toda su vida, quedándose con las migajas de su tiempo. Y ahora se la llevarían lejos. Ya sería ella una artista famosa, para darle una mejor vida a su madre y tenerla más tiempo a su lado.—No me envíes tu dinero, madre. Yo me las arreglaré para ir a verte.—Hablamos luego, querida. Tengo que seguir con la mudanza —dijo Irene, la ama de llaves.La mujer colgó y siguió guardando cosas en las cajas, ayudada de las dos muchachas que también servían a la familia. Cuatro horas después, fueron ellas las primeras en llegar a la mansión en las montañas, una antigua casona en el valle, con otra propiedad en lo alto, donde estaba la nieve. Había un pueblito más abajo, que conectaba con la carretera, era la urbe más cercana.Cuando la mansión estuvo limpia y sin aroma a polvo, humedad y abandono, los miembros de la familia llegaron. Magnus tendría una habitación en el tercer piso, las tías en el segundo, junto al hijo de Agustina, que estaba de viaje, pero que debería llegar tarde o temprano, cuando se le acabara el dinero que su madre le daba y que Magnus ganaba para todos.—Estaremos aislados, enloqueceremos y nos mataremos los unos a los otros —decía Agustina, mirando con espanto desde una ventana del segundo piso.Ni una casa cercana, ni ruidos de autos, ni gente, nada. Sólo pastizales que parecían eternos y detrás, la montaña, imponente y terrorífica.—No hables así, hermana. Estaremos bien, papá tenía un sentido del humor especial, lo sabes.Humor, por supuesto. Magnus era el que más se reía. Usando guantes y mascarilla entró a la casa. Sólo se quitó los implementos protectores tras una exhaustiva inspección de hasta el último rincón, de todos los baños y debajo de todos los muebles.—Mi Irene nunca me decepciona —dijo, apoyándole la mano enguantada en el hombro al ama de llaves.Qué dicha sintió ella, que lo conocía desde que el joven naciera y que había sido como una tercera madre para él. Ese sutil gesto valía por un abrazo y hasta un beso si de una persona común se tratara.—Todo estará bien, joven Magnus. Es sólo otra casa, nada más. Ya podremos volver a la suya —dijo, con una tranquilizadora sonrisa.—Eso deseo, pero conociendo al cretino del abuelo, nada bueno espero de él.Los tres días pasaron y fueron eternos. No habían sido tres días, sino tres años. El abogado llegó puntualmente y con la misma sonrisa de antes. Sacó un documento de su bolso y se dispuso a leerlo.Los ojos de Magnus, rodeados de negras ojeras, no se despegaban del enorme reloj de oro que lucía el hombre, tan brillante que le hería los ojos.—Bien, ya cumplimos con los tres días —dijo Agustina—, ya disfrutamos del aire puro de las montañas, de lo maravillosa que es la vida lejos de la tecnología y la importancia de compartir en familia ¿Ya podemos irnos?—No. Ahora leeré la segunda cláusula: "Espero que estén disfrutado de su estadía en esta casa"...—Claro, claro —interrumpió Agustina—, es lo que yo decía.Elena le indicó con el dedo que guardara silencio.—"Esta hermosa casa la construí con mis propias manos"...Eso era una descomunal mentira, el padre de Magnus había contratado al mismo equipo de construcción para que hicieran la suya.—"La construí para mi amada esposa, tal y como ella la imaginaba"...—¡Qué romántico! —dijo Elena—. Este era su nido de amor.Por supuesto, y el abuelo tenía mucho amor para dar. Era una sorpresa que sus amantes no se hubieran aparecido en el funeral. De seguro eran tan viejas como él y ya estaban bien muertas, pensaba Magnus.—"Aquí viví una maravillosa historia de amor, digna de un cuento de hadas y le deseo lo mismo a mi heredero"...Un escalofrío le recorrió a Magnus el espinazo. Se sacudió, negándose a siquiera intentar adivinar lo que el monstruoso hombre le tenía planeado.—"Es por eso que aquí se llevará a cabo la boda de Magnus"...Una frenética risotada interrumpió al abogado. Magnus reía. Era una risa funesta y desesperada, llena de locura. ¿Magnus casarse? El abuelo moriría esperando a que eso ocurriera. Espera, ya estaba muerto. Se moriría de nuevo entonces.—Magnus, querido, cálmate —pidió la tía Elena.Temía que a su sobrino le diera una crisis nerviosa. Había estado bajo tanto estrés los últimos tres días.—Maravilloso. Volveremos aquí cuando Magnus tenga una novia ¿Ya podemos irnos? —volvió a preguntar Agustina.