Capítulo 4: Contrarreloj.

El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.

Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.

Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.

Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.

Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.

—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.

—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a necesitar algo de mí no dudes en llamarme —, respondió él, una sombra de gratitud en su voz al mismo tiempo que le extendía una tarjeta y ella la guardaba en el bolso.

Ella le dedicó una última mirada cortés antes de girar sobre sus talones, el ruedo de su vestido creado un suave arco detrás de ella.

Ya en la calle, el aire fresco acarició su rostro, liberándola de la máscara de serenidad que había sostenido durante horas. Su mano tembló ligeramente mientras detenía un taxi, la urgencia de su corazón latiendo contra las costillas.

—Al orfanato Sor Juana Inés, por favor, —, instruyó al conductor con firmeza tras cerrar la puerta del vehículo.

Mientras el taxi cobraba vida y se deslizaba a través de las concurridas calles de la ciudad, Amelia apoyó la frente contra el frío cristal de la ventana, dejando que la imagen de su hija llenara cada hueco vacío de su mente.

Estaba demasiado ansiosa, le había dicho que estaría a las tres y media de la tarde allí, y aunque era pequeña y quizás no tuviera noción del tiempo, también era muy inteligente.

Durante esos cuatro años había estado para su pequeña, se había hecho voluntaria en el orfanato, tan solo para estar a su lado. Pensaba hablar con la directora del orfanato y ver cómo era el proceso, si podía adoptar y en última instancia reclamar legalmente a la niña como su madre biológica.

En su pecho, la determinación ardía con la fuerza de un juramento inquebrantable, y en sus ojos se reflejaba la esperanza.

Llegó al orfanato y miró a todos lados, vio a dos niñas jugando y le preguntó por su hija.

—Hola, mis niñas, ¿han visto a Anaís? —preguntó sin poder contener la ansiedad.

—Hola, señorita Amelia. Ella creo que no está, un señor muy elegante con unos carros muy lujoso, se la llevó. Anaís nos dijo que era su nuevo papá, dijo que se llamaba Alente, algo así, no recuerdo bien.

Cuando Amelia escuchó esas palabras, el miedo le atenazó el corazón. Como si una gran mano se lo hubiera estrujado. Un frío glacial recorrió su espalda mientras su mente procesaba la información. ¿Un señor elegante? ¿Un carro lujoso? No podía ser cierto.

—¿Cuándo se la llevaron? —preguntó Amelia con voz temblorosa, luchando por mantener la compostura frente a las niñas.

—Hace como una hora, señorita —respondió una de ellas, ajena al tormento que sus palabras provocaban.

Se desesperó como nunca, porque jamás esos años se alejó de ella, a pesar de haberla dejado allí, no había un solo día en que ella no viera su sonrisa.

Por años temió que alguien la adoptara, pero cuando veía que alguien lo iba a hacer, los desalentaba solo para que no pudieran llevársela, mientras esperaba la oportunidad de ella rescatarla, pero ahora su peor pesadilla había ocurrido.

El pánico se apoderó de Amelia, paralizándola por un instante. Su mente se llenó de imágenes terribles, de posibilidades oscuras que amenazaban con ahogarla. ¿Quién se había llevado a su hija? ¿Cómo era posible que alguien la hubiese adoptado si ella no vio nunca a nadie?

Con las piernas temblorosas, Amelia corrió por los pasillos del orfanato, su corazón latiendo con tanta fuerza que parecía querer escapar de su pecho. Corrió como una loca hacia la oficina de la directora, sin importarle las miradas sorprendidas de las monjas y los niños que encontró en su camino.

Amelia se precipitó en el despacho, irrumpiendo sin llamar, encontrando a la mujer mayor sentada tras su escritorio.

—¿Dónde está Anaís? —exigió Amelia, su voz quebrándose por el miedo y la rabia—. ¿Quién se la llevó? ¡No puede dejar que se la lleven!  —gritó desesperada mientras su cuerpo temblaba.

La directora, una mujer de aspecto severo, se levantó de su escritorio, la miró con una mezcla de sorpresa y confusión.

—¿Qué le pasa? ¿No la enseñaron a tocar las puertas? ¿Por qué llega de esa manera a mi oficina?

Amelia respiró hondo, tratando de controlar su desesperación. Sus ojos, llenos de lágrimas contenidas, se clavaron en la directora con una intensidad que hizo que la mujer retrocediera un paso.

—Lo siento —dijo Amelia, su voz temblando—. Pero necesito saber dónde está Anaís. Es... es importante.

La directora frunció el ceño, estudiando a Amelia con una mirada escrutadora.

—¿Y usted quién se cree para preguntar por una de nuestras niñas? —inquirió con suspicacia.

Amelia sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No sabía que hacer ¿Podía revelar la verdad, sin poner en peligro todo lo que había luchado por proteger? Se preguntó, pero la desesperación la empujaba al borde del abismo.

—Usted sabe que soy voluntaria… por favor necesito saber si Anaís fue adoptada, yo… —la mujer la interrumpió sin dejarla terminar.

—¿Y eso qué le importa? Usted no tiene ningún derecho sobre ella —espetó la directora, su voz cortante como el hielo—. Las adopciones son confidenciales y usted no tiene autoridad para interferir.

Amelia sintió que el corazón se desgarraba. Cada segundo que pasaba sin saber de Anaís era una tortura insoportable. Con un esfuerzo sobrehumano, logró mantener la compostura.

—Por favor —suplicó, su voz, apenas un susurro—. Esa niña... es especial para mí. Necesito saber quién se la llevó, si está segura —dijo con los ojos anegados en lágrima.

La directora la observó con una mezcla de irritación y curiosidad. Algo en la desesperación de Amelia parecía haberla conmovido, aunque fuera mínimamente.

—Señorita Delgado —dijo, finalmente, su tono más suave, pero aún firme—. Entiendo su preocupación, pero hay reglas que debemos seguir. No puedo revelarle información sobre Anaís o su posible adopción. Ya le dije que eso no es de su incumbencia.

La muchacha no pudo seguir ocultando esa verdad que la consumía y le cosquillaba en la garganta.

—Si me incumbe, ¡Tengo todo el derecho del mundo! —estalló Amelia en llanto, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Porque soy su madre!

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