El tiempo fue pasando rápidamente, y en un abrir y cerrar de ojos, se cumplió el primer año de vida de Apolo y Nohelia. Las familias Valente y Castillo, que se habían mantenido en contacto constante, aprovecharon la ocasión para reunirse en Houston, en la casa de Sergio y Naomi. A pesar de la distancia, la amistad entre ellos se había intensificado, fortalecida por experiencias compartidas y el cariño que unía a los más pequeños.Ese día, la casa de los Castillo lucía decorada de manera encantadora. Globos de colores adornaban los jardines, y una mesa repleta de dulces y pasteles temáticos recibía a los invitados. Las risas y las conversaciones llenaban el aire, enmarcando la celebración con un ambiente cálido y acogedor. Sergio y Naomi, anfitriones orgullosos, no podían ocultar la alegría que sentían al ver a todos reunidos para celebrar la vida de los pequeños.Esmeralda, radiante y con una sonrisa constante, estaba acompañada por su nuevo esposo, el doctor Garniel, con quien se
Pasaron seis años, llenos de cambios, crecimiento y un sinfín de recuerdos entre Houston y Nueva York. La empresa de Sergio había crecido con fuerza, atrayendo el interés de grandes inversionistas internacionales. Así llegó la oferta de una transnacional asiática que prometía llevar su empresa al siguiente nivel. La oportunidad era única y aseguraba un futuro próspero, pero tenía un costo: para lograrlo, Sergio tendría que mudarse con su familia durante seis años. Una tarde, mientras Sergio se encontraba en su oficina, sopesando las implicaciones, sus pensamientos fueron interrumpidos por Naomi, que, percibiendo su tensión, se acercó y le abrazó suavemente por detrás.—Mi amor, ¿qué te preocupa tanto? —le susurró—. ¿Sabes qué puedes contarme?Sergio sonrió, agradecido por la intuición de su esposa.—¿Cómo haces para saber siempre lo que me pasa? —le preguntó con una media sonrisa.Naomi rió suavemente.—Es porque te amo demasiado, y presiento lo que te ocurra, así que no hay nada qu
La lluvia azotaba las calles con salvaje indiferencia, cada gota como un recordatorio crudo de la realidad de Amelia. En su andar apresurado por el parque aquel día, una chica se había tropezado con ella bajo el implacable aguacero y, movida por un arranque de caridad o culpa, quien sabe las razones, la llevó a lo que ahora llamaba hogar.—No puedes quedarte a la intemperie… yo no es que tenga mucho, pero por lo menos estarás seca —le dijo la chica—, soy Nubia.Y así comenzó esa amistad, la llevó a Brownsville, el sitio más peligroso y pobre de Nueva York, a una habitación sofocante de paredes que parecían cerrarse sobre sí mismas, de 4X4 metros, allí en el corazón del vecindario más temido de la ciudad.El hacinamiento era palpable, con cuerpos y alientos mezclándose en el confinamiento nocturno. Amelia, antaño princesa de los Wallace, relegada al rincón en una silla reclinable, la cama de la desdicha. Pero era el único lugar donde podía estar.Así pasó noches de insomnio, de llantos
Amelia mientras vio que se llevaron a su bebé. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y los recuerdos del pasado golpeaban su mente como una tormenta.Recordó aquel día cuando todo se desmoronó. Su padre la dejó en la entrada del club donde se celebraba la fiesta de graduación.—Cuando estés lista, llámame para ir por ti —dijo antes de marcharse.Al entrar, Amelia sintió que todas las miradas se volvían hacia ella. Escuchó susurros, una mezcla de admiración y envidia. Se abrió paso entre la multitud hasta llegar a su mesa.Manuela Sarmiento la recibió con una sonrisa que no llegó a sus ojos, pero Amelia no lo notó. Pensaba que eran amigas, aunque la mirada de Manuela escondía celos y rabia hacia ella.La muchacha, fingiendo agrado, le ofreció un vaso con un líquido ámbar. Amelia lo miró con desconfianza, lo pensó por un momento y negó con la cabeza, porque prácticamente había ido sola, y no le pareció maduro de su parte tomar y no saber lo que pudiera ser de ella.—Lo siento, esta noch
Años despuésLa luz del sol, se filtró por las ventanas de cristal del imponente rascacielos, bañando la sala de juntas con un tono dorado que parecía reverenciar la figura de Alejandro Valente. Sentado en el extremo de la mesa larga y pulida, con su postura erguida y la mirada penetrante clavada en los gráficos y números que se proyectaban, dominaba la reunión sin necesidad de mayor esfuerzo, es que su sola presencia era sinónimo de autoridad y control. Sus dedos tamborilearon ligeramente sobre la madera, de forma impaciente, cada golpecito un eco de su mente analítica, desglosando estrategias y predicciones. Los asistentes, cautivos de su aura de poder, seguían cada palabra, cada pausa deliberada con atención reverencial. Alejandro, siempre inmerso en cifras y ambiciones, no permitía que nada perturbara su concentración. Pero entonces, un sonido discreto, pero insistente rompió el silencio del momento, su teléfono vibró sobre la mesa. El movimiento era mínimo, casi imperceptib
El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a
Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes.Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar.—Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su
Alejandro sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a la mujer frente a él con una mezcla de incredulidad y creciente ira. —¿Su hija? —repitió, su voz cargada de desprecio—. ¿Se atreve a llamarla su hija después de abandonarla? Amelia dio un paso adelante, su postura desafiante a pesar del temblor en sus manos. —Yo no la abandoné —declaró, su voz quebrada. Alejandro soltó una risa amarga, su rostro una máscara de desdén. —¿En serio? ¿Entonces dime cómo es que estaba desde recién nacida en ese orfanato, hasta que yo la adopté? No vengas a querer dártela de madre abnegada, conozco las de tu clase. ¡No eres digna de ser una madre para ella! Amelia palideció ante sus palabras, pero se mantuvo firme. —¡Cállese! Y no digas tonterías, usted, no sabe nada sobre mí ni sobre las circunstancias que hicieron que me alejara de ella. ¡No es quién para juzgarme! Ahora estoy en condiciones de tenerla y me la voy a llevar —siseó molesta. Alejandro