El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.
Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.
Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.
Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.
Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.
—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.
—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a necesitar algo de mí no dudes en llamarme —, respondió él, una sombra de gratitud en su voz al mismo tiempo que le extendía una tarjeta y ella la guardaba en el bolso.
Ella le dedicó una última mirada cortés antes de girar sobre sus talones, el ruedo de su vestido creado un suave arco detrás de ella.
Ya en la calle, el aire fresco acarició su rostro, liberándola de la máscara de serenidad que había sostenido durante horas. Su mano tembló ligeramente mientras detenía un taxi, la urgencia de su corazón latiendo contra las costillas.
—Al orfanato Sor Juana Inés, por favor, —, instruyó al conductor con firmeza tras cerrar la puerta del vehículo.
Mientras el taxi cobraba vida y se deslizaba a través de las concurridas calles de la ciudad, Amelia apoyó la frente contra el frío cristal de la ventana, dejando que la imagen de su hija llenara cada hueco vacío de su mente.
Estaba demasiado ansiosa, le había dicho que estaría a las tres y media de la tarde allí, y aunque era pequeña y quizás no tuviera noción del tiempo, también era muy inteligente.
Durante esos cuatro años había estado para su pequeña, se había hecho voluntaria en el orfanato, tan solo para estar a su lado. Pensaba hablar con la directora del orfanato y ver cómo era el proceso, si podía adoptar y en última instancia reclamar legalmente a la niña como su madre biológica.
En su pecho, la determinación ardía con la fuerza de un juramento inquebrantable, y en sus ojos se reflejaba la esperanza.
Llegó al orfanato y miró a todos lados, vio a dos niñas jugando y le preguntó por su hija.
—Hola, mis niñas, ¿han visto a Anaís? —preguntó sin poder contener la ansiedad.
—Hola, señorita Amelia. Ella creo que no está, un señor muy elegante con unos carros muy lujoso, se la llevó. Anaís nos dijo que era su nuevo papá, dijo que se llamaba Alente, algo así, no recuerdo bien.
Cuando Amelia escuchó esas palabras, el miedo le atenazó el corazón. Como si una gran mano se lo hubiera estrujado. Un frío glacial recorrió su espalda mientras su mente procesaba la información. ¿Un señor elegante? ¿Un carro lujoso? No podía ser cierto.
—¿Cuándo se la llevaron? —preguntó Amelia con voz temblorosa, luchando por mantener la compostura frente a las niñas.
—Hace como una hora, señorita —respondió una de ellas, ajena al tormento que sus palabras provocaban.
Se desesperó como nunca, porque jamás esos años se alejó de ella, a pesar de haberla dejado allí, no había un solo día en que ella no viera su sonrisa.
Por años temió que alguien la adoptara, pero cuando veía que alguien lo iba a hacer, los desalentaba solo para que no pudieran llevársela, mientras esperaba la oportunidad de ella rescatarla, pero ahora su peor pesadilla había ocurrido.
El pánico se apoderó de Amelia, paralizándola por un instante. Su mente se llenó de imágenes terribles, de posibilidades oscuras que amenazaban con ahogarla. ¿Quién se había llevado a su hija? ¿Cómo era posible que alguien la hubiese adoptado si ella no vio nunca a nadie?
Con las piernas temblorosas, Amelia corrió por los pasillos del orfanato, su corazón latiendo con tanta fuerza que parecía querer escapar de su pecho. Corrió como una loca hacia la oficina de la directora, sin importarle las miradas sorprendidas de las monjas y los niños que encontró en su camino.
Amelia se precipitó en el despacho, irrumpiendo sin llamar, encontrando a la mujer mayor sentada tras su escritorio.
—¿Dónde está Anaís? —exigió Amelia, su voz quebrándose por el miedo y la rabia—. ¿Quién se la llevó? ¡No puede dejar que se la lleven! —gritó desesperada mientras su cuerpo temblaba.
La directora, una mujer de aspecto severo, se levantó de su escritorio, la miró con una mezcla de sorpresa y confusión.
—¿Qué le pasa? ¿No la enseñaron a tocar las puertas? ¿Por qué llega de esa manera a mi oficina?
Amelia respiró hondo, tratando de controlar su desesperación. Sus ojos, llenos de lágrimas contenidas, se clavaron en la directora con una intensidad que hizo que la mujer retrocediera un paso.
—Lo siento —dijo Amelia, su voz temblando—. Pero necesito saber dónde está Anaís. Es... es importante.
