Alejandro volvió a entrar en la oficina, su expresión ahora era una máscara de confianza y determinación. Foster lo miró expectante, percibiendo el cambio en su cliente y amigo. —Parece que tenemos nueva información —comentó el hombre arqueando una ceja.—Así es, se trata de la señorita Delgado —anunció con un tono que mezclaba satisfacción y desdén—. Parece que nuestra querida Amelia no es tan inocente como pretende ser y ha estado llevando una vida... poco convencional —respondió Alejandro, saboreando cada palabra—. Trabaja como dama de compañía en uno de mis clubes. Imagina cómo se vería eso ante un juez cuando intente reclamar la custodia de Anaís.Se sentó en su silla, inclinándose hacia adelante con los codos sobre el escritorio. —Una madre ejemplar sin dudas —reveló con sarcasmo, saboreando cada palabra.Foster asintió lentamente, comprendiendo las implicaciones. —Por supuesto que eso podría ser muy útil y si el caso llega a los tribunales —dijo el abogado—. Pudiéramos cuest
El último suspiro de la conversación telefónica aún seguía latente en el aire cuando Amelia presionó el botón para colgar. Cerró los ojos con fuerza, un gesto que pretendía contener las lágrimas rebeldes y ahogar el grito de frustración que amenazaba con escaparse de su garganta. Había llegado a ese punto, otra vez, la encrucijada familiar entre la necesidad y la dignidad. Necesitaba más dinero.Los recuerdos de una vida pasada, una donde los aplausos y las medallas de oro resonaban en lugar de la miseria y las lágrimas de tristeza, le asaltaron de pronto, implacables. A pesar de tiempo, aún sentía el abandono, las miradas de decepción de su familia, que se seguían clavando en su corazón como afiladas puñaladas y que aunque había aprendido a soportar, nunca dejaban de dolerle. Amelia Delgado Vega, quien una vez fue la princesita mimada, la atleta estrella, ahora era una paria, una mujer que debía vender compañía para poder vivir y recuperar a su hija. No pudo evitar que las lágrima
Alejandro sintió apretó los dientes tratando de controlar su ira. Sus ojos se incendiaron con una furia abrasadora, del tipo que sólo puede provocar una afrenta a algo preciado.Al ver su expresión, Lisya palideció, desvaneciendo su sonrisa burlona y temiendo lo que pudiera ocurrir a continuación.—Querida prima — dijo con una voz suave, aunque cargada de amenaza, —te sugiero que cuides tus palabras. Anaís es mi hija en todos los sentidos que importan, y no toleraré que nadie la insulte, y menos los miembros de mi familia.Con pasos deliberados, acortó la distancia que lo separaba de su prima Lisya hasta que se detuvo frente a ella. Con un rápido movimiento, sus manos se alzaron y le agarraron por el mentón, apretándola con fuerza, clavando sus dedos en su carne, provocando una mueca de dolor en sus labios.—Que sea la última vez que te expreses de esa manera de mi hija, Lisya —gruñó Alejandro entre dientes apretados, con la voz baja, aunque cargada de rabia. La amenaza silenciosa
Amelia retrocedió un paso, su cuerpo tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Sus ojos, antes sorprendidos, ahora brillaban con una mezcla de miedo y determinación.—¿Panificaste esto? ¿Sabías que era yo? —preguntó en tono desconcertado.—Por supuesto que lo sabía ¿Por qué crees que estás aquí? No puedes conmigo, no voy a dejarte ganar —pronunció mirándola con una expresión—, esto me servirá ´para obtener las pruebas necesarias para demostrar ante un juez que no eres la mujer integra que quieres hacer ver, haré hasta lo imposible para que no puedas quitarme a mi hija.—¿Crees que porque trabajo de escort no tengo derecho a mi hija? —no esperó respuesta y siguió hablando—, Soy la madre de Anaís, y tengo todo el derecho de luchar por ella —respondió con voz temblorosa, pero firme.Alejandro entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco. Sus ojos grises brillaban con una intensidad feroz, Su presencia llenaba el espacio, amenazante y poderosa.—¿De
El beso se prolongó, intensificándose con cada segundo que pasaba. Las manos de Alejandro se deslizaron por la cintura de Amelia, atrayéndola más cerca, mientras ella enredaba sus dedos en el cabello de él. La tensión que antes los separaba ahora los unía en un abrazo apasionado.Pero tan repentinamente como había comenzado, Amelia rompió el beso. Se apartó bruscamente, sus ojos abiertos de par en par, con una mezcla de sorpresa, confusión y rabia. Su respiración era entrecortada, y sus mejillas estaban teñidas de un intenso rubor.—¡¿Cómo te atreves?! —espetó mientras levantaba la mano y le daba una gran bofetada a Alejandro.Levantó la otra mano para abofetear su otra mejilla, y Alejandro le sostuvo con fuerza la mano, sus ojos grises chispeando de la rabia, su mandíbula apretada.—¡¿Cómo me atrevo?! ¿Pretendes dártela de digna? —se burló—, no vengas a simular conmigo ¿Me quieres hacer creer que no te acostaste con ningún cliente cuando ahorita te me lanzaste encima?—¿Yo me lancé?
