CAPÍTULO 8

Maia descendió del auto con una mezcla de nervios y asombro. La mansión de Vladimir era inmensa, imponente, con columnas de mármol que parecían sostener el cielo mismo. Las luces doradas iluminaban la fachada, dándole un aire majestuoso y frío, casi como un dueño hecho realidad.

—Es… inmensa esta casa —susurró, en sus ojos que reflejaba incredulidad de quien nunca había visto semejante derroche de riqueza.

A su lado, Javier bajó con las maletas, dedicándole una sonrisa cálida. No entendía por qué, pero Maia le caía bien desde el primer momento en que la vio. Había algo en su expresión, en sus ojos grandes y dulces, que gritaba inocencia pura. Javier se rió internamente al notar sus propios pensamientos.

—Espero que no te pierdas aquí dentro —bromeó, acomodando las maletas—. Yo todavía no aprendo dónde quedan todas las habitaciones.

Maia le dedicó una sonrisa tímida, justo cuando la puerta principal se abrió de golpe.

Vladimir estaba de pie en la entrada, con los brazos cruzados y el ceño ligeramente fruncido. No porque estuviera molesto, sino porque la ansiedad lo estaba matando. Desde que Javier le informó que Maia aceptó el trato, su mente no había dejado de pensar en ella.

Y ahora la tenía ahí, en su casa.

Al verla, Vladimir sintió un extraño vacío en el estómago. ¿Nervios? No, imposible. Él no se ponía nervioso. Sin embargo, algo en Maia lo desconcertaba.

—Buenas noches —saludó ella, con su voz apenas un susurro.

—Buenas noches —respondió él, más seco de lo que pretendía, pero sin poder evitar que su mirada la recorriera con descaro.

Era preciosa. Más de lo que recordaba.

Carraspeó y giró la cabeza con rapidez, ordenando a sus empleados sin perder su semblante frío.

—Lulu, llévala a Maia a la habitación. Serás la responsable de cuidarla—hablo mirando a Lulu.

—Sí, señor Vladimir. Como usted me ordene —respondió Lulu, la ama de llaves, con la seriedad de quien ha trabajado en la mansión por años.

—Otra cosa, Lulu. Ayúdale con las joyas y la ropa para el evento de mañana.

—Por supuesto, señor.

Vladimir desvió la mirada hacia Javier, que estaba entretenido inspeccionando la alfombra de la entrada con el pie, como si nunca hubiera visto una.

—Javier, vamos a mi despacho.

Javier levantó la vista como si lo hubieran llamado del más allá.

—Pero no he hecho nada malo, jefe de hielo —protestó, arrastrando los pies detrás de Vladimir—. Si es por el café de esta mañana, lo juro, yo pensé que el azúcar estaba en ese frasco…

Sus palabras se fueron apagando mientras los dos hombres desaparecían por el pasillo.

Maia los siguió con la mirada, sin poder evitar preguntarse qué tipo de relación tenían esos dos.

—Señorita Maia, por aquí —indicó Lulu con su tono profesional.

—Oh, claro —respondió ella, preparándose para seguirla.

Mientras caminaban por los pasillos de la mansión, Maia sintió cómo el peso de su decisión caía sobre ella. Estaba en casa de un hombre al que apenas conocía, con la promesa de traer al mundo a su hijo. Era un acuerdo frío, sin sentimientos involucrados… ¿verdad?

Intentó no pensar demasiado en ello y se concentró en los detalles de la mansión: los candelabros, los enormes ventanales, los cuadros antiguos que adornaban las paredes. Todo parecía salido de una película.

Lulu la condujo hasta una habitación que, según dijo, sería suya durante el tiempo que estuviera allí. Maia apenas entró y quedó boquiabierta.

—Dios mío… —susurró, sin poder evitarlo.

La habitación era más grande que todo su departamento. La cama, con un dosel de terciopelo, parecía sacada de un cuento de hadas. Había un vestidor a un lado y, al fondo, un enorme ventanal con vista a los jardines iluminados.

—Espero que sea de su agrado, señorita Maia —dijo Lulu—. Si necesita algo, puede llamarme con este botón.

Maia asintió, todavía maravillada.

—Esto es… increíble. Gracias, Lulu.

—Descansa bien. Mañana será un día importante.

Cuando la ama de llaves se retiró, Maia se dejó caer en la cama con un suspiro.

—¿En qué me metí? —se preguntó en voz baja.

Mientras tanto, en el despacho de Vladimir, Javier estaba sentado en una silla frente a su jefe, con los brazos cruzados y una expresión de falso dramatismo.

—Bueno, jefe de hielo, suéltalo. ¿Qué hice ahora?

Vladimir lo miró con paciencia ilimitada y a punto de estallar con Javier.

—Nada. Quiero hablar del evento de mañana.

Javier parpadeó.

—¿En serio? Me llamaste para eso. Yo pensaba que mínimo me ibas a despedir por… no sé, respirar demasiado fuerte cerca de usted.

—No me des ideas —respondió Vladimir, sin inmutarse—. Escucha, mañana Maia tiene que presentarse como mi futura esposa y madre de mi hijo nadie puede enterarse que es una sustituta ante los invitados ya que todos son importantes. Quiero que todo salga perfecto Javier.

—Ajá… y por "perfecto" quiere decir que nadie puede mirarla más de tres segundos, que no hable con nadie sin su autorización y que si alguien la toca, mínimo lo mando a terapia intensiva, ¿cierto?

Vladimir le lanzó una mirada de advertencia.

—No exageres.

—¿Exagerar? Si solo estoy traduciendo su manera de pensar, jefe. Mire, la realidad es que usted quiere que todos sepan que Maia es suya.

Vladimir frunció el ceño.

—No digas estupideces.

—Entonces explíqueme por qué la miraba como un bobo en la entrada.

El silencio de Vladimir fue suficiente respuesta.

Javier sonrió con satisfacción y se levantó de la silla.

—No se preocupe, jefe. Yo me encargo de que Maia esté lista para mañana. Pero un consejo…

—No quiero consejos.

—Le va a gustar de todos modos. No la mire como si la quisiera morder o comerte la enterita , porque eso da mucho miedo y no le de esa mirada de hielo.

Dicho eso, salió del despacho antes de que Vladímir pudiera arrojarle algo o le dé un grito de esos que lo deja sin ganas de respirar.

Vladimir suspiró, pasándose una mano por el rostro, se quedó mirando como corría Javier del despacho , sin querer una sonrisa se dibujo en sus labios.

Lo que menos necesitaba era que Javier tuviera razón.

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