Años después
La luz del sol, se filtró por las ventanas de cristal del imponente rascacielos, bañando la sala de juntas con un tono dorado que parecía reverenciar la figura de Alejandro Valente.
Sentado en el extremo de la mesa larga y pulida, con su postura erguida y la mirada penetrante clavada en los gráficos y números que se proyectaban, dominaba la reunión sin necesidad de mayor esfuerzo, es que su sola presencia era sinónimo de autoridad y control. Sus dedos tamborilearon ligeramente sobre la madera, de forma impaciente, cada golpecito un eco de su mente analítica, desglosando estrategias y predicciones. Los asistentes, cautivos de su aura de poder, seguían cada palabra, cada pausa deliberada con atención reverencial. Alejandro, siempre inmerso en cifras y ambiciones, no permitía que nada perturbara su concentración. Pero entonces, un sonido discreto, pero insistente rompió el silencio del momento, su teléfono vibró sobre la mesa. El movimiento era mínimo, casi imperceptible, pero suficiente para arrancarle una fracción de segundo de atención. Con un gesto fluido y controlado, Alejandro tomó el aparato entre sus manos. Su pulgar deslizó sobre la pantalla iluminada y llevó el dispositivo a su oído, adoptando un semblante aún más severo si cabe. "Señor Valente". Resonó una voz femenina al otro lado, formal y directa, "le informo que el proceso de adopción ha finalizado. Puede ir al orfanato a buscar a la niña para que se la lleve a su casa“. El tiempo pareció suspendido mientras las palabras se instalaban en su consciente. Una brisa inesperada de emociones cruzó la superficie helada de su expresión habitual, y emitió una leve sonrisa, pero solo por un instante fugaz. Nadie en la sala podía imaginar la tormenta interna que esas simples palabras habían desencadenado en el implacable Alejandro Valente. —Entendido —, dijo él, su voz, un reflejo de la compostura que su rostro había recuperado rápidamente. —Allí estaré. Con esas palabras colgó la llamada, depositando el teléfono sobre la mesa con un cuidado preciso. —La reunión se suspende —declaró sin dar más explicaciones, se levantó y caminó hacia la salida. Alejandro no otorgó ni una mirada a sus colaboradores, y mucho menos dio explicaciones. De inmediato salió de allí camino al orfanato, una vez en el sitio, el hombre atravesó con determinación el umbral del orfanato, un edificio que desprendía más calidez que cualquier sala de juntas en la que hubiera estado. Sus ojos inmediatamente buscaron entre los rostros hasta encontrarla: la pequeña Anaís, una chispa de vida entre las paredes gastadas. Desde aquel día, cuando fue buscando un niño para adoptar, sus miradas se entrelazaron, Alejandro había quedado cautivado por su agudeza e inteligencia, asombroso vestigio en una niña sordomuda. Al acercarse a ella, con cada paso calculado, observó cómo Anaís, con un gesto espontáneo de incertidumbre, tomó la mano de una cuidadora y la sujetaba con fuerza. —Debes venir conmigo a mi casa, desde ahora soy tu papá, no tengas miedo —dijo en tono suave y con movimientos de sus manos. Su mirada, sin embargo, traspasó la barrera del miedo; los ojos gris plomo de la niña brillaban inundados de curiosidad y anhelo. —¿Qué es un papá? ¿Por qué mejor no me voy a la casa de mi mamá? La pregunta fluyó de las pequeñas manos de Anaís en un lenguaje silencioso, pero claro como el cristal. Alejandro, quien había pasado interminables noches memorizando el significado de esos movimientos ágiles, se inclinó hacia ella, su semblante severo, suavizándose en un intento por transmitir confianza. —Papá —articuló con cuidado, esperando que leyera sus labios mientras imitaba el signo —, es alguien que te cuida, que ve en ti una princesa y desea cumplir todos tus sueños y deseos. La idea de ser esa figura protectora para la niña despertaba en él una sensación desconcertante, un calor que desmantelaba poco a poco su costumbre de frialdad. Fue entonces cuando la pequeña, procesando sus