Y aquí nos despedimos. Espero que hayan disfrutado de este viaje por el miedo y el amor. Pronto empezaré a publicar una nueva historia, espero que me acompañen también en ella.
En un día que parecía digno del más crudo invierno, la mano enguantada de Magnus Grandón aferró con fuerza el mango del paraguas y observó, complacido, que ninguna gota de lluvia le había mojado la ropa. En una ciudad con tanta contaminación ambiental como en la que vivía, la lluvia no debía ser muy diferente al agua de las cloacas: sucia, ácida, asquerosa. Se sacudió en un escalofrío y se encogió, para seguir bien protegido bajo el paraguas.A su lado, una de sus tías tenía salpicado el hombro y parte del brazo. Pobre mujer, ya nada se podía hacer por ella. En la otra mano, Magnus cargaba un ramo de flores, cubiertas en su totalidad por papel celofán. Parecían plastificadas. —Padre nuestro, recibe a tu lado el alma de Álvaro Grandón, patriarca de la familia, amado padre y abuelo, que ha partido dejando un gran vacío en todos quienes lo amaban —decía el sacerdote, con voz solemne y profunda. Magnus, con hipnótica expresión, miraba las gotas de lluvia resbalar por la brillante cubie
—Esto debe ser una broma —decía Agustina, abanicándose el rostro con su sombrero.Era la hija mayor de Álvaro Grandón, una mujer rubia, que bordeaba los cincuenta. Divorciada tres veces, desempleada, con un hijo de treinta años, también desempleado. Se dedicaba a viajar y a darse lujos de todo tipo con su parte de las ganancias de la empresa familiar. Y se abanicaba como si no hubiera un mañana. La lectura del testamento no se llevaría a cabo en el despacho de un abogado como Dios y la razón mandaban, eso hubiese sido demasiado corriente para el abuelo, mucho menos en alguna de las decenas de oficinas, cómodas y ventiladas, que había en las empresas Grandón, eso hubiese sido demasiado predecible para el excéntrico hombre. El abuelo, en su infinita benevolencia, los había citado en la playa, en un puesto donde vendían hot dogs, tacos y frituras varias. Allí estaban ellos, los sobrevivientes de la familia Grandón, vestidos completamente de negro y enfundados en abrigos bajo un sol abr
Luego de la fatídica y desquiciada cláusula, muy propia de una mente enferma como la de su abuelo, Magnus se cuestionaba la real utilidad de la riqueza y los pro y contra de ser pobre. Sus tías lo ayudaban.—No podrás usar la ropa costosa y bella que tanto te gusta —le decía la tía Agustina, conocida adicta a las compras—. Y las telas sintéticas baratas te causan sarpullido, imagina lo que le pasará a tu suave piel.Magnus se removió, admirando la bella textura de su camisa. Ni hablar de la ropa interior, él no usaba nada que no fuera cien por ciento algodón.—Conseguiré otro trabajo. De todos modos no tengo muchos gastos, destinaré lo necesario para la ropa. —¿Y el auto? Te quedarás sin auto, Magnus —agregó Agustina. —Ahorraré para comprar otro. —Y mientras tanto tendrás que usar el transporte público. Imagina todas esas personas, sudorosas, húmedas, malolientes, ruidosas y apretadas, frotándose contra tu cuerpo. No podrás soportarlo. El olor a pobre es tan triste, querido. Él no
—¿Cuántas veces a la semana te bañas? —preguntó Magnus, con su expresión de ejecutivo de alto nivel, muy profesional y con varios grados académicos a cuesta.Él y Agustina estaban en la ciudad. Llevaban dos horas en una sala de reuniones de empresas Grandón, entrevistando a las candidatas que habían sido citadas para el puesto de esposa. Sí, Magnus había fracasado en impugnar el testamento, pese a la contundente evidencia de la locura de su abuelo. Al parecer, al juez poco le importaban los traumas familiares, las peculiares decisiones del hombre en los negocios o los cuestionables métodos de crianza para con sus hijos y nietos. No conocía el hombre los derechos humanos ni la diferencia entre educación y tortura.—Es una pena la partida de Álvaro. Él era toda una leyenda en el campo de golf. El equipo judicial lo extrañará —había dicho el magistrado, antes de firmar la sentencia donde rechazaba su petición. ¡Y se había tardado tres semanas en dictar tal veredicto! Con sólo una sema
