El paradisíaco fin de semana en las montañas llegó a su fin y Bea y Magnus regresaron al infierno. Ella dejó todo listo en casa y partió a la cita con el psicólogo.Se quedó mirando los dispensadores de alcohol gel junto a cada puerta en el recinto y los carteles que indicaban que debía usar los limpiapiés al cambiar de habitación, y el mueble con pantuflas a la entrada de la consulta, y la forma de mirarla del psicólogo cuando ella osó dar un paso fuera del limpiapiés sin ponerse las pantuflas y la mascarilla quirúrgica que el hombre se puso nada más llegó hasta su lado.—Tome asiento, por favor —le indicó él, señalando un sillón cubierto con una funda protectora.Bea se sentó, atenta a las manos enguantadas del especialista.—Cuéntame, Beatriz. ¿Por qué consideraste que era necesario que Magnus viniera a visitarme?Ni en sus peores pesadillas ella consideró que alguien pudiera hacerle esa pregunta.—Porque sus fobias no lo dejan vivir en paz.—Pero está vivo, podría haber muerto de
A la luz de un nuevo día Magnus corrió las cortinas. Afuera estaba tan claro que dudó seguir en Obanda. Cogió las muletas y fue a la cocina a desayunar lo que Bea le hubiera dejado. Últimamente pasaba poco tiempo en casa, los asuntos de la ciudad y sus proyectos la tenían ocupada. Él sabía muy bien que la mujer tenía problemas estándose quieta y así le gustaba. Tras ponerse sus ropas protectoras, salió rumbo a la empresa. Hoy era el día de inspección. Habían tenido dos meses sus empleados para demostrar cuánto apreciaban su trabajo y volver el lugar uno salubre. Si no quedaba conforme, mandaría a demoler el edificio y renovaría toda la nómina de empleados. Se los recordaba religiosamente cada semana mediante un correo electrónico.En el camino, vio por la ventanilla el parque. Los árboles que su dinero había comprado no sólo no habían sucumbido ante la contaminación, tenían ya un frondoso follaje que anunciaba que allí la vida tenía cabida. Él mismo seguía vivo cuando creyó que no d
—¡Querida, esto es asombroso! —decía Elena.Bea les mostraba, a ella y a su madre, imágenes del antes y el después de Obanda, llena de orgullo.—Al principio creí que sería difícil, pero si algo me sobra eso es voluntad. Si he podido con Magnus, cómo no podría con Obanda. —Deberías ir pensando en ser presidenta de la república, ya tienes mi voto, Bea. Siempre he querido ver cómo es el baño del presidente —dijo Elena.—Tendrás que encargarte de que el vago de tu padre no perjudique tu imagen o te hará perder votos.La presidencia era algo en lo que Bea jamás pensó, como tampoco había imaginado ser alcaldesa. En tal posición podría crear una ley para que la gente pudiera ir con ropa deportiva a sus trabajos y estuvieran más cómodos, o clases de baile en las escuelas y espectáculos artísticos en las calles, para acercar el arte y la cultura a la gente. Ya hasta empezaba a planear en qué invertir los impuestos.Luego del almuerzo, fue a acompañar a Magnus a la terraza.—No adivinas qué i
Bea jamás se consideró una mujer cobarde. En las giras con su padre a veces aparcaban la casa rodante en descampados donde no había un alma, donde la oscuridad no la dejaba ver nada alrededor y los ruidos de la noche entonaban una escalofriante sinfonía a la que ni caso le hacía.Ahora, ya adulta y hasta casada, nada había cambiado. Ella era muy valiente.—¡¿Qué fue ese ruido?! —preguntó, aferrando las sábanas.—El piso es de madera y las tablas crujen —dijo Magnus.—¿Por qué crujen si nadie las está pisando?—Probablemente sea porque de noche se enfrían y encojen, se llama contracción térmica, es física básica. ¿No fuiste a la escuela?—Claro que fui, pero mis favoritas eran las clases de arte.—Eso explica muchas cosas.—¿Qué quieres decir?—Nada, ya duérmete.—Eso es lo que intento, ni que fuera tan fácil.Otro ruido. La casa crujía como si los muros se vinieran abajo. Ya creía que el techo le caería encima y morirían como cucarachas aplastadas.Aferró más las sábanas.Más ruidos.