—No. "Sé que Magnus es algo tímido y puede que también algo retrasado para algunas cosas, así que le daré un incentivo para que se esmere en hallar una esposa. Si Magnus no se compromete en el plazo de un mes, todas mis posesiones serán repartidas entre las fundaciones que se detallan a continuación"...—Eso es sólo para las posesiones de Magnus ¿No? Mis propiedades en la costa no se verán afectadas —preguntó Agustina.—Esto afecta a todo el patrimonio de Álvaro. Si Magnus no consigue una novia en los próximos treinta días, se quedarán en la calle y sólo con lo que llevan puesto.Luego de la fatídica y desquiciada cláusula, muy propia de una mente enferma como la de su abuelo, Magnus se cuestionaba la real utilidad de la riqueza y los pro y contra de ser pobre. Sus tías lo ayudaban.—No podrás usar la ropa costosa y bella que tanto te gusta —le decía la tía Agustina, conocida adicta a las compras—. Y las telas sintéticas baratas te causan sarpullido, imagina lo que le pasará a tu suave piel.Magnus se removió, admirando la bella textura de su camisa. Ni hablar de la ropa interior, él no usaba nada que no fuera cien por ciento algodón.—Conseguiré otro trabajo. De todos modos no tengo muchos gastos, destinaré lo necesario para la ropa. —¿Y el auto? Te quedarás sin auto, Magnus —agregó Agustina. —Ahorraré para comprar otro. —Y mientras tanto tendrás que usar el transporte público. Imagina todas esas personas, sudorosas, húmedas, malolientes, ruidosas y apretadas, frotándose contra tu cuerpo. No podrás soportarlo. El olor a pobre es tan triste, querido. Él no
—¿Cuántas veces a la semana te bañas? —preguntó Magnus, con su expresión de ejecutivo de alto nivel, muy profesional y con varios grados académicos a cuesta.Él y Agustina estaban en la ciudad. Llevaban dos horas en una sala de reuniones de empresas Grandón, entrevistando a las candidatas que habían sido citadas para el puesto de esposa. Sí, Magnus había fracasado en impugnar el testamento, pese a la contundente evidencia de la locura de su abuelo. Al parecer, al juez poco le importaban los traumas familiares, las peculiares decisiones del hombre en los negocios o los cuestionables métodos de crianza para con sus hijos y nietos. No conocía el hombre los derechos humanos ni la diferencia entre educación y tortura.—Es una pena la partida de Álvaro. Él era toda una leyenda en el campo de golf. El equipo judicial lo extrañará —había dicho el magistrado, antes de firmar la sentencia donde rechazaba su petición. ¡Y se había tardado tres semanas en dictar tal veredicto! Con sólo una sema
—¿Por qué tenemos que regresar? Yo quiero quedarme más tiempo —decía Lucía—. Mi piel no se ha bronceado lo suficiente.Disfrutaba ella del último atardecer en un paraíso tropical en Tailandia. Extendida bajo el sol, sin ninguna otra preocupación que no fuera que su vaso siguiera lleno, esa era vida, la vida que ella se merecía.—Mi abuelo murió, tengo que volver. No seas insensible, por favor.—Ale, ¿me vas a llevar a un funeral? No me gustan los funerales.—El funeral ya fue, debo ir a reclamar mi herencia —dijo él, sonriendo—. Estás contemplando al futuro dueño de empresas Grandón. —¡Ay, amor! Estoy tan orgullosa de ti. Siempre supe que llegarías muy lejos. Cuando quedaban tres días para el cumplimiento de la cláusula del compromiso matrimonial, Alejandro Rodríguez Grandón, único hijo de Agustina, regresaba luego de meses de viajar por el mundo gracias a la suculenta mesada que recibía por ser miembro de la familia. —¡¿Por qué el abuelo no me dejó la empresa a mí?! Soy mayor que
En la vida había días malos, muy malos y los peores. Beatriz Valdés estaba pensando en agregar una categoría más. Muy temprano en la mañana le habían informado que la beca con la que estudiaba Artes en la universidad se había terminado. La fundación que se la había dado se declaraba en la quiebra y no había dinero. "No importa", dijo ella, con una optimista sonrisa. En su tiempo libre trabajaba en un taller de cerámicas. Ella quería ser escultora y, además del dinero, ganaba una valiosa experiencia. Sin la beca, tendría que hacer horas extra, incluso trabajar como repartidora de los productos que fabricaban. Tenía una motocicleta y cobraría más barato que la actual empresa que usaban. Era ganancia para todos, su jefe no podría negarse.Sin embargo, cuando llegó a su trabajo, halló un espacio vacío, como si hubieran borrado el taller del paisaje. Lo poco que quedaba de su fuente laboral y único sustento era un montón de escombros, negros y humeantes. "Alguien usó una extensión eléctr
