Capítulo 3. Un hombre reacio a hacer promesas.

La luz del sol, se filtró por las ventanas de cristal del imponente rascacielos, bañando la sala de juntas con un tono dorado que parecía reverenciar la figura de Alejandro Valente. 

Sentado en el extremo de la mesa larga y pulida, con su postura erguida y la mirada penetrante clavada en los gráficos y números que se proyectaban, dominaba la reunión sin necesidad de mayor esfuerzo, es que su sola presencia era sinónimo de autoridad y control.

Sus dedos tamborilearon ligeramente sobre la madera,  de forma impaciente, cada golpecito un eco de su mente analítica, desglosando estrategias y predicciones. 

Los asistentes, cautivos de su aura de poder, seguían cada palabra, cada pausa deliberada con atención reverencial. Alejandro, siempre inmerso en cifras y ambiciones, no permitía que nada perturbara su concentración.

Pero entonces, un sonido discreto, pero insistente rompió el silencio del momento, su teléfono vibró sobre la mesa. El movimiento era mínimo, casi imperceptible, pero suficiente para arrancarle una fracción de segundo de atención. 

Con un gesto fluido y controlado, Alejandro tomó el aparato entre sus manos. Su pulgar deslizó sobre la pantalla iluminada y llevó el dispositivo a su oído, adoptando un semblante aún más severo si cabe.

"Señor Valente". Resonó una voz femenina al otro lado, formal y directa, "le informo que el proceso de adopción ha finalizado. Puede ir al orfanato a buscar a la niña para que se la lleve a su casa“.

El tiempo pareció suspendido mientras las palabras se instalaban en su consciente. Una brisa inesperada de emociones cruzó la superficie helada de su expresión habitual, y emitió una leve sonrisa, pero solo por un instante fugaz. Nadie en la sala podía imaginar la tormenta interna que esas simples palabras habían desencadenado en el implacable Alejandro Valente.

—Entendido —, dijo él, su voz, un reflejo de la compostura que su rostro había recuperado rápidamente. —Allí estaré.

Con esas palabras colgó la llamada, depositando el teléfono sobre la mesa con un cuidado preciso.

—La reunión se suspende —declaró sin dar más explicaciones, se levantó y caminó hacia la salida.

Alejandro no otorgó ni una mirada a sus colaboradores, y mucho menos dio explicaciones.

De inmediato salió de allí camino al orfanato, una vez en el sitio, el hombre  atravesó con determinación el umbral del orfanato, un edificio que desprendía más calidez que cualquier sala de juntas en la que hubiera estado. 

Sus ojos inmediatamente buscaron entre los rostros hasta encontrarla: la pequeña Anaís, una chispa de vida entre las paredes gastadas. 

Desde aquel día, cuando fue buscando un niño para adoptar, sus miradas se entrelazaron, Alejandro había quedado cautivado por su agudeza e inteligencia, asombroso vestigio en una niña sordomuda.

Al acercarse a ella, con cada paso calculado, observó cómo Anaís, con un gesto espontáneo de incertidumbre, tomó la mano de una cuidadora y la sujetaba con fuerza. 

—Debes venir conmigo a mi casa, desde ahora soy tu papá, no tengas miedo —dijo en tono suave y con movimientos de sus manos.

Su mirada, sin embargo, traspasó la barrera del miedo; los ojos gris plomo de la niña brillaban inundados de curiosidad y anhelo.

—¿Qué es un papá? ¿Por qué mejor no me voy a la casa de mi mamá? 

La pregunta fluyó de las pequeñas manos de Anaís en un lenguaje silencioso, pero claro como el cristal. 

Alejandro, quien había pasado interminables noches memorizando el significado de esos movimientos ágiles, se inclinó hacia ella, su semblante severo, suavizándose en un intento por transmitir confianza.

—Papá —articuló con cuidado, esperando que leyera sus labios mientras imitaba el signo —, es alguien que te cuida, que ve en ti una princesa y desea cumplir todos tus sueños y deseos.

La idea de ser esa figura protectora para la niña despertaba en él una sensación desconcertante, un calor que desmantelaba poco a poco su costumbre de frialdad.

Fue entonces cuando la pequeña, procesando sus palabras, mostró una decisión firme en su mirada y firmó con determinación: 

—Entonces, está bien, papá. Mi primero deseo es que me ayudes a encontrar a mi madre.

La petición, tan inocente y compleja, golpeó a Alejandro como si le hubiesen dado un fuerte golpe por el estómago y le hubiesen sacado todo el aire. Sintió cómo su mundo de estrategias se tambaleaba ante esa petición.

—Pequeña… yo no la conozco, no puedo hacer eso—comenzó Alejandro moviendo sus dedos.

Y es que en realidad no quería hacerlo, no estaba de acuerdo en buscar a una mujer que no le había importado dejar a su hija tirada en un orfanato, sin embargo, no se atrevía a decirle que no para no desilusionarla.

Anaís frunció el ceño, sus ojos brillando con una mezcla de decepción y determinación. Sus manos se movieron rápidamente, formando palabras que transmitían su frustración.

—Pero eres mi papá. Los papás pueden hacer cualquier cosa —dijo en su lenguaje—, es lo que me acabas de decir.

Alejandro sintió una punzada de culpa. Había pasado años construyendo una imagen de poder e invencibilidad en el mundo de los negocios, y ahora, frente a esta pequeña, se sentía completamente indefenso. Eso era increíble.

Respiró hondo, buscando las palabras correctas. Sus dedos se movieron con cuidado, intentando explicar una realidad compleja a una mente inocente.

—A veces, incluso los papás no pueden hacer todo. Pero te prometo que haré todo lo que esté en mi poder para hacerte feliz.

La niña lo miró fijamente, sus ojos escrutando su rostro como si buscara la verdad detrás de sus palabras. Después de un momento que pareció eterno, dijo.

—Eso no significa que la vayas a encontrar. Entonces, si no quieres encontrar a mi madre, no te quiero de padre —sentenció con la barbilla levantada y sus ojos chispeantes producto del enojo. 

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