El resplandor nocturno de la ciudad les dio la bienvenida mientras su padre acompañaba a Amelia al corazón palpitante de la celebración nocturna: un club de moda elegido para la fiesta de graduación.
La dejó en la entrada con un apretón protector en el hombro, pidiéndole llamar cuando estuviese lista para regresar a casa. Cuando Amelia entró, el ambiente cambió de forma palpable. Las miradas se volvieron, los susurros se sucedieron... una sinfonía de admiración y envidia en voz baja y miradas de reojo. Sorteó la multitud con soltura hasta que llegó a la mesa que le habían asignado. Manuela Sarmiento la saludó con una sonrisa demasiado afilada para ser sincera, y su mirada penetró en Amelia con celos apenas velados. La chica la miró sin inmutarse, con mirada firme y fría. Después de todo, se había ganado sus elogios; había luchado por sus triunfos. La chica en la mesa, extendió su mano que contenía un líquido ámbar, ella lo miró con recelo, porque prácticamente había ido sola, y no le pareció maduro de su parte tomar y no saber lo que pudiera ser de ella. —Lo siento, pero no bebo —, declinó Amelia cortésmente. La negativa se extendió por todo el grupo, mirándola de manera no muy agradable, al punto que no pudo evitar que se le erizara el vello de su cuerpo. Pronto sonó el ritmo de la música y Amelia fue invitada por alguien a la pista de baile por un compañero. Cuando Manuela la vio levantarse, sus ojos brillaron con malicia. En cuanto su silueta se desvaneció, Manuela se inclinó hacia sus acompañantes con voz de siseo de serpiente. —Esto debe salir bien, tienen prohibido equivocarse. Harry, tú te vas a encargar de las luces, solo durante el tiempo necesario, para evitar sospecha, ni un minuto más ni uno menos —dijo, con una sonrisa malvada en los labios. —Joan, Giulio y Jonás, asegúrense de que acabe en el baño. Mientras esos planes se fraguaban detrás de ella, Amelia, inocente de todo, se divertía en medio de un remolino de cuerpos y ritmos. Encontró una alegría que no estaba contaminada por las complejidades del laberinto social. Se reía, sus movimientos eran fluidos y disfrutaba de la libertad que le proporcionaba el baile. Así siguió una canción tras otra, hasta que decidió darse un descanso porque ya le dolían los pies, por eso volvió a su asiento, un escalofrío recorrió su espina dorsal, una advertencia instintiva. Alguien o algo en la sala auguraba peligro, y los sentidos de Amelia se pusieron en alerta máxima. Era una sensación que conocía bien y que la había salvado más de una vez. Examinó a los presentes con discreción, sin perder nunca la serenidad, aunque su corazón se acelerara. La confianza era un lujo que Amelia no podía permitirse. Era una fortaleza impenetrable y vigilante. Y esta noche necesitaría todas sus defensas. Sin previo aviso, la oscuridad envolvió la habitación. Amelia, sorprendida a medio paso, se quedó paralizada, una escultural figura de elegancia ahora envuelta en sombras. El pánico se apoderó de su pecho cuando un paño ahogó sus protestas y una mano áspera le tapó la boca. Se agitó y sus talones se clavaron en el agresor invisible, mientras su mente buscaba una escapatoria que no existía. De pronto, unas manos fuertes le agarraron los tobillos y detuvieron sus patadas. Eran demasiado fuertes. Con sus gritos desesperados, ahogados en la nada, Amelia se sintió arrastrada, impotente ante la marea de cuerpos que la atrapaban. Cuando la luz volvió por fin a la existencia, reveló los azulejos austeros y el duro resplandor fluorescente del cuarto de baño. Tres chicos y dos chicas la rodeaban, con rostros retorcidos por las malas intenciones. —¿Qué están haciendo? —La voz de Amelia era un susurro ronco, en el que el terror y el desafío se mezclaban en sus temblorosas palabras. —¿Qué buscan? ¿Qué quieren de mí? De pronto apareció una