HIJA DEL SILENCIO. La heredera inesperada del magnate.
HIJA DEL SILENCIO. La heredera inesperada del magnate.
Por: Jeda Clavo
Capítulo 1. Un acto grotesco.

El resplandor nocturno de la ciudad les dio la bienvenida mientras su padre acompañaba a Amelia al corazón palpitante de la celebración nocturna: un club de moda elegido para la fiesta de graduación. 

La dejó en la entrada con un apretón protector en el hombro, pidiéndole llamar cuando estuviese lista para regresar a casa.

Cuando Amelia entró, el ambiente cambió de forma palpable. Las miradas se volvieron, los susurros se sucedieron... una sinfonía de admiración y envidia en voz baja y miradas de reojo. Sorteó la multitud con soltura hasta que llegó a la mesa que le habían asignado.

Manuela Sarmiento la saludó con una sonrisa demasiado afilada para ser sincera, y su mirada penetró en Amelia con celos apenas velados. La chica la miró sin inmutarse, con mirada firme y fría. Después de todo, se había ganado sus elogios; había luchado por sus triunfos.

La chica en la mesa, extendió su mano que contenía un líquido ámbar, ella lo miró con recelo, porque prácticamente había ido sola, y no le pareció maduro de su parte tomar y no saber lo que pudiera ser de ella.

—Lo siento, pero no bebo —, declinó Amelia cortésmente.

La negativa se extendió por todo el grupo, mirándola de manera no muy agradable, al punto que no pudo evitar que se le erizara el vello de su cuerpo.

Pronto sonó el ritmo de la música y Amelia fue invitada por alguien a la pista de baile por un compañero. 

Cuando Manuela la vio levantarse, sus ojos brillaron con malicia. En cuanto su silueta se desvaneció, Manuela se inclinó hacia sus acompañantes con voz de siseo de serpiente. 

—Esto debe salir bien, tienen prohibido equivocarse. Harry, tú te vas a encargar de las luces, solo durante el tiempo necesario, para evitar sospecha, ni un minuto más ni uno menos —dijo, con una sonrisa malvada en los labios. —Joan, Giulio y Jonás, asegúrense de que acabe en el baño.

Mientras esos planes se fraguaban detrás de ella, Amelia, inocente de todo, se divertía en medio de un remolino de cuerpos y ritmos. Encontró una alegría que no estaba contaminada por las complejidades del laberinto social. Se reía, sus movimientos eran fluidos y disfrutaba de la libertad que le proporcionaba el  baile.

Así siguió una canción tras otra, hasta que decidió darse un descanso porque ya le dolían los pies, por eso volvió a su asiento, un escalofrío recorrió su espina dorsal, una advertencia instintiva. 

Alguien o algo en la sala auguraba peligro, y los sentidos de Amelia se pusieron en alerta máxima. Era una sensación que conocía bien y que la había salvado más de una vez. Examinó a los presentes con discreción, sin perder nunca la serenidad, aunque su corazón se acelerara.

La confianza era un lujo que Amelia no podía permitirse. Era una fortaleza impenetrable y vigilante. Y esta noche necesitaría todas sus defensas.

Sin previo aviso, la oscuridad envolvió la habitación. Amelia, sorprendida a medio paso, se quedó paralizada, una escultural figura de elegancia ahora envuelta en sombras. El pánico se apoderó de su pecho cuando un paño ahogó sus protestas y una mano áspera le tapó la boca. Se agitó y sus talones se clavaron en el agresor invisible, mientras su mente buscaba una escapatoria que no existía.

De pronto, unas manos fuertes le agarraron los tobillos y detuvieron sus patadas. Eran demasiado fuertes. Con sus gritos desesperados, ahogados en la nada, Amelia se sintió arrastrada, impotente ante la marea de cuerpos que la atrapaban. Cuando la luz volvió por fin a la existencia, reveló los azulejos austeros y el duro resplandor fluorescente del cuarto de baño. 

Tres chicos y dos chicas la rodeaban, con rostros retorcidos por las malas intenciones.

—¿Qué están haciendo?  —La voz de Amelia era un susurro ronco, en el que el terror y el desafío se mezclaban en sus temblorosas palabras. —¿Qué buscan? ¿Qué quieren de mí?

De pronto apareció una mujer, se puso delante de ella, era Manuela, se burló con ojos de cruel satisfacción. 

—Vamos a darte una lección de humildad —, escupió con veneno. —Que todo el mundo vea que no eres tan perfecta después de todo, siempre quieres presumir de tus notas, de ser Atleta, de ser bella, de ser perfecta, ¡Pero no más!

La inmovilizaron, una en cada brazo, y otros dos la obligaron a separar las piernas y ni siquiera pudo gritar porque le pusieron cinta pegante en la boca. 

Un escalofrío de espanto invadió a Amelia mientras su ropa interior se deslizaba por sus piernas y la vulnerabilidad le arañaba la garganta. Se imaginó lo peor, mientras las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. . Manuela blandió una jeringuilla con una sonrisa depredadora, sus intenciones eran claras y monstruosas.

