Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes. Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar. —Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su frente. —Señorita Delgado, entiendo que esto debe ser muy difícil para usted, pero debe comprender que la situación es delicada —dijo la directora, su tono ahora más compasivo—. Anaís ha estado en nuestro cuidado durante cuatro años. Legalmente, usted renunció a sus derechos como madre cuando la dejó aquí. Amelia asintió, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. —Lo sé, y me arrepiento cada día de esa decisión. Pero era joven, estaba asustada y sola, sin dinero, no tenía ni donde vivir, y desde el día siguiente me aseguré que ella estuviera bien. Ahora tengo un hogar, pronto tendré un trabajo estable y puedo darle a mi hija la vida que se merece. La directora suspiró, su mirada perdida en los papeles sobre su escritorio. —Hay protocolos que debemos seguir, evaluaciones que realizar. Y también debemos considerar el bienestar emocional de Anaís… además… la persona que la adoptó, inició trámites desde hace tiempo y el tribunal le concedió la adopción…—¿Cómo es posible? Yo no vi a nadie interesado en adoptar a Anaís —susurró con mortificación.
—Como le dije vino hace meses y desde que vio a la niña decidió que ella sería si hija. Le aconsejo busque un abogado para que la asesore… porque no creo que pueda revocar esa decisión. Ese hombre es muy poderoso, y nadie se opone a lo que él quiera —sentenció la mujer con firmeza. —¡No! Eso no puede ser posible, usted debe decirme dónde lo puedo encontrar, yo necesito hablar con él —expresó desesperada. —Lo siento, pero no puedo darle esos datos, ni decirle el nombre de esa familia… lo que más puedo hacer por usted, es hablar con él y pedirle que venga a hablar conmigo y allí interceder por usted, para que acepte hablarle —declaró la mujer con firmeza. Amelia sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Su corazón latió con fuerza, amenazando con salirse de su pecho. La desesperación se apoderó de ella, nublando sus pensamientos. —Por favor —suplicó, su voz quebrándose—. Necesito tener a mi hija. Ella me necesita, yo la necesito. No puede simplemente desaparecer de mi vida. La directora la miró con una mezcla de compasión y resignación. —Entiendo su dolor, señorita Delgado, pero mis manos están atadas. La ley es clara en estos casos y usted tomó su decisión en este caso. Amelia se puso de pie, sus piernas temblando. —Haré lo que sea necesario. Contrataré al mejor abogado, lucharé en los tribunales. No me rendiré hasta tener a mi hija de vuelta… no he llegado tan lejos para perderla ahora. Salió de la oficina con paso firme, aunque por dentro se sentía destrozada. En el pasillo, se encontró con María, una trabajadora que era amiga suya, y no ocultaba nada, no perdió en darle información. —¿Supiste que Anaís la adoptó un señor millonario? —ella negó con la cabeza—, hasta en limusina vinieron a buscarlo, es de los Valente, se llama Alejandro Valente. Con esa información, Amelia salió de allí, se fue directo al apartamento que había alquilado el día anterior, y entró en la computadora y comenzó a buscar todo lo relacionado con Alejandro Valente. Anotó en una libreta los datos, aunque solo consiguió información de la empresa, no dudó y marcó a su oficina, la atendió una de las secretarias. Le habló al principio en alemán, diciendo que era la analista de sistema, de una empresa que el consorcio Valente había contratado en materia de ciberseguridad, y aunque la mujer estaba dudosa, ella la convenció. —Si no puedo contactar con el señor Alejandro Valente, hoy, mi empresa revocará el contrato, espero que sobre usted no recaiga los daños que eso pueda ocasionar. Sus palabras la convencieron y un minuto después, no solo tenía el teléfono del hombre, sino también su dirección. —A mí no me importas quién sea Alejandro Valente, pero no te vas a quedar con mi hija ¡Porque no voy a permitírtelo! —con esas palabras salió de su apartamento, tomó un taxi con destino a la mansión Valente. Alejandro, no solo había habilitado la casa para la llegada de su hija, sino que también había preparado una fiesta de bienvenida, solo que la pequeña, luego de ser arreglada, se negaba a bajar. —No quiero bajar —dijo la niña levantando ambas manos y moviéndolas con rapidez, su rostro reflejando una evidente molestia —¿Por qué no quieres? Toda la familia está emocionada de recibirte, tus abuelos, tus tíos, primos —pronunció Alejandro al mismo tiempo que movía sus dedos. —No hasta que no aparezca mi madre, me dijiste que la encontrarías y no la veo —sentenció