mujer, se puso delante de ella, era Manuela, se burló con ojos de cruel satisfacción. —Vamos a darte una lección de humildad —, escupió con veneno. —Que todo el mundo vea que no eres tan perfecta después de todo, siempre quieres presumir de tus notas, de ser Atleta, de ser bella, de ser perfecta, ¡Pero no más! La inmovilizaron, una en cada brazo, y otros dos la obligaron a separar las piernas y ni siquiera pudo gritar porque le pusieron cinta pegante en la boca. Un escalofrío de espanto invadió a Amelia mientras su ropa interior se deslizaba por sus piernas y la vulnerabilidad le arañaba la garganta. Se imaginó lo peor, mientras las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. . Manuela blandió una jeringuilla con una sonrisa depredadora, sus intenciones eran claras y monstruosas. Ya desprovistas de prenda, introdujo la jeringuilla por su parte íntima, el grito ahogado de Amelia salió como un leve quejido mientras ella cerraba los ojos y las lágrimas bañaban su rostro. La atravesó, mientras dejaba deslizar algo en su interior. Su mundo, antes lleno del cálido resplandor, del respeto y la admiración, se había sumido en un abismo de pesadilla, de traición y dolor, mientras ellos la dejaban tirada en el baño, sumida en el dolor y salían de allí riéndose a carcajadas por su hazaña.Tres meses después
La cabeza de Amelia giró como una veleta en tormenta, cada ola de náusea más violenta que la anterior, hasta que un vómito repentino la forzó a correr al baño del consultorio, así había sido todos esos días. Para su buena suerte, a escondidas de su familia, había logrado concertar una cita, temiendo que le dijeran que tenía una enfermedad grave. Regresó y se sentó en la sala, esperando tener los resultados de los análisis de sangre, con un temblor apenas perceptible en sus delicadas manos. Una hora después volvió a pasar al consultorio. —¿Qué tengo, doctor? ¿Una enfermedad? ¿Voy a estar bien? —, preguntó con voz temblorosa. La respuesta cayó sobre Amelia como una sentencia. —Por supuesto que vas a estar bien, solo estás embarazada. —¡Embarazada! —La palabra resonó en la habitación y en su mente con igual estruendo. —Pero... cómo puedo estar embarazada si nunca... No pudo terminar la frase; los recuerdos de aquella fiesta, que había querido suprimir, comenzaron a ensamblarse en su conciencia. Las imágenes de ella siendo sostenida, mientras le colocaban una inyección en su parte íntima. —No puede ser —, murmuró, pero las palabras ya habían perdido su firmeza habitual. Con cada paso hacia la salida, sentía cómo su mundo cuidadosamente construido se fracturaba. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo revelar a sus padres esta verdad inconcebible? No tenía novio, no tenía respuestas, y lo peor de todo, no tenía idea de quién era el padre de la vida que crecía dentro de ella. La puerta del consultorio se cerró detrás de ella con un clic final. Metió el sobre en el bolso, mientras caminaba por el pasillo que se extendía largo y solitario, eco de sus pensamientos aturdidos. Estaba sola, completamente sola en esto. Los latidos del corazón de Amalia latían con fuerza en sus oídos mientras se deslizaba por la puerta principal, con el peso del miedo sobre sus hombros. Al llegar a la casa sus padres estaban en la sala, un paso en falso la hizo tambalearse y su bolso se le cayó de las manos temblorosas. Su contenido se desparramó por el suelo de baldosas. Su padre se levantó a ayudarla a recoger cuando encontró el sobre. —¿Qué es esto? Con los ojos rebosantes de lágrimas calientes y punzantes, Amalia observó impotente cómo los dedos de su padre pellizcaban el papel y lo levantaban con la precisión de un hombre acostumbrado al control. —¿Qué significa esto? —, preguntó, clavando su penetrante mirada en la de ella. Un sollozo le subió por la garganta, crudo y