palabras, mostró una decisión firme en su mirada y firmó con determinación: —Entonces, está bien, papá. Mi primero deseo es que me ayudes a encontrar a mi madre. La petición, tan inocente y compleja, golpeó a Alejandro como si le hubiesen dado un fuerte golpe por el estómago y le hubiesen sacado todo el aire. Sintió cómo su mundo de estrategias se tambaleaba ante esa petición. —Pequeña… yo no la conozco, no puedo hacer eso—comenzó Alejandro moviendo sus dedos. Y es que en realidad no quería hacerlo, no estaba de acuerdo en buscar a una mujer que no le había importado dejar a su hija tirada en un orfanato, sin embargo, no se atrevía a decirle que no para no desilusionarla. Anaís frunció el ceño, sus ojos brillando con una mezcla de decepción y determinación. Sus manos se movieron rápidamente, formando palabras que transmitían su frustración. —Pero eres mi papá. Los papás pueden hacer cualquier cosa —dijo en su lenguaje—, es lo que me acabas de decir. Alejandro sintió una punzada de culpa. Había pasado años construyendo una imagen de poder e invencibilidad en el mundo de los negocios, y ahora, frente a esta pequeña, se sentía completamente indefenso. Eso era increíble. Respiró hondo, buscando las palabras correctas. Sus dedos se movieron con cuidado, intentando explicar una realidad compleja a una mente inocente. —A veces, incluso los papás no pueden hacer todo. Pero te prometo que haré todo lo que esté en mi poder para hacerte feliz. La niña lo miró fijamente, sus ojos escrutando su rostro como si buscara la verdad detrás de sus palabras. Después de un momento que pareció eterno, dijo. —Eso no significa que la vayas a encontrar. Entonces, si no quieres encontrar a mi madre, no te quiero de padre —sentenció con la barbilla levantada y sus ojos chispeantes producto del enojo.El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a
Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes.Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar.—Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su
Alejandro sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a la mujer frente a él con una mezcla de incredulidad y creciente ira. —¿Su hija? —repitió, su voz cargada de desprecio—. ¿Se atreve a llamarla su hija después de abandonarla? Amelia dio un paso adelante, su postura desafiante a pesar del temblor en sus manos. —Yo no la abandoné —declaró, su voz quebrada. Alejandro soltó una risa amarga, su rostro una máscara de desdén. —¿En serio? ¿Entonces dime cómo es que estaba desde recién nacida en ese orfanato, hasta que yo la adopté? No vengas a querer dártela de madre abnegada, conozco las de tu clase. ¡No eres digna de ser una madre para ella! Amelia palideció ante sus palabras, pero se mantuvo firme. —¡Cállese! Y no digas tonterías, usted, no sabe nada sobre mí ni sobre las circunstancias que hicieron que me alejara de ella. ¡No es quién para juzgarme! Ahora estoy en condiciones de tenerla y me la voy a llevar —siseó molesta. Alejandro
Alejandro se giró bruscamente, dándole la espalda a Anaís. Sus puños se cerraron con fuerza, luchando contra el impulso de ceder ante la niña. No podía permitirse mostrar debilidad, no ahora que había llegado tan lejos, además, si lo hacía, perdería el respeto frente a todos.—Señorita Lucrecia —llamó con voz tensa a la niñera que esperaba en el umbral de la puerta—. Lleve a Anaís a su habitación. Respecto a no querer comer. No creo que ella cumpla con su amenaza, seguramente cuando le de hambre comerá.Mientras la niñera se llevaba a una Anaís silenciosa, pero decidida, Alejandro se acercó al ventanal de su despacho.Observó cómo se extendía el extenso bosque, se pasó la mano por la cabeza con impotencia. Había decidido adoptar por dos razones, primero, porque era una condición impuesta por su abuelo para dejarle el control de la empresa.Aunque este había querido que fuera un hijo biológico, pero ante la ambigüedad de su petición, él aprovechó y no dudó en adoptar, por eso a su abue