Armada con un atizador, Bea fue al segundo piso. Seguía sin oler nada.Magnus subió la escalera tras ella. Se apoyó en el muro, al inicio del pasillo, que empezó a deformarse. Se alargaba y serpenteaba, la puerta del final se volvía inalcanzable. Los muros ondeaban como si fueran de gelatina y alguien los sacudiera.Apretó los ojos. Al volver a mirar, la deformación espacial seguía allí, era una pesadilla estando despierto.—En tu habitación no hay nada.Bea entró a otra. Hasta su voz le llegaba como si estuviera a metros de distancia.—Acá tampoco.Fue así como llegó a la última, que seguía cerrada con llave. Pegó el oído a la puerta. Sólo el tic tac de un reloj se oía. Debía tener pilas infinitas.—Aquí no hay nada… ¡¿Magnus?!El hombre se había desplomado y corrió hacia él. Tenía una palidez enfermiza y la mirada errática. Las manos le temblaban.—Estoy en el suelo… ni siquiera llevo mis guantes, no recuerdo dónde los dejé… ¿Qué me pasa?Bea lo abrazó. Ella no era médico, tampoco e
Debido a la inconsciencia que le había provocado el golpe, Bea tendría que permanecer en observación en la clínica hasta el día siguiente. Sin las quejas de Magnus, sin los ruidos extraños ni los olores fantasmas de la casa del terror, pasaría una noche estupenda en su habitación privada, no como cuando se lesionó el brazo a los nueve años."Este será nuestro secreto, Bea. Si tu madre se entera, me mata. Y tú no quieres quedarte sin tu papi ¿No?".Claro que no, ella amaba mucho a su papi, aunque le hubiera dicho que era buena idea subirse al techo de la casa rodante para ver las estrellas. Jamás volvería a preguntarle algo mientras estuviera fumando sus cigarros naturales.Como el hombre había gastado todo su dinero en la producción de su último disco y pedirle a Irene no era una opción, Bea acabó internada en una sala común de hospital de pueblo. Junto a ella, un anciano que no dejaba de hablar y quejarse la mantuvo insomne hasta el último minuto. Una pesadilla.Ahora, tanto tiempo d
Al tercer día de separados, Bea recibió un correo electrónico de Magnus citándola a mediodía a una reunión en empresas Grandón. El texto señalaba "atuendo formal".Fue temprano a la casa de las colinas. No estaba el auto de Magnus, así que había camino libre. Irrumpió deprisa y estuvo segura. Luego de cerrar la puerta a sus espaldas, oyó un ruido en las entrañas de la casa: un golpe repentino, un sobresalto en respuesta a su intempestivo ingreso a la morada.Se mantuvo quieta, a la espera y con los oídos atentos. No creía que hubiera ratas, con nadie que frenara a Magnus, debía haber fumigado hasta debajo de la cama. Se quitó los zapatos y anduvo en puntillas. Cruzó la sala sin mirar las escaleras y se detuvo en el muro antes del pasillo que daba a la cocina. Fue apenas unos segundos, pero una sutil fragancia le llegó: duraznos en almíbar. Era tan real que se le hizo agua la boca. Siguió en puntillas por el pasillo. Entró a la cocina y una brisa le sacudió el cabello en dirección h
Sentados en la parte trasera del auto, Bea y Magnus miraban la casa en lo alto, con sus ventanas oscuras y las flores doradas del aromo formando una alfombra a su alrededor. La antigua y lúgubre estructura guardaba un secreto y ellos serían quienes lo descubrirían.—¿Entramos? —preguntó Bea.—Todavía no, sigamos observando.Llevaban allí estacionados una media hora.—Tal vez deberíamos llamar a la policía —sugirió ella.—Ya no vienen cuando yo los llamo. ¿Por qué sería?, se preguntó Bea.Siguieron observando. Una brisa barrió las flores. A Magnus le picó la nariz. Tenía la mascarilla lista para ponérsela en cuanto se bajara.No se la puso.No se bajó.—¿Tienes miedo, Magnus?—¿A qué le temería? ¿A tu amante fantasma?—Entonces baja.—No hay que actuar con impulsividad. Debemos estudiar bien la situación.Bea suspiró y bajó del auto. Los tacones se le hundieron en la tierra blanda. No había tenido tiempo de cambiarse, su ropa estaba dentro de la casa, secuestrada por el ente que allí