Capítulo 5: Enfrentamiento.

Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes.

Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar.

—Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. 

La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su frente.

—Señorita Delgado, entiendo que esto debe ser muy difícil para usted, pero debe comprender que la situación es delicada —dijo la directora, su tono ahora más compasivo—. Anaís ha estado en nuestro cuidado durante cuatro años. Legalmente, usted renunció a sus derechos como madre cuando la dejó aquí.

Amelia asintió, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. 

—Lo sé, y me arrepiento cada día de esa decisión. Pero era joven, estaba asustada y sola, sin dinero, no tenía ni donde vivir, y desde el día siguiente me aseguré que ella estuviera bien. Ahora tengo un hogar, pronto tendré un trabajo estable y puedo darle a mi hija la vida que se merece.

La directora suspiró, su mirada perdida en los papeles sobre su escritorio. 

—Hay protocolos que debemos seguir, evaluaciones que realizar. Y también debemos considerar el bienestar emocional de Anaís… además… la persona que la adoptó, inició trámites desde hace tiempo y el tribunal le concedió la adopción…

—¿Cómo es posible? Yo no vi a nadie interesado en adoptar a Anaís —susurró con mortificación.

—Como le dije vino hace meses y desde que vio a la niña decidió que ella sería si hija. Le aconsejo busque un abogado para que la asesore… porque no creo que pueda revocar esa decisión. Ese hombre es muy poderoso, y nadie se opone a lo que él quiera —sentenció la mujer con firmeza.

—¡No! Eso no puede ser posible, usted debe decirme dónde lo puedo encontrar, yo necesito hablar con él —expresó desesperada.

—Lo siento, pero no puedo darle esos datos, ni decirle el nombre de esa familia… lo que más puedo hacer por usted, es hablar con él y pedirle que venga a hablar conmigo y allí interceder por usted, para que acepte hablarle —declaró la mujer con firmeza.

Amelia sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Su corazón latió con fuerza, amenazando con salirse de su pecho. La desesperación se apoderó de ella, nublando sus pensamientos.

—Por favor —suplicó, su voz quebrándose—. Necesito tener a mi hija. Ella me necesita, yo la necesito. No puede simplemente desaparecer de mi vida.

La directora la miró con una mezcla de compasión y resignación. 

—Entiendo su dolor, señorita Delgado, pero mis manos están atadas. La ley es clara en estos casos y usted tomó su decisión en este caso.

Amelia se puso de pie, sus piernas temblando. 

—Haré lo que sea necesario. Contrataré al mejor abogado, lucharé en los tribunales. No me rendiré hasta tener a mi hija de vuelta… no he llegado tan lejos para perderla ahora.

Salió de la oficina con paso firme, aunque por dentro se sentía destrozada. En el pasillo, se encontró con María, una trabajadora que era amiga suya, y no ocultaba nada, no perdió en darle información.

—¿Supiste que Anaís la adoptó un señor millonario? —ella negó con la cabeza—, hasta en limusina vinieron a buscarlo, es de los Valente, se llama Alejandro Valente.

Con esa información, Amelia salió de allí, se fue directo al apartamento que había alquilado el día anterior, y entró en la computadora y comenzó a buscar todo lo relacionado con Alejandro Valente. Anotó en una libreta los datos, aunque solo consiguió información de la empresa, no dudó y marcó a su oficina, la atendió una de las secretarias.

Le habló al principio en alemán, diciendo que era la analista de sistema, de una empresa que el consorcio Valente había contratado en materia de ciberseguridad, y aunque la mujer estaba dudosa, ella la convenció.

—Si no puedo contactar con el señor Alejandro Valente, hoy, mi empresa revocará el contrato, espero que sobre usted no recaiga los daños que eso pueda ocasionar.

Sus palabras la convencieron y un minuto después, no solo tenía el teléfono del hombre, sino también su dirección.

—A mí no me importas quién sea Alejandro Valente, pero no te vas a quedar con mi hija ¡Porque no voy a permitírtelo! —con esas palabras salió de su apartamento, tomó un taxi con destino a la mansión Valente.

Alejandro, no solo había habilitado la casa para la llegada de su hija, sino que también había preparado una fiesta de bienvenida, solo que la pequeña, luego de ser arreglada, se negaba a bajar.

—No quiero bajar —dijo la niña levantando ambas manos y moviéndolas con rapidez, su rostro reflejando una evidente molestia

—¿Por qué no quieres? Toda la familia está emocionada de recibirte, tus abuelos, tus tíos, primos —pronunció Alejandro al mismo tiempo que movía sus dedos.

—No hasta que no aparezca mi madre, me dijiste que la encontrarías y no la veo —sentenció la niña con una expresión de determinación. 

Alejandro se llevó la mano a los ojos con un poco de exasperación, no podía decirle a Anaís, que no vale la pena encontrar una mujer tan mala, que no le importó abandonarla, y que lo hizo por tener un problema de discapacidad auditiva, eso es lo que le habían informado a él, pero al ver los ojos suplicantes de la niña, supo que no podía herirla. 

En ese momento se escuchó un bullicio abajo. Alejandro se asomó y vio a una mujer alta, cabello rubio, dorado, peleando.

—¡Exijo que le diga a su jefe que venga a darme la cara! —gritó exasperada.

Alejandro frunció el ceño.

—Quédese con Anaís que voy a ver qué sucede allí abajo.

Alejandro bajó las escaleras con paso firme, su rostro endurecido por la molestia. 

Al llegar al vestíbulo, se encontró cara a cara con la mujer rubia que gritaba, sus ojos grises azulados, daban la impresión de lanzar chispas.

—¡¿Quién carajos es usted para que venga a mi casa a gritar de esa manera?! —espetó con voz firme y dura.

La mujer se giró hacia él, sus ojos brillando con una mezcla de furia y determinación.

—¿Es usted Alejandro Valente? —preguntó ella, aunque su voz tembló un poco.

—Yo hice la pregunta primero ¿Qué hace aquí? —preguntó su voz fría como el hielo.

—Soy Amelia Delgado, y vine por mi hija —declaró Amelia con firmeza—. Sé que está aquí y no me iré sin ella.

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