Ya desprovistas de prenda, introdujo la jeringuilla por su parte íntima, el grito ahogado de Amelia salió como un leve quejido mientras ella cerraba los ojos y las lágrimas bañaban su rostro. 

La atravesó, mientras dejaba deslizar algo en su interior. Su mundo, antes lleno del cálido resplandor, del respeto y la admiración, se había sumido en un abismo de pesadilla, de traición y dolor, mientras ellos la dejaban tirada en el baño, sumida en el dolor y salían de allí riéndose a carcajadas por su hazaña.

Tres meses después

La cabeza de Amelia giró como una veleta en tormenta, cada ola de náusea más violenta que la anterior, hasta que un vómito repentino la forzó a correr al baño del consultorio, así había sido todos esos días. 

Para su buena suerte, a escondidas de su familia, había logrado concertar una cita, temiendo que le dijeran que tenía una enfermedad grave.

Regresó y se sentó en la sala, esperando tener los resultados de los análisis de sangre, con un temblor apenas perceptible en sus delicadas manos.

Una hora después volvió a pasar al consultorio.

—¿Qué tengo, doctor? ¿Una enfermedad? ¿Voy a estar bien? —, preguntó con voz temblorosa.

La respuesta cayó sobre Amelia como una sentencia.

—Por supuesto que vas a estar bien, solo estás embarazada. 

—¡Embarazada! —La palabra resonó en la habitación y en su mente con igual estruendo. —Pero... cómo puedo estar embarazada si nunca...

No pudo terminar la frase; los recuerdos de aquella fiesta, que había querido suprimir, comenzaron a ensamblarse en su conciencia. Las imágenes de ella siendo sostenida, mientras le colocaban una inyección en su parte íntima.

—No puede ser —, murmuró, pero las palabras ya habían perdido su firmeza habitual.

Con cada paso hacia la salida, sentía cómo su mundo cuidadosamente construido se fracturaba. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo revelar a sus padres esta verdad inconcebible? No tenía novio, no tenía respuestas, y lo peor de todo, no tenía idea de quién era el padre de la vida que crecía dentro de ella. 

La puerta del consultorio se cerró detrás de ella con un clic final.  Metió el sobre en el bolso, mientras caminaba por el pasillo  que se extendía largo y solitario, eco de sus pensamientos aturdidos. Estaba sola, completamente sola en esto. 

Los latidos del corazón de Amalia latían con fuerza en sus oídos mientras se deslizaba por la puerta principal, con el peso del miedo sobre sus hombros. 

Al llegar a la casa sus padres estaban en la sala, un paso en falso la hizo tambalearse y su bolso se le cayó de las manos temblorosas. Su contenido se desparramó por el suelo de baldosas.

Su padre se levantó a ayudarla a recoger cuando encontró el sobre.

—¿Qué es esto? 

Con los ojos rebosantes de lágrimas calientes y punzantes, Amalia observó impotente cómo los dedos de su padre pellizcaban el papel y lo levantaban con la precisión de un hombre acostumbrado al control. 

—¿Qué significa esto? —, preguntó, clavando su penetrante mirada en la de ella.

Un sollozo le subió por la garganta, crudo y desesperado. 

—Estoy embarazada —, confesó, su voz, apenas un susurro contra la tormenta de emociones que se estaba gestando en su interior.

Sus padres la miraron con una mezcla de rabia y decepción.

—¿Quién te ha embarazado? —. La pregunta llegó simultáneamente de ambos padres, con un tono de incredulidad y acusación.

—No sé cómo ocurrió... —. Las palabras de Amalia se disolvieron en sollozos, su mundo cuidadosamente construido, deshaciéndose ante sus ojos.

La furia de su padre estalló como un volcán dormido que de repente cobra vida. Caminó hacia ella, y la distancia se redujo en latidos. Con un golpe rápido, como un relámpago, su mano conectó con su mejilla, haciéndola caer de espaldas sobre uno de los muebles. 

—¡No eres más que una zorra! —, le espetó, con veneno en cada sílaba. ¡¡Yo no voy a ser el hazmerreír de la gente!! Recoge tus cosas y vete de esta casa,

Amalia extendió la mano, con una súplica, formándose en sus magullados labios, buscando cualquier atisbo de compasión en el hombre que una vez la había sostenido con tierno cuidado.

Pero el padre que conocía había desaparecido, sustituido por aquel extraño inflexible.

—Papá por favor... mamá —. La voz de la muchacha tembló.

—¡Ya escuchaste a tu papá! —dijo su madre se dio la vuelta, con la espalda, como un último y aplastante rechazo —Recoge tus cosas porque no te queremos más en esta casa.

El mundo de Amalia, antaño lleno del cálido abrazo de la familia, ahora yacía hecho añicos a sus pies. Estaba sola y abandonada.

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