La lluvia azotaba las calles con salvaje indiferencia, cada gota como un recordatorio crudo de la realidad de Amelia. En su andar apresurado por el parque aquel día, una chica se había tropezado con ella bajo el implacable aguacero y, movida por un arranque de caridad o culpa, quien sabe las razones, la llevó a lo que ahora llamaba hogar.
—No puedes quedarte a la intemperie… yo no es que tenga mucho, pero por lo menos estarás seca —le dijo la chica—, soy Nubia.
Y así comenzó esa amistad, la llevó a Brownsville, el sitio más peligroso y pobre de Nueva York, a una habitación sofocante de paredes que parecían cerrarse sobre sí mismas, de 4X4 metros, allí en el corazón del vecindario más temido de la ciudad.
El hacinamiento era palpable, con cuerpos y alientos mezclándose en el confinamiento nocturno. Amelia, antaño princesa de los Wallace, relegada al rincón en una silla reclinable, la cama de la desdicha. Pero era el único lugar donde podía estar.
Así pasó noches de insomnio, de llantos, entre susurros y toses, en esa pequeña estancia llena de sombras, donde los rostros familiares de su infancia habían sido sustituidos por miradas cansadas y un resentimiento latente que emanaba de la madre de su reciente amiga, como un vapor asfixiante y venenoso.
—¿Cuándo te vas a ir de aquí? No puedes seguir viviendo con nosotros —se escucharon las palabras de la mujer días después, afiladas como puñales —, y ni creas que cuando nazca esa criatura que tienes en la tripa vas a vivir con nosotros. Busca para dónde irte.
Ese era su pan de cada día, y Amelia salía en busca de trabajo, enfrentando un mundo que parecía girar, sin notar su existencia, sin tener siquiera compasión de ella, por más que se esforzara, no encontraba nada, los esfuerzos eran inútiles, es como si todo estuviera en su contra y cada día sentía que perdía las fuerzas.
Hasta que un día pensó que la suerte le sonreía y encontró un lugar, un cafetín humilde, donde cada taza servida era un paso minúsculo hacia una nueva vida.
Pero la fortuna le era esquiva. Dos semanas después de estar trabajando, iba a tomar una orden y su compañera malintencionada y envidiosa porque le daban más propina a ella, la acusó injustamente y, con una sonrisa, metió el pie.
—¡Ay, me tumbó! —gritó.
Armó un escándalo mientras los platos caían en el suelo estrepitosamente, provocando un desastre y partiéndose en su caída.
Todas las miradas se posaron en ellas y esa fue la oportunidad de la mujer acusarla.
—¡Ella me metió el pie a propósito! —exclamó victimizándose.
—¡No es cierto! Yo no lo hice —trató de defenderse Amelia, pero enseguida vino el dueño del lugar y sin compasión la echó.
—¡Estás despedida! Y olvídate del pago de esta semana, esos quedan por los daños que causaste.
Amelia salió del lugar con lágrimas en los ojos, sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros. Caminó sin rumbo por las calles, acariciando su vientre, preguntándose cómo iba a sobrevivir ahora. Estaba de nuevo sin trabajo, despojada de su único medio de subsistencia.
Las monedas en su bolsillo eran tan escasas como los momentos de paz, y su estómago conocía mejor el dolor que la saciedad.
La preocupación anidaba en su mente, un ave negra de presagio sombrío ante la inminencia del parto. Su propio padre figura distante que una vez firmó cheques para su bienestar, ahora había borrado su nombre de la nómina de su seguridad social con un gesto de abandono definitivo.
Mes tras mes, la angustia crecía como maleza en su pecho. Cada intento por escapar de la fosa de miseria parecía caer en el vacío más profundo.
Y así, mientras la noche devoraba las últimas luces de Brownsville, Amelia derramaba lágrimas en silencio, interrogando al cielo con una voz ahogada por qué había elegido ensañarse en contra de ella. Una mujer que solo buscaba refugio para su niña aún no nacida, un poco de compasión en un mundo demasiado cruel, que parecía haberse olvidado cómo amar.
El tiempo fue pasando. Y en un momento, Amelia sintió las contracciones más fuertes, respiraba entrecortadamente y el frío se filtraba a través de las suelas de sus zapatos gastados mientras entraba tambaleándose en el callejón sombrío.
Los agudos dolores del parto la atenazaron, una marea implacable que se negaba a disminuir. No pudo seguir avanzando, y entonces, allí, bajo la pálida luz de una farola parpadeante, sin otro santuario, que las paredes de las casas hechas jirones que se hacían eco de sus gritos, Amelia trajo al mundo a su hija con la ayuda de Nubia, quien, se convirtió en su ancla, sus manos firmes mientras acunaban la nueva vida que surgía en la penumbra.
—Es una niña —, susurró su amiga, con un temblor de asombro en el simple anuncio.