Alejandro volvió a entrar en la oficina, su expresión ahora era una máscara de confianza y determinación. Foster lo miró expectante, percibiendo el cambio en su cliente y amigo. —Parece que tenemos nueva información —comentó el hombre arqueando una ceja.—Así es, se trata de la señorita Delgado —anunció con un tono que mezclaba satisfacción y desdén—. Parece que nuestra querida Amelia no es tan inocente como pretende ser y ha estado llevando una vida... poco convencional —respondió Alejandro, saboreando cada palabra—. Trabaja como dama de compañía en uno de mis clubes. Imagina cómo se vería eso ante un juez cuando intente reclamar la custodia de Anaís.Se sentó en su silla, inclinándose hacia adelante con los codos sobre el escritorio. —Una madre ejemplar sin dudas —reveló con sarcasmo, saboreando cada palabra.Foster asintió lentamente, comprendiendo las implicaciones. —Por supuesto que eso podría ser muy útil y si el caso llega a los tribunales —dijo el abogado—. Pudiéramos cuest
El último suspiro de la conversación telefónica aún seguía latente en el aire cuando Amelia presionó el botón para colgar. Cerró los ojos con fuerza, un gesto que pretendía contener las lágrimas rebeldes y ahogar el grito de frustración que amenazaba con escaparse de su garganta. Había llegado a ese punto, otra vez, la encrucijada familiar entre la necesidad y la dignidad. Necesitaba más dinero.Los recuerdos de una vida pasada, una donde los aplausos y las medallas de oro resonaban en lugar de la miseria y las lágrimas de tristeza, le asaltaron de pronto, implacables. A pesar de tiempo, aún sentía el abandono, las miradas de decepción de su familia, que se seguían clavando en su corazón como afiladas puñaladas y que aunque había aprendido a soportar, nunca dejaban de dolerle. Amelia Delgado Vega, quien una vez fue la princesita mimada, la atleta estrella, ahora era una paria, una mujer que debía vender compañía para poder vivir y recuperar a su hija. No pudo evitar que las lágrima
Alejandro sintió apretó los dientes tratando de controlar su ira. Sus ojos se incendiaron con una furia abrasadora, del tipo que sólo puede provocar una afrenta a algo preciado.Al ver su expresión, Lisya palideció, desvaneciendo su sonrisa burlona y temiendo lo que pudiera ocurrir a continuación.—Querida prima — dijo con una voz suave, aunque cargada de amenaza, —te sugiero que cuides tus palabras. Anaís es mi hija en todos los sentidos que importan, y no toleraré que nadie la insulte, y menos los miembros de mi familia.Con pasos deliberados, acortó la distancia que lo separaba de su prima Lisya hasta que se detuvo frente a ella. Con un rápido movimiento, sus manos se alzaron y le agarraron por el mentón, apretándola con fuerza, clavando sus dedos en su carne, provocando una mueca de dolor en sus labios.—Que sea la última vez que te expreses de esa manera de mi hija, Lisya —gruñó Alejandro entre dientes apretados, con la voz baja, aunque cargada de rabia. La amenaza silenciosa
Amelia retrocedió un paso, su cuerpo tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Sus ojos, antes sorprendidos, ahora brillaban con una mezcla de miedo y determinación.—¿Panificaste esto? ¿Sabías que era yo? —preguntó en tono desconcertado.—Por supuesto que lo sabía ¿Por qué crees que estás aquí? No puedes conmigo, no voy a dejarte ganar —pronunció mirándola con una expresión—, esto me servirá ´para obtener las pruebas necesarias para demostrar ante un juez que no eres la mujer integra que quieres hacer ver, haré hasta lo imposible para que no puedas quitarme a mi hija.—¿Crees que porque trabajo de escort no tengo derecho a mi hija? —no esperó respuesta y siguió hablando—, Soy la madre de Anaís, y tengo todo el derecho de luchar por ella —respondió con voz temblorosa, pero firme.Alejandro entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco. Sus ojos grises brillaban con una intensidad feroz, Su presencia llenaba el espacio, amenazante y poderosa.—¿De