desesperado. —Estoy embarazada —, confesó, su voz, apenas un susurro contra la tormenta de emociones que se estaba gestando en su interior. Sus padres la miraron con una mezcla de rabia y decepción. —¿Quién te ha embarazado? —. La pregunta llegó simultáneamente de ambos padres, con un tono de incredulidad y acusación. —No sé cómo ocurrió... —. Las palabras de Amalia se disolvieron en sollozos, su mundo cuidadosamente construido, deshaciéndose ante sus ojos. La furia de su padre estalló como un volcán dormido que de repente cobra vida. Caminó hacia ella, y la distancia se redujo en latidos. Con un golpe rápido, como un relámpago, su mano conectó con su mejilla, haciéndola caer de espaldas sobre uno de los muebles. —¡No eres más que una zorra! —, le espetó, con veneno en cada sílaba. ¡¡Yo no voy a ser el hazmerreír de la gente!! Recoge tus cosas y vete de esta casa, Amalia extendió la mano, con una súplica, formándose en sus magullados labios, buscando cualquier atisbo de compasión en el hombre que una vez la había sostenido con tierno cuidado. Pero el padre que conocía había desaparecido, sustituido por aquel extraño inflexible. —Papá por favor... mamá —. La voz de la muchacha tembló. —¡Ya escuchaste a tu papá! —dijo su madre se dio la vuelta, con la espalda, como un último y aplastante rechazo —Recoge tus cosas porque no te queremos más en esta casa. El mundo de Amalia, antaño lleno del cálido abrazo de la familia, ahora yacía hecho añicos a sus pies. Estaba sola y abandonada.La lluvia azotaba las calles con salvaje indiferencia, cada gota como un recordatorio crudo de la realidad de Amelia. En su andar apresurado por el parque aquel día, una chica se había tropezado con ella bajo el implacable aguacero y, movida por un arranque de caridad o culpa, quien sabe, la llevó a lo que ahora llamaba hogar.—No puedes quedarte a la intemperie… yo no es que tenga mucho, pero por lo menos estarás seca —le dijo la chica—, soy Nubia.Y así comenzó esa amistad, la llevó a Brownsville, el sitio más peligroso y pobre de Nueva York, a una habitación sofocante de paredes que parecían cerrarse sobre sí mismas, de 4X4 metros, allí en el corazón del vecindario más temido.El hacinamiento era palpable, con cuerpos y alientos mezclándose en el confinamiento nocturno. Amelia, antaño princesa de los Wallace, relegada al rincón en una silla reclinable, la cama de la desdicha. Pero era el único lugar donde podía estar.Así pasó noches de insomnio, de llantos, entre susurros y toses
La luz del sol, se filtró por las ventanas de cristal del imponente rascacielos, bañando la sala de juntas con un tono dorado que parecía reverenciar la figura de Alejandro Valente. Sentado en el extremo de la mesa larga y pulida, con su postura erguida y la mirada penetrante clavada en los gráficos y números que se proyectaban, dominaba la reunión sin necesidad de mayor esfuerzo, es que su sola presencia era sinónimo de autoridad y control.Sus dedos tamborilearon ligeramente sobre la madera, de forma impaciente, cada golpecito un eco de su mente analítica, desglosando estrategias y predicciones. Los asistentes, cautivos de su aura de poder, seguían cada palabra, cada pausa deliberada con atención reverencial. Alejandro, siempre inmerso en cifras y ambiciones, no permitía que nada perturbara su concentración.Pero entonces, un sonido discreto, pero insistente rompió el silencio del momento, su teléfono vibró sobre la mesa. El movimiento era mínimo, casi imperceptible, pero suficie
El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a
Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes.Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar.—Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su