Cuando Amelia sostuvo a su hija en brazos por primera vez, se maravilló de los diminutos dedos que la agarraban con fuerza ingenua.
El amor surgió en su interior, feroz y protector, pero entretejido con un dolor punzante.
—No puedo permitir, no quiero que mi hija herede la cruda realidad en que vivo —dijo en voz alta y quebrada, aunque las palabras iban dirigidas más a sí misma.
Con cada respiración temblorosa, Amelia juró protegerla de la crueldad que había marcado su propia carne y espíritu.
—Te voy a proteger mi pequeña ¡Juro que lo haré! —dijo con un largo sollozo.
Horas más tarde, en compañía de Nubia, se acercó al lugar que consideraba un refugio. Pero la visión que la recibió acabó con cualquier ilusión de esperanza.
Sus pertenencias estaban esparcidas, tiradas como basura en la calle. La puerta se abrió de golpe y la voz de la madre de su amiga, se escuchó teñida de odio.
—Lo siento, pero aquí no puedes quedarte más, ¡Debes buscar a dónde irte!
Las palabras de la mujer flotaron en el aire, hundiendo cada vez más a Amelia en la miseria y tristeza. Acunó a su hija en sus brazos, y aún con la debilidad que sentía en su cuerpo, deambuló sin rumbo fijo, con sus plegarias en silencio lanzadas hacia el cielo.
Fue entonces cuando el orfanato se alzó ante ella, su imponente fachada, una agridulce promesa de posibilidad.
—¿Será posible que ella esté bien allí? —murmuró Amelia, con la pregunta como un trozo de hielo en el corazón—, pero no tenía otra opción.
Envolvió a su hija en la única manta que podía permitirse, un delgado escudo contra el frío y la maldad del mundo, la colocó con cuidado en la entrada del orfanato.
—Lo siento, mi niña —, susurró, y sus palabras fueron una frágil caricia en la mejilla de la niña. —No tengo cómo alimentarte, porque ni siquiera leche me sale, ni cómo cuidarte, ni un techo para poner sobre tu cabeza, pero te juro que esta situación no será para siempre. Voy a salir adelante y algún día volveré por ti.
Su determinación vaciló, la promesa era un salvavidas lanzado a un futuro incierto.
Al pulsar un botón, la campana sonó en medio del silencio y su sonido marcó a la vez un final y un principio. Amelia miró con los ojos empañados por las lágrimas a escondidas, mientras la puerta se abría y unos brazos se extendían para tomar a su hija. Se dio la vuelta antes de que la puerta se cerrara y su alma se fracturó en un profundo dolor, cada pieza un testimonio del amor que sentía por la hija que había dejado atrás.
Amelia mientras vio que se llevaron a su bebé. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y los recuerdos del pasado golpeaban su mente como una tormenta.Recordó aquel día cuando todo se desmoronó. Su padre la dejó en la entrada del club donde se celebraba la fiesta de graduación.—Cuando estés lista, llámame para ir por ti —dijo antes de marcharse.Al entrar, Amelia sintió que todas las miradas se volvían hacia ella. Escuchó susurros, una mezcla de admiración y envidia. Se abrió paso entre la multitud hasta llegar a su mesa.Manuela Sarmiento la recibió con una sonrisa que no llegó a sus ojos, pero Amelia no lo notó. Pensaba que eran amigas, aunque la mirada de Manuela escondía celos y rabia hacia ella.La muchacha, fingiendo agrado, le ofreció un vaso con un líquido ámbar. Amelia lo miró con desconfianza, lo pensó por un momento y negó con la cabeza, porque prácticamente había ido sola, y no le pareció maduro de su parte tomar y no saber lo que pudiera ser de ella.—Lo siento, esta noch
Años despuésLa luz del sol, se filtró por las ventanas de cristal del imponente rascacielos, bañando la sala de juntas con un tono dorado que parecía reverenciar la figura de Alejandro Valente. Sentado en el extremo de la mesa larga y pulida, con su postura erguida y la mirada penetrante clavada en los gráficos y números que se proyectaban, dominaba la reunión sin necesidad de mayor esfuerzo, es que su sola presencia era sinónimo de autoridad y control. Sus dedos tamborilearon ligeramente sobre la madera, de forma impaciente, cada golpecito un eco de su mente analítica, desglosando estrategias y predicciones. Los asistentes, cautivos de su aura de poder, seguían cada palabra, cada pausa deliberada con atención reverencial. Alejandro, siempre inmerso en cifras y ambiciones, no permitía que nada perturbara su concentración. Pero entonces, un sonido discreto, pero insistente rompió el silencio del momento, su teléfono vibró sobre la mesa. El movimiento era mínimo, casi imperceptib
El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a
