Las palabras de López resonaron en la mente de Alejandro como un eco interminable. Sergio Castillo. El hombre del hombre que había sido el cliente más frecuente de Amelia le provocaba una mezcla de celos y rabia que no podía controlar."¿Señor Valente? ¿Sigue ahí?" La voz de López lo sacó de sus pensamientos.—Sí, sí... gracias por la información, López, —respondió Alejandro secamente antes de colgar.Se sirvió otro vaso de whisky y lo bebió de un trago, sintiendo cómo el alcohol quemaba su garganta. Su mente era un torbellino de pensamientos contradictoriosAlejandro sentía que su cabeza iba a explotar. La imagen de Amelia con Sergio Castillo se repetía una y otra vez en su mente, atormentándolo. Sabía que no tenía derecho a juzgarla por su pasado, pero los celos lo estaban consumiendo, hasta el punto de que tenía la sensación de estar enloqueciendo."¿Y si realmente se acostó con él? ¿Y si Anaís en verdad es hija de Sergio?", se preguntó, y aunque eso en sí no le molestaba, sino el
Alejandro se sintió la peor persona del mundo, no podía creer lo que había hecho, se pasó la mano por la cabeza en un modo desesperado.—Debo regresar para hablar con ella, mamá, necesito pedirle perdón —sin esperar respuesta de su madre, salió de la habitación, sintiéndose peor que nunca. Las palabras de ella habían sido como un balde de agua fría, y la vergüenza lo consumía por dentro. Había permitido que los celos, el alcohol y sus inseguridades lo llevaran a punto de hacerle daño. Se detuvo en la escalera por un momento, apoyando una mano en la barandilla mientras respiraba profundamente.—¿Cómo llegué a esto? —se preguntó con desesperación. Necesitaba hablar con Amelia, disculparse de inmediato, pero no podía hacerlo en el estado en que se encontraba, necesitaba aclararse, porque el alcohol aún nublaba su mente, y lo último que quería era volver a discutir con ella.Con pasos pesados, se dirigió a la cocina. Allí, se preparó un café bien cargado y terminó tomándose varias tazas
Las palabras de Anaís cayeron sobre Alejandro como una avalancha. Su pequeña hija, a la que tanto amaba, lo estaba rechazando. Sintió como si su corazón se rompiera en mil pedazos al ver la seriedad y el enojo en el rostro de la niña.—Anaís... —susurró al mismo tiempo que gesticulaba, tratando de acercarse a ella, pero la niña retrocedió, extendiendo los brazos con firmeza.—No quiero que me hables —dijo gesticulando con manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas—. Tú... tú estabas con otra mujer en una foto, no nos quieres a mi mamá y a mí… voy a buscar un papá que nos ame.Alejandro sintió una punzada de dolor al escuchar las palabras de Anaís. Su pequeña hija, con esos ojos llenos de lágrimas y desconfianza, lo estaba rechazando de una manera que no había imaginado posible. Respiró hondo y, con la mayor suavidad posible, se acercó a ella arrodillándose al frente para estar más cerca de su altura.—Anaís, por favor, escúchame —dijo con voz suave, mientras movía sus manos con
Amelia tomó un profundo respiro, y aunque su voz temblaba, decidió continuar. —Yo… era la princesa de la familia Vega Delgado, la mejor alumna de mi escuela, la mejor atleta, creo que la mejor en todo. Pensé que mis compañeros de clase me querían. El día de la fiesta de mi graduación aunque no quería ir sola, al final como ninguno de mis hermanos me quiso acompañar, fui sola, mi padre me dejó en la fiesta para buscarme más tarde… ese día bailé como nunca, disfruté. Cuando me cansé me fui a sentar en mi mesa, y justo en ese momento se fue la luz, segundos después sentí que alguien me cubrió la boca, y me agarraron. Se pasó la mano por la cabeza, mientras esos desagradables recuerdos llegaban a su mente.—De allí me llevaron al baño, vi el rostro de Manuela Sarmiento, la prima de Sergio, Harry Fox, Joan Camero, Giulio Morello, Jonás Smith y Naomi Williams… antes de hacer lo que me hicieron ... —Amelia tragó saliva, sintiendo la amargura y el asco que esos recuerdos le traían—, no s