la niña con una expresión de determinación. Alejandro se llevó la mano a los ojos con un poco de exasperación, no podía decirle a Anaís, que no vale la pena encontrar una mujer tan mala, que no le importó abandonarla, y que lo hizo por tener un problema de discapacidad auditiva, eso es lo que le habían informado a él, pero al ver los ojos suplicantes de la niña, supo que no podía herirla. En ese momento se escuchó un bullicio abajo. Alejandro se asomó y vio a una mujer alta, cabello rubio, dorado, peleando. —¡Exijo que le diga a su jefe que venga a darme la cara! —gritó exasperada. Alejandro frunció el ceño. —Quédese con Anaís que voy a ver qué sucede allí abajo. Alejandro bajó las escaleras con paso firme, su rostro endurecido por la molestia. Al llegar al vestíbulo, se encontró cara a cara con la mujer rubia que gritaba, sus ojos grises azulados, daban la impresión de lanzar chispas. —¡¿Quién carajos es usted para que venga a mi casa a gritar de esa manera?! —espetó con voz firme y dura. La mujer se giró hacia él, sus ojos brillando con una mezcla de furia y determinación. —¿Es usted Alejandro Valente? —preguntó ella, aunque su voz tembló un poco. —Yo hice la pregunta primero ¿Qué hace aquí? —preguntó su voz fría como el hielo. —Soy Amelia Delgado, y vine por mi hija —declaró Amelia con firmeza—. Sé que está aquí y no me iré sin ella.Alejandro sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a la mujer frente a él con una mezcla de incredulidad y creciente ira. —¿Su hija? —repitió, su voz cargada de desprecio—. ¿Se atreve a llamarla su hija después de abandonarla? Amelia dio un paso adelante, su postura desafiante a pesar del temblor en sus manos. —Yo no la abandoné —declaró, su voz quebrada. Alejandro soltó una risa amarga, su rostro una máscara de desdén. —¿En serio? ¿Entonces dime cómo es que estaba desde recién nacida en ese orfanato, hasta que yo la adopté? No vengas a querer dártela de madre abnegada, conozco las de tu clase. ¡No eres digna de ser una madre para ella! Amelia palideció ante sus palabras, pero se mantuvo firme. —¡Cállese! Y no digas tonterías, usted, no sabe nada sobre mí ni sobre las circunstancias que hicieron que me alejara de ella. ¡No es quién para juzgarme! Ahora estoy en condiciones de tenerla y me la voy a llevar —siseó molesta. Alejandro
Alejandro se giró bruscamente, dándole la espalda a Anaís. Sus puños se cerraron con fuerza, luchando contra el impulso de ceder ante la niña. No podía permitirse mostrar debilidad, no ahora que había llegado tan lejos, además, si lo hacía, perdería el respeto frente a todos.—Señorita Lucrecia —llamó con voz tensa a la niñera que esperaba en el umbral de la puerta—. Lleve a Anaís a su habitación. Respecto a no querer comer. No creo que ella cumpla con su amenaza, seguramente cuando le de hambre comerá.Mientras la niñera se llevaba a una Anaís silenciosa, pero decidida, Alejandro se acercó al ventanal de su despacho.Observó cómo se extendía el extenso bosque, se pasó la mano por la cabeza con impotencia. Había decidido adoptar por dos razones, primero, porque era una condición impuesta por su abuelo para dejarle el control de la empresa.Aunque este había querido que fuera un hijo biológico, pero ante la ambigüedad de su petición, él aprovechó y no dudó en adoptar, por eso a su abue
Alejandro volvió a entrar en la oficina, su expresión ahora era una máscara de confianza y determinación. Foster lo miró expectante, percibiendo el cambio en su cliente y amigo. —Parece que tenemos nueva información —comentó el hombre arqueando una ceja.—Así es, se trata de la señorita Delgado —anunció con un tono que mezclaba satisfacción y desdén—. Parece que nuestra querida Amelia no es tan inocente como pretende ser y ha estado llevando una vida... poco convencional —respondió Alejandro, saboreando cada palabra—. Trabaja como dama de compañía en uno de mis clubes. Imagina cómo se vería eso ante un juez cuando intente reclamar la custodia de Anaís.Se sentó en su silla, inclinándose hacia adelante con los codos sobre el escritorio. —Una madre ejemplar sin dudas —reveló con sarcasmo, saboreando cada palabra.Foster asintió lentamente, comprendiendo las implicaciones. —Por supuesto que eso podría ser muy útil y si el caso llega a los tribunales —dijo el abogado—. Pudiéramos cuest