Un silencio sepulcral cayó sobre la oficina. La directora, con los ojos abiertos de par en par, se quedó paralizada por unos instantes, procesando la revelación que acababa de escuchar. Amelia, por su parte, sentía que el peso del mundo se había levantado de sus hombros, pero al mismo tiempo, el miedo y la incertidumbre la invadían.—¿Qué ha dicho? —preguntó la directora, su voz ahora más un susurro incrédulo que el tono autoritario de antes.Amelia, con lágrimas corriendo por sus mejillas, tomó una respiración profunda antes de continuar.—Soy la madre biológica de Anaís —confesó, su voz temblando pero firme—. La dejé aquí hace cuatro años, cuando tenía un día de nacida. No tenía otra opción en ese momento, no tenía dinero para mantener. Pero me mantuve siendo voluntaria aquí para estar cerca de ella, y ahora que mi condición ha cambiado, la quiero de vuelta. La directora se dejó caer en su silla, visiblemente conmocionada. Su mirada se suavizó, pero la preocupación aún arrugaba su
Alejandro sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a la mujer frente a él con una mezcla de incredulidad y creciente ira. —¿Su hija? —repitió, su voz cargada de desprecio—. ¿Se atreve a llamarla su hija después de abandonarla? Amelia dio un paso adelante, su postura desafiante a pesar del temblor en sus manos. —Yo no la abandoné —declaró, su voz quebrada. Alejandro soltó una risa amarga, su rostro una máscara de desdén. —¿En serio? ¿Entonces dime cómo es que estaba desde recién nacida en ese orfanato, hasta que yo la adopté? No vengas a querer dártela de madre abnegada, conozco las de tu clase. ¡No eres digna de ser una madre para ella! Amelia palideció ante sus palabras, pero se mantuvo firme. —¡Cállese! Y no digas tonterías, usted, no sabe nada sobre mí ni sobre las circunstancias que hicieron que me alejara de ella. ¡No es quién para juzgarme! Ahora estoy en condiciones de tenerla y me la voy a llevar —siseó molesta. Alejandro
Alejandro se giró bruscamente, dándole la espalda a Anaís. Sus puños se cerraron con fuerza, luchando contra el impulso de ceder ante la niña. No podía permitirse mostrar debilidad, no ahora que había llegado tan lejos, además, si lo hacía, perdería el respeto frente a todos.—Señorita Lucrecia —llamó con voz tensa a la niñera que esperaba en el umbral de la puerta—. Lleve a Anaís a su habitación. Respecto a no querer comer. No creo que ella cumpla con su amenaza, seguramente cuando le de hambre comerá.Mientras la niñera se llevaba a una Anaís silenciosa, pero decidida, Alejandro se acercó al ventanal de su despacho.Observó cómo se extendía el extenso bosque, se pasó la mano por la cabeza con impotencia. Había decidido adoptar por dos razones, primero, porque era una condición impuesta por su abuelo para dejarle el control de la empresa.Aunque este había querido que fuera un hijo biológico, pero ante la ambigüedad de su petición, él aprovechó y no dudó en adoptar, por eso a su abue
Alejandro volvió a entrar en la oficina, su expresión ahora era una máscara de confianza y determinación. Foster lo miró expectante, percibiendo el cambio en su cliente y amigo. —Parece que tenemos nueva información —comentó el hombre arqueando una ceja.—Así es, se trata de la señorita Delgado —anunció con un tono que mezclaba satisfacción y desdén—. Parece que nuestra querida Amelia no es tan inocente como pretende ser y ha estado llevando una vida... poco convencional —respondió Alejandro, saboreando cada palabra—. Trabaja como dama de compañía en uno de mis clubes. Imagina cómo se vería eso ante un juez cuando intente reclamar la custodia de Anaís.Se sentó en su silla, inclinándose hacia adelante con los codos sobre el escritorio. —Una madre ejemplar sin dudas —reveló con sarcasmo, saboreando cada palabra.Foster asintió lentamente, comprendiendo las implicaciones. —Por supuesto que eso podría ser muy útil y si el caso llega a los tribunales —dijo el abogado—. Pudiéramos cuest
El último suspiro de la conversación telefónica aún seguía latente en el aire cuando Amelia presionó el botón para colgar. Cerró los ojos con fuerza, un gesto que pretendía contener las lágrimas rebeldes y ahogar el grito de frustración que amenazaba con escaparse de su garganta. Había llegado a ese punto, otra vez, la encrucijada familiar entre la necesidad y la dignidad. Necesitaba más dinero.Los recuerdos de una vida pasada, una donde los aplausos y las medallas de oro resonaban en lugar de la miseria y las lágrimas de tristeza, le asaltaron de pronto, implacables. A pesar de tiempo, aún sentía el abandono, las miradas de decepción de su familia, que se seguían clavando en su corazón como afiladas puñaladas y que aunque había aprendido a soportar, nunca dejaban de dolerle. Amelia Delgado Vega, quien una vez fue la princesita mimada, la atleta estrella, ahora era una paria, una mujer que debía vender compañía para poder vivir y recuperar a su hija. No pudo evitar que las lágrima