Capítulo 2: Un sacrificio por amor.

La lluvia azotaba las calles con salvaje indiferencia, cada gota como un recordatorio crudo de la realidad de Amelia. En su andar apresurado por el parque aquel día, una chica se había tropezado con ella bajo el implacable aguacero y, movida por un arranque de caridad o culpa, quien sabe, la llevó a lo que ahora llamaba hogar.

—No puedes quedarte a la intemperie… yo no es que tenga mucho, pero por lo menos estarás seca —le dijo la chica—, soy Nubia.

Y así comenzó esa amistad, la llevó a Brownsville, el sitio más peligroso y pobre de Nueva York, a una habitación sofocante de paredes que parecían cerrarse sobre sí mismas, de 4X4 metros, allí en el corazón del vecindario más temido.

El hacinamiento era palpable, con cuerpos y alientos mezclándose en el confinamiento nocturno. Amelia, antaño princesa de los Wallace, relegada al rincón en una silla reclinable, la cama de la desdicha.  Pero era el único lugar donde podía estar.

Así pasó noches de insomnio, de llantos, entre susurros y toses, en esa pequeña estancia llena de sombras, donde los rostros familiares de su infancia habían sido sustituidos por miradas cansadas y un resentimiento latente que emanaba de la madre de su reciente amiga, como un vapor venenoso.

—¿Cuándo te vas a ir de aquí? No puedes seguir viviendo con nosotros —las palabras de la mujer resonaron en su mente, afiladas como puñales —, y ni creas que cuando nazca esa criatura  que tienes en la tripa vas a vivir con nosotros. Busca para dónde irte.

Ese era su pan de cada día, y Amelia salía en busca de trabajo, enfrentando un mundo que parecía girar, sin notar su existencia, sin tener siquiera compasión de ella, por más que se esforzara, no encontraba nada.

Hasta que un día pensó que la suerte le sonreía y encontró un lugar, un cafetín humilde, donde cada taza servida era un paso minúsculo hacia una nueva vida.

Pero la fortuna le era esquiva. Dos semanas después de estar trabajando, iba a tomar una orden y su compañera malintencionada y envidiosa porque le daban más propina a ella, la acusó injustamente y, con una sonrisa, metió el pie.

—¡Ay, me tumbó! —gritó.

Armó un escándalo mientras los platos caían en el suelo estrepitosamente, provocando un desastre y partiéndose en su caída.

Todas las miradas se posaron en ellas y esa fue la oportunidad de la mujer acusarla.

—¡Ella me metió el pie a propósito! —exclamó victimizándose.

—¡No es cierto! Yo no lo hice —trató de defenderse Amelia, pero enseguida vino el dueño del lugar y sin compasión la echó. 

—¡Estás despedida! Y olvídate del pago de esta semana, esos quedan por los daños que causaste.

Amelia salió del lugar con lágrimas en los ojos, sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros. Caminó sin rumbo por las calles, acariciando su vientre, preguntándose cómo iba a sobrevivir ahora. Estaba de nuevo sin trabajo, despojada de su único medio de subsistencia.

Las monedas en su bolsillo eran tan escasas como los momentos de paz, y su estómago conocía mejor el dolor que la saciedad. 

La preocupación anidaba en su mente, un ave negra de presagio sombrío ante la inminencia del parto. Su propio padre figura distante que una vez firmó cheques para su bienestar, había borrado su nombre de la nómina de su seguridad social con un gesto de abandono definitivo.

Mes tras mes, la angustia crecía como maleza en su pecho. Cada intento por escapar de la fosa de miseria parecía caer en el vacío más profundo. 

Y así, mientras la noche devoraba las últimas luces de Brownsville, Amelia derramaba lágrimas en silencio, interrogando al cielo con una voz ahogada por qué había elegido ensañarse en contra de ella, una mujer que solo buscaba refugio para su niña aún no nacida, un poco de compasión en un mundo que parecía haberse olvidado de cómo amar.

El tiempo fue pasando. Y en un momento, Amelia sintió las contracciones más fuertes, respiraba entrecortadamente y el frío se filtraba a través de las suelas de sus zapatos gastados mientras entraba tambaleándose en el callejón sombrío. 

Los agudos dolores del parto la atenazaban, una marea implacable que se negaba a disminuir.  No pudo seguir avanzando, y entonces, allí, bajo la pálida luz de una farola parpadeante, sin otro santuario, que las paredes hechas jirones que se hacían eco de sus gritos, 

Amelia trajo al mundo a su hija. Con la ayuda de Nubia, quien, se convirtió en su ancla, sus manos firmes mientras acunaban la nueva vida que surgía en la penumbra.

—Es una niña —, susurró su amiga, con un temblor de asombro en el simple anuncio.

Cuando Amelia sostuvo a su hija en brazos por primera vez, se maravilló de los diminutos dedos que la agarraban con fuerza ingenua. 

El amor surgió en su interior, feroz y protector, pero entretejido con un dolor punzante. 

—No puedo permitir, no quiero que mi hija herede la cruda realidad en que vivo —dijo en voz alta, aunque las palabras iban dirigidas más a sí misma.

Con cada respiración temblorosa, Amelia juró protegerla de la crueldad que había marcado su propia carne y espíritu.

—Te voy a proteger mi pequeña ¡Juro que lo haré! —dijo con un largo sollozo.

Horas más tarde, cuando el crepúsculo se convirtió en noche, en compañía de Nubia, se acercó al lugar que consideraba un refugio. Pero la visión que la recibió acabó con cualquier ilusión de esperanza. 

Sus pertenencias estaban esparcidas, tiradas como basura en la calle. La puerta se abrió de golpe y la voz de la madre de su amiga, se escuchó teñida de odio.

—Lo siento, pero aquí no puedes quedarte más, debes buscar a dónde irte.

Las palabras de la mujer flotaron en el aire, hundiendo cada vez más a Amelia en la miseria y tristeza. Acunó a su hija en sus brazos, y aún con la debilidad que sentía en su cuerpo, deambuló sin rumbo fijo, con sus plegarias en silencio lanzadas hacia el cielo. 

Fue entonces cuando el orfanato se alzó ante ella, su estoica fachada, una agridulce promesa de posibilidad.

—¿Será posible que ella esté bien allí? —murmuró Amelia, con la pregunta como una esquirla de hielo en el corazón—, pero no tenía otra opción. 

Envolvió a su hija en la única manta que podía permitirse, un delgado escudo contra el frío y la maldad del mundo, la colocó con cuidado en la entrada del orfanato.

—Lo siento, mi niña —, susurró, y sus palabras fueron una frágil caricia en la mejilla de la niña. —No tengo cómo alimentarte, porque ni siquiera leche me sale, ni cómo cuidarte, ni un techo para poner sobre tu cabeza, pero te juro que esta situación no será para siempre. Voy a salir adelante y algún día volveré por ti.

Su determinación vaciló, la promesa era un salvavidas lanzado a un futuro incierto.

Al pulsar un botón, la campana sonó en medio del silencio y su resonancia marcó a la vez un final y un principio. Amelia miró con los ojos empañados por las lágrimas a escondidas, mientras la puerta se abría y unos brazos se extendían para tomar a su hija. Se dio la vuelta antes de que la puerta se cerrara y su alma se fracturó en un mosaico de dolor y determinación, cada pieza un testimonio del amor que sentía por la hija que había dejado atrás.

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