XLVIII Su perfume

Armada con un atizador, Bea fue al segundo piso. Seguía sin oler nada.

Magnus subió la escalera tras ella. Se apoyó en el muro, al inicio del pasillo, que empezó a deformarse. Se alargaba y serpenteaba, la puerta del final se volvía inalcanzable. Los muros ondeaban como si fueran de gelatina y alguien los sacudiera.

Apretó los ojos. Al volver a mirar, la deformación espacial seguía allí, era una pesadilla estando despierto.

—En tu habitación no hay nada.

Bea entró a otra. Hasta su voz le llegaba como si estuviera a metros de distancia.

—Acá tampoco.

Fue así como llegó a la última, que seguía cerrada con llave. Pegó el oído a la puerta. Sólo el tic tac de un reloj se oía. Debía tener pilas infinitas.

—Aquí no hay nada… ¡¿Magnus?!

El hombre se había desplomado y corrió hacia él. Tenía una palidez enfermiza y la mirada errática. Las manos le temblaban.

—Estoy en el suelo… ni siquiera llevo mis guantes, no recuerdo dónde los dejé… ¿Qué me pasa?

Bea lo abrazó. Ella no era médico, tampoco e
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