El resplandor nocturno de la ciudad les dio la bienvenida mientras su padre acompañaba a Amelia al corazón palpitante de la celebración nocturna: un club de moda elegido para la fiesta de graduación. La dejó en la entrada con un apretón protector en el hombro, pidiéndole llamar cuando estuviese lista para regresar a casa.Cuando Amelia entró, el ambiente cambió de forma palpable. Las miradas se volvieron, los susurros se sucedieron... una sinfonía de admiración y envidia en voz baja y miradas de reojo. Sorteó la multitud con soltura hasta que llegó a la mesa que le habían asignado.Manuela Sarmiento la saludó con una sonrisa demasiado afilada para ser sincera, y su mirada penetró en Amelia con celos apenas velados. La chica la miró sin inmutarse, con mirada firme y fría. Después de todo, se había ganado sus elogios; había luchado por sus triunfos.La chica en la mesa, extendió su mano que contenía un líquido ámbar, ella lo miró con recelo, porque prácticamente había ido sola, y no le
La lluvia azotaba las calles con salvaje indiferencia, cada gota como un recordatorio crudo de la realidad de Amelia. En su andar apresurado por el parque aquel día, una chica se había tropezado con ella bajo el implacable aguacero y, movida por un arranque de caridad o culpa, quien sabe, la llevó a lo que ahora llamaba hogar.—No puedes quedarte a la intemperie… yo no es que tenga mucho, pero por lo menos estarás seca —le dijo la chica—, soy Nubia.Y así comenzó esa amistad, la llevó a Brownsville, el sitio más peligroso y pobre de Nueva York, a una habitación sofocante de paredes que parecían cerrarse sobre sí mismas, de 4X4 metros, allí en el corazón del vecindario más temido.El hacinamiento era palpable, con cuerpos y alientos mezclándose en el confinamiento nocturno. Amelia, antaño princesa de los Wallace, relegada al rincón en una silla reclinable, la cama de la desdicha. Pero era el único lugar donde podía estar.Así pasó noches de insomnio, de llantos, entre susurros y toses
La luz del sol, se filtró por las ventanas de cristal del imponente rascacielos, bañando la sala de juntas con un tono dorado que parecía reverenciar la figura de Alejandro Valente. Sentado en el extremo de la mesa larga y pulida, con su postura erguida y la mirada penetrante clavada en los gráficos y números que se proyectaban, dominaba la reunión sin necesidad de mayor esfuerzo, es que su sola presencia era sinónimo de autoridad y control.Sus dedos tamborilearon ligeramente sobre la madera, de forma impaciente, cada golpecito un eco de su mente analítica, desglosando estrategias y predicciones. Los asistentes, cautivos de su aura de poder, seguían cada palabra, cada pausa deliberada con atención reverencial. Alejandro, siempre inmerso en cifras y ambiciones, no permitía que nada perturbara su concentración.Pero entonces, un sonido discreto, pero insistente rompió el silencio del momento, su teléfono vibró sobre la mesa. El movimiento era mínimo, casi imperceptible, pero suficie
El eco de risas y conversaciones quedó atrás cuando Amelia cruzó el umbral de la mansión, pero ya el tiempo se había vencido, no había tiempo para despedidas elaboradas; cada segundo le pesaba como una promesa pendiente.Ya pasaban de las tres de la tarde, y ella necesitaba liberarse de esa farsa de almuerzo lo más pronto posible.Solo esperaba que esos fueran sus últimos trabajos como dama de compañía, porque en dos semanas era su graduación como Ingeniera en redes, y esperaba encontrar un buen empleo.Aunque había ahorrado lo suficiente, para poder reclamar a su pequeña, quería tener estabilidad económica, para no pasar por la miseria que le tocó antes.Se despidió del empresario con un leve asentimiento de cabeza.—Ha sido una experiencia encantadora, —dijo ella al hombre con una sonrisa educada que apenas tocaba sus ojos, esos espejos de alma donde danzaba una ansiedad apenas contenida. —Pero debo irme ahora.—Por supuesto, Amelia. Gracias por... simplificar las cosas, si llegas a