Alejandro sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a la mujer frente a él con una mezcla de incredulidad y creciente ira.—¿Su hija? —repitió, su voz cargada de desprecio—. ¿Se atreve a llamarla su hija después de abandonarla?Amelia dio un paso adelante, su postura desafiante a pesar del temblor en sus manos.—Yo no la abandoné —declaró, su voz quebrada.Alejandro soltó una risa amarga, su rostro una máscara de desdén.—¿En serio? ¿Entonces dime cómo es que estaba desde recién nacida en ese orfanato, hasta que yo la adopté? No vengas a querer dártela de madre abnegada, conozco las de tu clase. ¡No eres digna de ser una madre para ella!Amelia palideció ante sus palabras, pero se mantuvo firme.—¡Cállese! Y no digas tonterías, usted, no sabe nada sobre mí ni sobre las circunstancias que hicieron que me alejara de ella. ¡No es quién para juzgarme! Ahora estoy en condiciones de tenerla y me la voy a llevar —siseó molesta.Alejandro dio un
Alejandro se giró bruscamente, dándole la espalda a Anaís. Sus puños se cerraron con fuerza, luchando contra el impulso de ceder ante la niña. No podía permitirse mostrar debilidad, no ahora que había llegado tan lejos, además, si lo hacía, perdería el respeto frente a todos.—Señorita Lucrecia —llamó con voz tensa a la niñera que esperaba en el umbral de la puerta—. Lleve a Anaís a su habitación. Respecto a no querer comer. No creo que ella cumpla con su amenaza, seguramente cuando le de hambre comerá.Mientras la niñera se llevaba a una Anaís silenciosa, pero decidida, Alejandro se acercó al ventanal de su despacho.Observó cómo se extendía el extenso bosque, se pasó la mano por la cabeza con impotencia. Había decidido adoptar por dos razones, primero, porque era una condición impuesta por su abuelo para dejarle el control de la empresa.Aunque este había querido que fuera un hijo biológico, pero ante la ambigüedad de su petición, él aprovechó y no dudó en adoptar, por eso a su abue
Alejandro volvió a entrar en la oficina, su expresión ahora era una máscara de confianza y determinación. Foster lo miró expectante, percibiendo el cambio en su cliente y amigo. —Parece que tenemos nueva información —comentó el hombre arqueando una ceja.—Así es, se trata de la señorita Delgado —anunció con un tono que mezclaba satisfacción y desdén—. Parece que nuestra querida Amelia no es tan inocente como pretende ser y ha estado llevando una vida... poco convencional —respondió Alejandro, saboreando cada palabra—. Trabaja como dama de compañía en uno de mis clubes. Imagina cómo se vería eso ante un juez cuando intente reclamar la custodia de Anaís.Se sentó en su silla, inclinándose hacia adelante con los codos sobre el escritorio. —Una madre ejemplar sin dudas —reveló con sarcasmo, saboreando cada palabra.Foster asintió lentamente, comprendiendo las implicaciones. —Por supuesto que eso podría ser muy útil y si el caso llega a los tribunales —dijo el abogado—. Pudiéramos cuest
El último suspiro de la conversación telefónica aún seguía latente en el aire cuando Amelia presionó el botón para colgar. Cerró los ojos con fuerza, un gesto que pretendía contener las lágrimas rebeldes y ahogar el grito de frustración que amenazaba con escaparse de su garganta. Había llegado a ese punto, otra vez, la encrucijada familiar entre la necesidad y la dignidad. Necesitaba más dinero.Los recuerdos de una vida pasada, una donde los aplausos y las medallas de oro resonaban en lugar de la miseria y las lágrimas de tristeza, le asaltaron de pronto, implacables. A pesar de tiempo, aún sentía el abandono, las miradas de decepción de su familia, que se seguían clavando en su corazón como afiladas puñaladas y que aunque había aprendido a soportar, nunca dejaban de dolerle. Amelia Delgado Vega, quien una vez fue la princesita mimada, la atleta estrella, ahora era una paria, una mujer que debía vender compañía para poder vivir y recuperar a su hija. No pudo evitar que las lágrima