Capítulo 2. La pesadilla.

Amelia mientras vio que se llevaron a su bebé. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y los recuerdos del pasado golpeaban su mente como una tormenta.

Recordó aquel día cuando todo se desmoronó. Su padre la dejó en la entrada del club donde se celebraba la fiesta de graduación.

—Cuando estés lista, llámame para ir por ti —dijo antes de marcharse.

Al entrar, Amelia sintió que todas las miradas se volvían hacia ella. Escuchó susurros, una mezcla de admiración y envidia. Se abrió paso entre la multitud hasta llegar a su mesa.

Manuela Sarmiento la recibió con una sonrisa que no llegó a sus ojos, pero Amelia no lo notó. Pensaba que eran amigas, aunque la mirada de Manuela escondía celos y rabia hacia ella.

La muchacha, fingiendo agrado, le ofreció un vaso con un líquido ámbar. Amelia lo miró con desconfianza, lo pensó por un momento y negó con la cabeza, porque prácticamente había ido sola, y no le pareció maduro de su parte tomar y no saber lo que pudiera ser de ella.

—Lo siento, esta noche no bebo —dijo con cortesía.

Los demás la miraron con desagrado, lo que hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo.

La música comenzó a sonar, y alguien la invitó a bailar. Amelia aceptó, feliz de moverse al ritmo de la música, sin sospechar lo que estaba por venir.

Mientras bailaba, Manuela la observó con ojos llenos de malicia. Cuando Amelia se alejó de la pista, Manuela se inclinó hacia sus amigos y susurró:

—Esto debe salir perfecto. Harry, tú te encargas de las luces, solo el tiempo necesario. Joan, Giulio y Jonás, asegúrense de que termine en el baño.

Amelia, ajena a todo, seguía disfrutando. Se reía, se movía con gracia, hasta que decidió descansar.

Al regresar a su asiento, sintió un escalofrío. Algo no estaba bien, pero no pudo identificar qué era. Cuando llegó a la mesa, la oscuridad cayó sobre la sala de repente.

Se quedó paralizada. Un paño cubrió su boca, ahogando sus gritos, y unas manos fuertes la inmovilizaron. La arrastraron hasta el baño. Cuando volvió la luz, se encontró rodeada por tres chicos y dos chicas con miradas llenas de malas intenciones.

—¿Qué hacen? —susurró Amelia, asustada. —¿Qué quieren?

Manuela, que Amelia consideraba su amiga, se acercó y la miró con desprecio.

—Vamos a darte una lección de humildad —, escupió con veneno. —Que todo el mundo vea que no eres tan perfecta después de todo, siempre quieres presumir de tus notas, de ser Atleta, de ser bella, de ser la mejor, ¡Pero no más!

La inmovilizaron, uno en cada brazo, y otros dos la obligaron a separar las piernas y ni siquiera pudo gritar porque le pusieron cinta pegante en la boca. 

Un escalofrío de espanto invadió a Amelia mientras la despojaban de su ropa, el terror le arañaba la garganta. Se imaginó lo peor, mientras las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. 

Y así fue, cuando Manuela blandió una jeringuilla con una sonrisa depredadora, dejando sus intenciones claras y monstruosas, mientras el grito ahogado de Amelia salía con un leve quejido, cerrando los ojos con su rostro bañado en lágrimas. 

El dolor la atravesó, mientras dejaba deslizar algo en su interior. Su mundo, antes lleno del cálido resplandor, del respeto y la admiración, se había sumido en un abismo de pesadilla, de traición y dolor, mientras ellos la dejaban tirada en el baño, sumida en el dolor.

Tres meses después, Amelia estaba en el consultorio médico, con náuseas constantes. Temía que tuviera alguna enfermedad grave. Cuando el doctor le dio los resultados, su vida se vino abajo.

 —¿Qué tengo, doctor? ¿Una enfermedad? ¿Voy a estar bien? —, preguntó con voz temblorosa.

La respuesta cayó sobre Amelia como una sentencia.

 —Por supuesto que vas a estar bien, solo estás embarazada. 

—¿Embarazada? —repitió Amelia, incrédula. Recordó la fiesta y la inyección. No podía ser cierto, pero lo era.

Al regresar a casa, sus padres estaban sentados con sus hermanos hablando en  la sala, sin embargo, se tropezó y su bolso se le cayó de las manos temblorosas. Su contenido se desparramó por el suelo.

Su padre se levantó a ayudarla a recoger cuando encontró el sobre.

—¿Qué es esto? 

Con los ojos rebosantes de lágrimas calientes y punzantes, Amalia observó impotente cómo los dedos de su padre pellizcaban el papel y lo levantaban con la precisión de un hombre acostumbrado al control y como ella no le respondió insistió.

—¿Qué significa esto? —, preguntó, clavando su penetrante mirada en la de ella.

Un sollozo le subió por la garganta, crudo y desesperado. 

—Estoy embarazada —, confesó, su voz, apenas un susurro contra la tormenta de emociones que se estaba gestando en su interior y sus ojos llenos de lágrimas.

 La reacción de sus padres fue inmediata y despiadada.

—¿Quién te ha embarazado? —preguntaron al unísono.

—No lo sé… —respondió Amelia, su voz ahogada en sollozos.—No sé cómo o currió…

La furia de su padre estalló como un volcán que de repente cobró vida. Caminó hacia ella, y la distancia se redujo en latidos. Con un golpe rápido, como un relámpago, su mano conectó con su mejilla, haciéndola caer de espaldas sobre uno de los muebles. 

—¡No eres más que una zorra! —, le espetó, con veneno en cada sílaba. —¡¡Yo no voy a ser el hazmerreír de la gente!! Recoge tus cosas y vete de esta casa,

Amalia extendió la mano, con una súplica, formándose en sus magullados labios, buscando cualquier atisbo de compasión en el hombre que una vez la había sostenido con tierno cuidado.

Pero el padre que conocía había desaparecido, sustituido por aquel extraño inflexible y cruel.

—Papá por favor... mamá —. La voz de la muchacha tembló.

—¡Ya escuchaste a tu papá! —dijo su madre se dio la vuelta, con la espalda, como un último y aplastante rechazo —Recoge tus cosas porque no te queremos más en esta casa.

En ese momento Amelia, sola, embarazada y sin apoyo, vio cómo su mundo perfecto se hizo pedazos, la tristeza y el dolor se cernió sobre ella. Ahora estaba allí, dejando atrás a su hija en ese orfanato, porque no tenía otro camino, sin embargo, en silencio prometió que regresaría por ella, la vería día a día y la recuperaría, aunque le costara la vida “¡Lo juro!”, se dijo en la mente, segura de cumplir con esa promesa.

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