—¿Por qué tenemos que regresar? Yo quiero quedarme más tiempo —decía Lucía—. Mi piel no se ha bronceado lo suficiente.Disfrutaba ella del último atardecer en un paraíso tropical en Tailandia. Extendida bajo el sol, sin ninguna otra preocupación que no fuera que su vaso siguiera lleno, esa era vida, la vida que ella se merecía.—Mi abuelo murió, tengo que volver. No seas insensible, por favor.—Ale, ¿me vas a llevar a un funeral? No me gustan los funerales.—El funeral ya fue, debo ir a reclamar mi herencia —dijo él, sonriendo—. Estás contemplando al futuro dueño de empresas Grandón. —¡Ay, amor! Estoy tan orgullosa de ti. Siempre supe que llegarías muy lejos. Cuando quedaban tres días para el cumplimiento de la cláusula del compromiso matrimonial, Alejandro Rodríguez Grandón, único hijo de Agustina, regresaba luego de meses de viajar por el mundo gracias a la suculenta mesada que recibía por ser miembro de la familia. —¡¿Por qué el abuelo no me dejó la empresa a mí?! Soy mayor que
En la vida había días malos, muy malos y los peores. Beatriz Valdés estaba pensando en agregar una categoría más. Muy temprano en la mañana le habían informado que la beca con la que estudiaba Artes en la universidad se había terminado. La fundación que se la había dado se declaraba en la quiebra y no había dinero. "No importa", dijo ella, con una optimista sonrisa. En su tiempo libre trabajaba en un taller de cerámicas. Ella quería ser escultora y, además del dinero, ganaba una valiosa experiencia. Sin la beca, tendría que hacer horas extra, incluso trabajar como repartidora de los productos que fabricaban. Tenía una motocicleta y cobraría más barato que la actual empresa que usaban. Era ganancia para todos, su jefe no podría negarse.Sin embargo, cuando llegó a su trabajo, halló un espacio vacío, como si hubieran borrado el taller del paisaje. Lo poco que quedaba de su fuente laboral y único sustento era un montón de escombros, negros y humeantes. "Alguien usó una extensión eléctr
En la mesa de la cocina, Beatriz miraba los últimos billetes que le quedaban. Habían acabado en la lavadora junto a toda su ropa, envilecida por el excremento y su pestilencia. Eran de un papel de consistencia algo plástica y no se habían deshecho, pero el retrato del hombre en traje militar en ellos se había estropeado. Entre las manchas de tinta corrida, Beatriz lo veía gritar con una mueca de espanto, igual como deseaba hacerlo ella.—¿Casarme? —preguntó por tercera vez—. ¿Magnus quiere casarse conmigo?Estaba algo azorada y sentía las mejillas arder por tan repentina propuesta.—No, hija. Bueno, tal vez, pero de mentiritas. Elena puede explicártelo mejor.Elena se lo explicó una vez más. No recordaba que la muchacha fuera tan lenta, debía ser por la zambullida en estiércol.—¿Y eso no sería como venderme?—No, querida, claro que no —aseguró Elena—. Todo será actuado.—Como en las películas, Bea o en el teatro. ¿Recuerdas lo mucho que te gustaba actuar en la escuela? Hasta querías
—¡Bea, ayúdame a poner la mesa! —gritaba Irene.Era pleno verano, su hija estaba de vacaciones en la escuela y se quedaba con ella en casa los fines de semana, el resto del tiempo se iba con el pendenciero del padre, así había sido desde su separación.Beatriz seguía pegada a la ventana, admirando el paisaje, con la cabeza en las nubes. Debía ser la adolescencia.—Luego del almuerzo le preguntaré a don Álvaro si puedes usar la piscina, pero ahora ayúdame.Era una niña después de todo y se aburría viéndola trabajar. Como el padre era un vago y no trabajaba, con él no se aburría, por eso prefería vivir con él en esa diminuta casa rodante. No quería que terminara siendo una vaga igual que él. —¡Bea! ¡¿Me vas a ayudar?!—Sí... ya voy... —con pesar miró por última vez lo que tanto captaba su atención.En el jardín, disfrutando del verano, estaba Ale, que bronceaba su perfecto cuerpo al sol. No llevaba camiseta. Hasta ahora, al único que había visto sin camiseta era a su padre y ciertament