El último suspiro de la conversación telefónica aún seguía latente en el aire cuando Amelia presionó el botón para colgar. Cerró los ojos con fuerza, un gesto que pretendía contener las lágrimas rebeldes y ahogar el grito de frustración que amenazaba con escaparse de su garganta. Había llegado a ese punto, otra vez, la encrucijada familiar entre la necesidad y la dignidad. Necesitaba más dinero.Los recuerdos de una vida pasada, una donde los aplausos y las medallas de oro resonaban en lugar de la miseria y las lágrimas de tristeza, le asaltaron de pronto, implacables. A pesar de tiempo, aún sentía el abandono, las miradas de decepción de su familia, que se seguían clavando en su corazón como afiladas puñaladas y que aunque había aprendido a soportar, nunca dejaban de dolerle. Amelia Delgado Vega, quien una vez fue la princesita mimada, la atleta estrella, ahora era una paria, una mujer que debía vender compañía para poder vivir y recuperar a su hija. No pudo evitar que las lágrima
Alejandro sintió apretó los dientes tratando de controlar su ira. Sus ojos se incendiaron con una furia abrasadora, del tipo que sólo puede provocar una afrenta a algo preciado.Al ver su expresión, Lisya palideció, desvaneciendo su sonrisa burlona y temiendo lo que pudiera ocurrir a continuación.—Querida prima — dijo con una voz suave, aunque cargada de amenaza, —te sugiero que cuides tus palabras. Anaís es mi hija en todos los sentidos que importan, y no toleraré que nadie la insulte, y menos los miembros de mi familia.Con pasos deliberados, acortó la distancia que lo separaba de su prima Lisya hasta que se detuvo frente a ella. Con un rápido movimiento, sus manos se alzaron y le agarraron por el mentón, apretándola con fuerza, clavando sus dedos en su carne, provocando una mueca de dolor en sus labios.—Que sea la última vez que te expreses de esa manera de mi hija, Lisya —gruñó Alejandro entre dientes apretados, con la voz baja, aunque cargada de rabia. La amenaza silenciosa
Amelia retrocedió un paso, su cuerpo tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Sus ojos, antes sorprendidos, ahora brillaban con una mezcla de miedo y determinación.—¿Panificaste esto? ¿Sabías que era yo? —preguntó en tono desconcertado.—Por supuesto que lo sabía ¿Por qué crees que estás aquí? No puedes conmigo, no voy a dejarte ganar —pronunció mirándola con una expresión—, esto me servirá ´para obtener las pruebas necesarias para demostrar ante un juez que no eres la mujer integra que quieres hacer ver, haré hasta lo imposible para que no puedas quitarme a mi hija.—¿Crees que porque trabajo de escort no tengo derecho a mi hija? —no esperó respuesta y siguió hablando—, Soy la madre de Anaís, y tengo todo el derecho de luchar por ella —respondió con voz temblorosa, pero firme.Alejandro entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco. Sus ojos grises brillaban con una intensidad feroz, Su presencia llenaba el espacio, amenazante y poderosa.—¿De
El beso se prolongó, intensificándose con cada segundo que pasaba. Las manos de Alejandro se deslizaron por la cintura de Amelia, atrayéndola más cerca, mientras ella enredaba sus dedos en el cabello de él. La tensión que antes los separaba ahora los unía en un abrazo apasionado.Pero tan repentinamente como había comenzado, Amelia rompió el beso. Se apartó bruscamente, sus ojos abiertos de par en par, con una mezcla de sorpresa, confusión y rabia. Su respiración era entrecortada, y sus mejillas estaban teñidas de un intenso rubor.—¡¿Cómo te atreves?! —espetó mientras levantaba la mano y le daba una gran bofetada a Alejandro.Levantó la otra mano para abofetear su otra mejilla, y Alejandro le sostuvo con fuerza la mano, sus ojos grises chispeando de la rabia, su mandíbula apretada.—¡¿Cómo me atrevo?! ¿Pretendes dártela de digna? —se burló—, no vengas a simular conmigo ¿Me quieres hacer creer que no te acostaste con ningún cliente cuando ahorita te me lanzaste encima?—¿Yo me lancé?
Alejandro se puso de pie, sintiendo el peso de la promesa que acababa de hacer. Miró a Anaís, quien ahora lo observaba con una mezcla de esperanza y desconfianza en sus ojos. Sabía que no podía retractarse, pero tampoco podía permitir que Amelia entrara en sus vidas y lo arruinara todo.Con un suspiro, sacó su teléfono del bolsillo. Sus dedos se detuvieron sobre el teclado mientras dudaba. ¿Realmente iba a hacer esto? ¿Iba a invitar a esa mujer a su casa, a la vida de su hija? Pero al mirar a Anaís, supo que no tenía opción, esa niña era más terca y determinada que los empresarios con los que se había enfrentado a lo largo de toda su vida.—Voy a llamarla desde mi despacho —le dijo moviendo los dedos con precisión y ella negó con la cabeza.—Aquí y ahora —demandó haciendo un gesto con el dedo índice hacia abajo y mirándolo fijamente con carácter.Él alzó la ceja, se veía como una pequeña tirana exigiendo que se cumplieran sus órdenes, si no es porque era él quien estaba contra las cue