La directora frunció el ceño, estudiando a Amelia con una mirada escrutadora.
—¿Y usted quién se cree para preguntar por una de nuestras niñas? —inquirió con suspicacia.
Amelia sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No sabía que hacer ¿Podía revelar la verdad, sin poner en peligro todo lo que había luchado por proteger? Se preguntó, pero la desesperación la empujaba al borde del abismo.
—Usted sabe que soy voluntaria… por favor necesito saber si Anaís fue adoptada, yo… —la mujer la interrumpió sin dejarla terminar.
—¿Y eso qué le importa? Usted no tiene ningún derecho sobre ella —espetó la directora, su voz cortante como el hielo—. Las adopciones son confidenciales y usted no tiene autoridad para interferir.
Amelia sintió que el corazón se desgarraba. Cada segundo que pasaba sin saber de Anaís era una tortura insoportable. Con un esfuerzo sobrehumano, logró mantener la compostura.
—Por favor —suplicó, su voz, apenas un susurro—. Esa niña... es especial para mí. Necesito saber quién se la llevó, si está segura —dijo con los ojos anegados en lágrima.
La directora la observó con una mezcla de irritación y curiosidad. Algo en la desesperación de Amelia parecía haberla conmovido, aunque fuera mínimamente.
—Señorita Delgado —dijo, finalmente, su tono más suave, pero aún firme—. Entiendo su preocupación, pero hay reglas que debemos seguir. No puedo revelarle información sobre Anaís o su posible adopción. Ya le dije que eso no es de su incumbencia.
La muchacha no pudo seguir ocultando esa verdad que la consumía y le cosquillaba en la garganta.
—Si me incumbe, ¡Tengo todo el derecho del mundo! —estalló Amelia en llanto, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Porque soy su madre!
Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes.Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar.—Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su
Alejandro sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a la mujer frente a él con una mezcla de incredulidad y creciente ira. —¿Su hija? —repitió, su voz cargada de desprecio—. ¿Se atreve a llamarla su hija después de abandonarla? Amelia dio un paso adelante, su postura desafiante a pesar del temblor en sus manos. —Yo no la abandoné —declaró, su voz quebrada. Alejandro soltó una risa amarga, su rostro una máscara de desdén. —¿En serio? ¿Entonces dime cómo es que estaba desde recién nacida en ese orfanato, hasta que yo la adopté? No vengas a querer dártela de madre abnegada, conozco las de tu clase. ¡No eres digna de ser una madre para ella! Amelia palideció ante sus palabras, pero se mantuvo firme. —¡Cállese! Y no digas tonterías, usted, no sabe nada sobre mí ni sobre las circunstancias que hicieron que me alejara de ella. ¡No es quién para juzgarme! Ahora estoy en condiciones de tenerla y me la voy a llevar —siseó molesta. Alejandro
Alejandro se giró bruscamente, dándole la espalda a Anaís. Sus puños se cerraron con fuerza, luchando contra el impulso de ceder ante la niña. No podía permitirse mostrar debilidad, no ahora que había llegado tan lejos, además, si lo hacía, perdería el respeto frente a todos.—Señorita Lucrecia —llamó con voz tensa a la niñera que esperaba en el umbral de la puerta—. Lleve a Anaís a su habitación. Respecto a no querer comer. No creo que ella cumpla con su amenaza, seguramente cuando le de hambre comerá.Mientras la niñera se llevaba a una Anaís silenciosa, pero decidida, Alejandro se acercó al ventanal de su despacho.Observó cómo se extendía el extenso bosque, se pasó la mano por la cabeza con impotencia. Había decidido adoptar por dos razones, primero, porque era una condición impuesta por su abuelo para dejarle el control de la empresa.Aunque este había querido que fuera un hijo biológico, pero ante la ambigüedad de su petición, él aprovechó y no dudó en adoptar, por eso a su abue
Alejandro volvió a entrar en la oficina, su expresión ahora era una máscara de confianza y determinación. Foster lo miró expectante, percibiendo el cambio en su cliente y amigo. —Parece que tenemos nueva información —comentó el hombre arqueando una ceja.—Así es, se trata de la señorita Delgado —anunció con un tono que mezclaba satisfacción y desdén—. Parece que nuestra querida Amelia no es tan inocente como pretende ser y ha estado llevando una vida... poco convencional —respondió Alejandro, saboreando cada palabra—. Trabaja como dama de compañía en uno de mis clubes. Imagina cómo se vería eso ante un juez cuando intente reclamar la custodia de Anaís.Se sentó en su silla, inclinándose hacia adelante con los codos sobre el escritorio. —Una madre ejemplar sin dudas —reveló con sarcasmo, saboreando cada palabra.Foster asintió lentamente, comprendiendo las implicaciones. —Por supuesto que eso podría ser muy útil y si el caso llega a los tribunales —dijo el abogado—. Pudiéramos cuest
