LXIII La cenicienta

La mente humana era como una caja de sorpresas. A veces uno no tenía idea con qué podía encontrarse hasta que miraba dentro. Otras veces ni eso. Y el contenido podía ser tan resistente como el acero que servía de base para enormes rascacielos o tan frágil como un suspiro que se llevaba el viento. Bea necesitaba saber de cuál extremo estaba más cerca Magnus.

Se levantó cuando él todavía dormía y dio un paseo por las instalaciones de la clínica. Aún no amanecía y Bea estaba sentada en un banco del patio, mirando las ventanas de las habitaciones frente a ella. Cada una guardaba un mundo, un pequeño infierno, una prisión.

Los enfermeros y enfermeras del turno diurno empezaron a llegar para rotar con los del nocturno. Ellos se irían esperando que la locura no los siguiera a casa, que no se les hubiera impregnado sobre la piel como el sudor frío.

La locura tenía aroma, Bea lo había sentido. Olía a medicamentos amargos, a jeringas asépticas y a saliva rancia. Esa mezcla flotaba por los pasil
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