El edificio de la filial de empresas Grandón en Obanda era viejo y lúgubre, con grandes arcos en la fachada y pilares con acabados neoclásicos. Entrar en él fue para Magnus como entrar en un mausoleo.Y los muertos se dispusieron en fila india para recibirlo, liderados por su gerente general. —Estamos encantados por su visita, señor Grandón. Lamentamos el fallecimiento de su abuelo... ¿Por qué está vestido así.Ni un cabello, ningún centímetro de piel se asomaba fuera de sus ropas protectoras.—Porque quiero vivir —respondió Magnus. A través de la mascarilla con filtros que usaba se oía como Darth Vader.—Qué simpático —dijo el gerente y lo invitó a recorrer las instalaciones. Detrás de Magnus iba el resto de empleados. Se volvió a verlos varias veces. Ellos se detenían y lo miraban con curiosidad, luego seguían caminando, siempre conservando la distancia.—¿Ellos no tienen algo más que hacer?—Yo estoy muy bien, gracias ¿y usted? —le preguntó el gerente.Daba igual, vivir era más
Bea apagó las velas y recogió la mesa, no sin antes comer un poco de lo que había preparado. Lanzó los preservativos en un cajón y salió. Tardó varios minutos en conseguir transporte. Se prometió recordar traer su moto cuando fuera a las montañas.Nunca antes había ido tantas veces a un hospital como desde que se casara con Magnus.—Hola, mi esposo fue internado hoy —le dijo a la recepcionista.Caminó lentamente por el pasillo siguiendo las instrucciones de la mujer. Tomando el ascensor llegó al tercer piso. El hospital estaba a las afueras de Obanda y era muy silencioso, sin dudas debido a la escasez de pacientes. En su recorrido había visto más enfermeras que enfermos.Y mientras caminaba se preguntaba qué le habría pasado a Magnus. ¿Se habría desmayado al ver una rata? ¿Una crisis de pánico al tocar polvo? Quizás y hasta se había asfixiado con esa horrorosa mascarilla que usaba. Tendría que lidiar con su ansiedad, su paranoia y retrocederían todo lo avanzado. Se cansaba de sólo ima
Magnus seguía mirando su comida con reticencia, sin atreverse a probarla.—¿Cómo mataste a la cucaracha a la que le faltaban patas? ¿La aplastaste? ¿La envenenaste?Morir envenenado era una muerte lenta y dolorosa. Si sobrevivía al almuerzo, le hablaría al gerente para exigirle que no escatimaran en gastos para contratar a los mejores fumigadores, con los venenos más eficientes para darles una muerte rápida e indolora a las pobres criaturas. Qué culpa tenían de ser inmundas. Qué culpa tenía él de estar lisiado.—No hablemos de eso mientras comes, Magnus. Por cierto, no has probado bocado. ¿Ocurre algo?Magnus negó.—Tal vez te acostumbraste a que esas enfermeras te consintieran. —Se acercó a la cama. Con el tenedor cogió un bocado de comida—. Vamos, Magnus, pruébala.Magnus sintió que le bajaba la presión.—Se me quitó el hambre —aseguró. Tenía la frente perlada de sudor.—Pero me esforcé tanto en prepararla. Pruébala por mí.Magnus apartó el tenedor de un manotazo, los tallarines vol
Diez de la mañana, consulta del psicólogo. Magnus lamentó haber dejado marcas en el impecable piso con su silla de ruedas. Era un crimen mancillar tan reluciente superficie, donde incluso podía ver su reflejo en la brillante cerámica.El psicólogo le dio una muy grata primera impresión. Su rostro, perfectamente rasurado, denotaba una calma envidiable. Ningún cabello sobresalía de su peinado ni arrugas había en su camisa. Se sentó frente a Magnus, con su libreta de notas y una pierna sobre la otra. Llevaba pantuflas. Los zapatos estaban en un mueble en la entrada, como el que había en su casa.Sólo el aroma a limpio ya hacía a Magnus sentirse mejor, cuánta razón había tenido Bea sobre la terapia. Distinguía una leve esencia a cloro en los pisos, lavanda más arriba, en los muebles y el inconfundible aroma a amonio cuaternario en el tapete de la puerta. —Cuéntame, Magnus. ¿Por qué has decidido venir a verme?—Fue idea de mi esposa. Tengo algunos hábitos que no son de todo su gusto y que