El último suspiro de la conversación telefónica aún seguía latente en el aire cuando Amelia presionó el botón para colgar. Cerró los ojos con fuerza, un gesto que pretendía contener las lágrimas rebeldes y ahogar el grito de frustración que amenazaba con escaparse de su garganta. Había llegado a ese punto, otra vez, la encrucijada familiar entre la necesidad y la dignidad. Necesitaba más dinero.Los recuerdos de una vida pasada, una donde los aplausos y las medallas de oro resonaban en lugar de la miseria y las lágrimas de tristeza, le asaltaron de pronto, implacables. A pesar de tiempo, aún sentía el abandono, las miradas de decepción de su familia, que se seguían clavando en su corazón como afiladas puñaladas y que aunque había aprendido a soportar, nunca dejaban de dolerle. Amelia Delgado Vega, quien una vez fue la princesita mimada, la atleta estrella, ahora era una paria, una mujer que debía vender compañía para poder vivir y recuperar a su hija. No pudo evitar que las lágrima
Alejandro sintió apretó los dientes tratando de controlar su ira. Sus ojos se incendiaron con una furia abrasadora, del tipo que sólo puede provocar una afrenta a algo preciado.Al ver su expresión, Lisya palideció, desvaneciendo su sonrisa burlona y temiendo lo que pudiera ocurrir a continuación.—Querida prima — dijo con una voz suave, aunque cargada de amenaza, —te sugiero que cuides tus palabras. Anaís es mi hija en todos los sentidos que importan, y no toleraré que nadie la insulte, y menos los miembros de mi familia.Con pasos deliberados, acortó la distancia que lo separaba de su prima Lisya hasta que se detuvo frente a ella. Con un rápido movimiento, sus manos se alzaron y le agarraron por el mentón, apretándola con fuerza, clavando sus dedos en su carne, provocando una mueca de dolor en sus labios.—Que sea la última vez que te expreses de esa manera de mi hija, Lisya —gruñó Alejandro entre dientes apretados, con la voz baja, aunque cargada de rabia. La amenaza silenciosa
Amelia retrocedió un paso, su cuerpo tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Sus ojos, antes sorprendidos, ahora brillaban con una mezcla de miedo y determinación.—¿Panificaste esto? ¿Sabías que era yo? —preguntó en tono desconcertado.—Por supuesto que lo sabía ¿Por qué crees que estás aquí? No puedes conmigo, no voy a dejarte ganar —pronunció mirándola con una expresión—, esto me servirá ´para obtener las pruebas necesarias para demostrar ante un juez que no eres la mujer integra que quieres hacer ver, haré hasta lo imposible para que no puedas quitarme a mi hija.—¿Crees que porque trabajo de escort no tengo derecho a mi hija? —no esperó respuesta y siguió hablando—, Soy la madre de Anaís, y tengo todo el derecho de luchar por ella —respondió con voz temblorosa, pero firme.Alejandro entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco. Sus ojos grises brillaban con una intensidad feroz, Su presencia llenaba el espacio, amenazante y poderosa.—¿De
El beso se prolongó, intensificándose con cada segundo que pasaba. Las manos de Alejandro se deslizaron por la cintura de Amelia, atrayéndola más cerca, mientras ella enredaba sus dedos en el cabello de él. La tensión que antes los separaba ahora los unía en un abrazo apasionado.Pero tan repentinamente como había comenzado, Amelia rompió el beso. Se apartó bruscamente, sus ojos abiertos de par en par, con una mezcla de sorpresa, confusión y rabia. Su respiración era entrecortada, y sus mejillas estaban teñidas de un intenso rubor.—¡¿Cómo te atreves?! —espetó mientras levantaba la mano y le daba una gran bofetada a Alejandro.Levantó la otra mano para abofetear su otra mejilla, y Alejandro le sostuvo con fuerza la mano, sus ojos grises chispeando de la rabia, su mandíbula apretada.—¡¿Cómo me atrevo?! ¿Pretendes dártela de digna? —se burló—, no vengas a simular conmigo ¿Me quieres hacer creer que no te acostaste con ningún cliente cuando ahorita te me lanzaste encima?—¿Yo me lancé?