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Con la culpa atravesando su pecho, Daniel caminó con pasos erráticos por las calles de la ciudad, rumbo al bar que frecuentaba en momentos de desesperación.

Su mente era un torbellino de reproches imposibles de callar.

Natalia le había confiado su dolor, su confusión, y él, en lugar de apoyarla, había decidido alimentar el resentimiento de Simón hacia ella. Todo por un video que él pudo haber mostrado y aclarado hace tiempo.

No podía culpar a nadie más. Era su decisión. Había retenido esa verdad, aferrándose al vano intento de ser algo más para Natalia.

Pero ahora, mientras revisaba su teléfono y veía las llamadas perdidas y los mensajes cargados de urgencia y preocupación por parte de ella, entendía que había cruzado un límite del que no podría regresar.

Entró al bar, un lugar oscuro y con olor a madera y tabaco añejo. Las luces cálidas iluminaban apenas las mesas, y el murmullo de las conversaciones quedaba ahogado por una música suave.

Daniel se acercó a la barra y tomó asiento
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