Alejandro se puso de pie, sintiendo el peso de la promesa que acababa de hacer. Miró a Anaís, quien ahora lo observaba con una mezcla de esperanza y desconfianza en sus ojos. Sabía que no podía retractarse, pero tampoco podía permitir que Amelia entrara en sus vidas y lo arruinara todo.Con un suspiro, sacó su teléfono del bolsillo. Sus dedos se detuvieron sobre el teclado mientras dudaba. ¿Realmente iba a hacer esto? ¿Iba a invitar a esa mujer a su casa, a la vida de su hija? Pero al mirar a Anaís, supo que no tenía opción, esa niña era más terca y determinada que los empresarios con los que se había enfrentado a lo largo de toda su vida.—Voy a llamarla desde mi despacho —le dijo moviendo los dedos con precisión y ella negó con la cabeza.—Aquí y ahora —demandó haciendo un gesto con el dedo índice hacia abajo y mirándolo fijamente con carácter.Él alzó la ceja, se veía como una pequeña tirana exigiendo que se cumplieran sus órdenes, si no es porque era él quien estaba contra las cue
Alejandro se acercó a la pequeña con una mezcla de ternura y determinación, sus pasos eran lentos, casi cautelosos, como si temiera romper algo frágil. Cada movimiento era calculado, evitando cualquier gesto brusco que pudiera asustarla. Se arrodilló frente a ella, el peso de su decisión reflejándose en sus ojos oscuros, y le ofreció una sonrisa que intentaba ser reconfortante, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago.—Hola, pequeña. Me llamo Alejandro. ¿Cuál es tu nombre? —preguntó con suavidad, esforzándose por transmitirle seguridad.La niña lo miró con una desconfianza que solo puede nacer en alguien que ha conocido el abandono desde su primer suspiro. Sus ojos grandes y grises lo observaban como si trataran de descifrar si Alejandro era una nueva amenaza o una promesa de algo mejor. Finalmente, y con timidez, comenzó a mover sus manos, formando señas en el aire.Alejandro ladeó la cabeza, tratando de comprender, pero no lograba entender los movimientos de la niña. Una p
Amelia se quedó arrodillada en el suelo, sosteniendo a Anaís con la misma delicadeza con la que una madre protege lo más valioso en su vida. Las lágrimas corrían libremente por su rostro, mezclándose con la confusión y el dolor en su corazón. La niña, con su inocencia intacta, levantó su carita y, con esos ojos grandes y grises, miró a Amelia con una curiosidad mezclada con amor puro. No necesitaban palabras para comunicarse; sus almas hablaban un lenguaje más antiguo y profundo.Anaís levantó sus manitas pequeñas y comenzó a hacer señas, algo que Amelia comprendió al instante. La niña le dijo que la amaba, y esas palabras sin voz resonaron en el corazón de Amelia como un eco que había esperado escuchar durante años.—Yo también te amo, mi pequeña —respondió Amelia con señas, sus manos temblorosas al principio, pero firmes en su convicción—. Te amo con todo mi corazón, y te he extrañado tanto. Tú has sido el motivo para seguir adelante.Anaís sonrió, pero su sonrisa se desvaneció ráp