El paradisíaco fin de semana en las montañas llegó a su fin y Bea y Magnus regresaron al infierno. Ella dejó todo listo en casa y partió a la cita con el psicólogo.Se quedó mirando los dispensadores de alcohol gel junto a cada puerta en el recinto y los carteles que indicaban que debía usar los limpiapiés al cambiar de habitación, y el mueble con pantuflas a la entrada de la consulta, y la forma de mirarla del psicólogo cuando ella osó dar un paso fuera del limpiapiés sin ponerse las pantuflas y la mascarilla quirúrgica que el hombre se puso nada más llegó hasta su lado.—Tome asiento, por favor —le indicó él, señalando un sillón cubierto con una funda protectora.Bea se sentó, atenta a las manos enguantadas del especialista.—Cuéntame, Beatriz. ¿Por qué consideraste que era necesario que Magnus viniera a visitarme?Ni en sus peores pesadillas ella consideró que alguien pudiera hacerle esa pregunta.—Porque sus fobias no lo dejan vivir en paz.—Pero está vivo, podría haber muerto de
A la luz de un nuevo día Magnus corrió las cortinas. Afuera estaba tan claro que dudó seguir en Obanda. Cogió las muletas y fue a la cocina a desayunar lo que Bea le hubiera dejado. Últimamente pasaba poco tiempo en casa, los asuntos de la ciudad y sus proyectos la tenían ocupada. Él sabía muy bien que la mujer tenía problemas estándose quieta y así le gustaba. Tras ponerse sus ropas protectoras, salió rumbo a la empresa. Hoy era el día de inspección. Habían tenido dos meses sus empleados para demostrar cuánto apreciaban su trabajo y volver el lugar uno salubre. Si no quedaba conforme, mandaría a demoler el edificio y renovaría toda la nómina de empleados. Se los recordaba religiosamente cada semana mediante un correo electrónico.En el camino, vio por la ventanilla el parque. Los árboles que su dinero había comprado no sólo no habían sucumbido ante la contaminación, tenían ya un frondoso follaje que anunciaba que allí la vida tenía cabida. Él mismo seguía vivo cuando creyó que no d
—¡Querida, esto es asombroso! —decía Elena.Bea les mostraba, a ella y a su madre, imágenes del antes y el después de Obanda, llena de orgullo.—Al principio creí que sería difícil, pero si algo me sobra eso es voluntad. Si he podido con Magnus, cómo no podría con Obanda. —Deberías ir pensando en ser presidenta de la república, ya tienes mi voto, Bea. Siempre he querido ver cómo es el baño del presidente —dijo Elena.—Tendrás que encargarte de que el vago de tu padre no perjudique tu imagen o te hará perder votos.La presidencia era algo en lo que Bea jamás pensó, como tampoco había imaginado ser alcaldesa. En tal posición podría crear una ley para que la gente pudiera ir con ropa deportiva a sus trabajos y estuvieran más cómodos, o clases de baile en las escuelas y espectáculos artísticos en las calles, para acercar el arte y la cultura a la gente. Ya hasta empezaba a planear en qué invertir los impuestos.Luego del almuerzo, fue a acompañar a Magnus a la terraza.—No adivinas qué i
Bea jamás se consideró una mujer cobarde. En las giras con su padre a veces aparcaban la casa rodante en descampados donde no había un alma, donde la oscuridad no la dejaba ver nada alrededor y los ruidos de la noche entonaban una escalofriante sinfonía a la que ni caso le hacía.Ahora, ya adulta y hasta casada, nada había cambiado. Ella era muy valiente.—¡¿Qué fue ese ruido?! —preguntó, aferrando las sábanas.—El piso es de madera y las tablas crujen —dijo Magnus.—¿Por qué crujen si nadie las está pisando?—Probablemente sea porque de noche se enfrían y encojen, se llama contracción térmica, es física básica. ¿No fuiste a la escuela?—Claro que fui, pero mis favoritas eran las clases de arte.—Eso explica muchas cosas.—¿Qué quieres decir?—Nada, ya duérmete.—Eso es lo que intento, ni que fuera tan fácil.Otro ruido. La casa crujía como si los muros se vinieran abajo. Ya creía que el techo le caería encima y morirían como cucarachas aplastadas.Aferró más las sábanas.Más ruidos.