En un día que parecía digno del más crudo invierno, la mano enguantada de Magnus Grandón aferró con fuerza el mango del paraguas y observó, complacido, que ninguna gota de lluvia le había mojado la ropa. En una ciudad con tanta contaminación ambiental como en la que vivía, la lluvia no debía ser muy diferente al agua de las cloacas: sucia, ácida, asquerosa. Se sacudió en un escalofrío y se encogió, para seguir bien protegido bajo el paraguas.A su lado, una de sus tías tenía salpicado el hombro y parte del brazo. Pobre mujer, ya nada se podía hacer por ella. En la otra mano, Magnus cargaba un ramo de flores, cubiertas en su totalidad por papel celofán. Parecían plastificadas. —Padre nuestro, recibe a tu lado el alma de Álvaro Grandón, patriarca de la familia, amado padre y abuelo, que ha partido dejando un gran vacío en todos quienes lo amaban —decía el sacerdote, con voz solemne y profunda. Magnus, con hipnótica expresión, miraba las gotas de lluvia resbalar por la brillante cubie
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