En la mesa de la cocina, Beatriz miraba los últimos billetes que le quedaban. Habían acabado en la lavadora junto a toda su ropa, envilecida por el excremento y su pestilencia. Eran de un papel de consistencia algo plástica y no se habían deshecho, pero el retrato del hombre en traje militar en ellos se había estropeado. Entre las manchas de tinta corrida, Beatriz lo veía gritar con una mueca de espanto, igual como deseaba hacerlo ella.—¿Casarme? —preguntó por tercera vez—. ¿Magnus quiere casarse conmigo?Estaba algo azorada y sentía las mejillas arder por tan repentina propuesta.—No, hija. Bueno, tal vez, pero de mentiritas. Elena puede explicártelo mejor.Elena se lo explicó una vez más. No recordaba que la muchacha fuera tan lenta, debía ser por la zambullida en estiércol.—¿Y eso no sería como venderme?—No, querida, claro que no —aseguró Elena—. Todo será actuado.—Como en las películas, Bea o en el teatro. ¿Recuerdas lo mucho que te gustaba actuar en la escuela? Hasta querías
—¡Bea, ayúdame a poner la mesa! —gritaba Irene.Era pleno verano, su hija estaba de vacaciones en la escuela y se quedaba con ella en casa los fines de semana, el resto del tiempo se iba con el pendenciero del padre, así había sido desde su separación.Beatriz seguía pegada a la ventana, admirando el paisaje, con la cabeza en las nubes. Debía ser la adolescencia.—Luego del almuerzo le preguntaré a don Álvaro si puedes usar la piscina, pero ahora ayúdame.Era una niña después de todo y se aburría viéndola trabajar. Como el padre era un vago y no trabajaba, con él no se aburría, por eso prefería vivir con él en esa diminuta casa rodante. No quería que terminara siendo una vaga igual que él. —¡Bea! ¡¿Me vas a ayudar?!—Sí... ya voy... —con pesar miró por última vez lo que tanto captaba su atención.En el jardín, disfrutando del verano, estaba Ale, que bronceaba su perfecto cuerpo al sol. No llevaba camiseta. Hasta ahora, al único que había visto sin camiseta era a su padre y ciertament
La primera vez que Bea sintió algo parecido a las mariposas en el estómago fue a los trece años. Don Álvaro Grandón, el jefe de su madre, la había autorizado para usar la piscina una tarde de verano.Como no tenía traje de baño, se sentó en la orilla y sumergió sólo las piernas.—Hola, Bea. Ven a nadar conmigo.Ale avanzaba por entre las aguas turquesas, con la agilidad del mejor nadador. A ojos de Bea, su imagen era tan fascinante como ver una sirena.—No sé nadar —dijo, completamente consciente de que era una mentira.Mentía descaradamente y con intenciones oscuras. Ella era una experta nadadora, su padre le había enseñado el verano pasado. Se sintió sucia y la única manera de limpiar su alma pecadora era zambullirse en la piscina con Ale.Se pasaría toda la tarde ocultando sus habilidades natatorias para aprender las lecciones que el muchacho se ofrecería a darle. Lo estaba viendo como una película en su cabeza, tan buena para fraguar las mejores fantasías."Acepto", estaba lista p
Magnus se levantó de un brinco, su silla cayó de espaldas. El horror en su rostro era el reflejo de la agitación interna, del pavor que le cortaba el aliento. Los flashbacks le llegaron en forma de cadáveres. Durante sus oscuras jornadas de reflexión obligada en el sótano al que lo lanzaba el abuelo, Magnus había hurgado, buscando una vía de escape y había llegado al infierno. O a lo más parecido que conociera.Él observaba a las ratas que pululaban en la oscuridad y se escurrían por entre sus pies. Ellas debían entrar por algún lugar y se empeñó en descubrirlo. Reptó por debajo de un mueble empotrado en el muro y llegó a un sótano secundario, donde el aire espeso le humedeció los pulmones. Era aire viejo y rancio, acumulado allí como el polvo. Las trampillas que permitían que entrara algo de luz no eran suficiente para una óptima ventilación. Él se concentró en las ratas y la que seguía era lenta y torpe, una fortuna para él. Se metió debajo de una mesa y hasta allá fue, empeñado en