Eliza
Me desperté sintiéndome peor que cuando finalmente había apoyado la cabeza en la almohada. Era como si no hubiera dormido nada, aunque estaba segura de que, en algún momento, el agotamiento había ganado la batalla.
La realidad era simple, no había conseguido descansar. Mi mente había estado atrapada en un bucle interminable de pensamientos que me arrastraban una y otra vez a la noche anterior. Una noche que se sentía surrealista, como una película de esas que te dejan preguntándote si realmente sucedió o si solo fue un sueño extraño y complicado.
¿De verdad había pasado?
Porque, honestamente, no había forma de que mi vida se hubiera convertido en esto: fingir ser la novia de mi jefe. Mi jefe. El ser más irritante, insufrible y arrogante que existía en el planeta.
Solté un bufido, hundiendo la cara en la almohada antes de girarme sobre la cama. A pesar de todo, no podía dejar de pensar en la forma en que su mano había estado apoyada en mi espalda baja durante toda la noche. Era una caricia leve, apenas perceptible, pero lo suficientemente íntima como para que la piel me hormigueara cada vez que lo recordaba. Y no solo eso. Había algo en la manera en que él se veía... ese traje oscuro perfectamente ajustado, como una segunda piel que realzaba cada línea de su cuerpo trabajado y grande.
Dios.
¿Qué demonios estaba mal conmigo?
Me senté en la cama de golpe, molesta conmigo misma. Esto no era normal. No podía serlo. Odiaba a Bastián Müller y su sonrisa arrogante, su mirada calculadora, y su habilidad para irritarme con una sola palabra. Y, aun así, aquí estaba yo, repasando detalles completamente innecesarios, como la forma en que se veía bajo la luz tenue del salón o cómo su voz se había sentido extrañamente cálida cuando me presentó como su "novia".
Sacudí la cabeza, tratando de arrancarme esos pensamientos de encima como si fueran una plaga.
No.
No iba a permitirlo.
Me levanté de la cama con brusquedad y caminé hacia el baño. Mi cuerpo se sentía pesado, como si llevara el peso de la noche anterior en cada músculo. Prendí la ducha sin mirarme al espejo, porque sabía que no quería enfrentarme a lo que podría ver: el caos reflejado en mis ojos, las dudas, la confusión.
Una vez bajo el agua, dejé que las gotas cálidas golpearan mi piel y relajaran mis músculos tensos. Cerré los ojos y apoyé la frente contra las baldosas frías, buscando algo de claridad en medio de este embrollo.
Esto no puede estar pasando, pensé, mientras el agua corría por mi cuerpo. Pero no era solo lo que había pasado anoche lo que me tenía así. Era lo que venía después. Porque sabía que mi jefe no iba a dejar esto aquí.
Él siempre tenía un plan.
Siempre.
Tragué saliva y levanté la cabeza, dejando que el agua cayera sobre mi rostro, como si pudiera borrar no solo los rastros de cansancio, sino también la maraña de emociones que no sabía cómo manejar.
¿Y si me lo pedía otra vez?
El pensamiento me golpeó de lleno, haciendo que mi pecho se apretara. ¿Qué iba a hacer si Bastián decidía que esta farsa debía continuar? Y lo peor de todo, ¿por qué una pequeña y traicionera parte de mí no lo encontraba tan terrible?
Joder.
Tenía que salir de la ducha y enfrentar el día, pero sabía que no sería fácil. No después de todo lo que había sucedido. Y ciertamente no después de cómo Bastián Müller había comenzado a colarse en mis pensamientos de formas que me negaba a admitir.
Para cuando llegó la noche, Emma apareció en mi puerta tal y como lo había predicho, cargando dos cajas de pizza y un arsenal de cervezas frías que prometían ser el remedio perfecto para mi día.
Ahora las dos estábamos tiradas en el suelo de mi sala, con la espalda contra el sofá y nuestras piernas estiradas sobre la alfombra, disfrutando de un banquete de comida chatarra que desterraba cualquier rastro de nuestras aspiraciones masoquistas de una dieta saludable.
Emma tenía las piernas cruzadas al estilo meditativo, con una porción de pizza en una mano y la otra moviéndose en el aire para enfatizar sus palabras, como solía hacer cada vez que lanzaba uno de sus discursos.
Nos conocíamos desde la preparatoria, cuando ambas éramos dos adolescentes tratando de navegar el caos de la vida. Habíamos compartido todo desde entonces: risas, lágrimas, noches de insomnio llenas de planes ambiciosos y, por supuesto, pizza barata que siempre sabía mejor cuando se compartía. Aunque ahora vivíamos en departamentos separados, nuestra amistad seguía siendo un refugio. Emma no era solo mi mejor amiga; era mi brújula, la persona que sabía exactamente qué decir, incluso cuando no tenía ni idea de lo que estaba pasando en mi cabeza.
Era hermosa, de esas mujeres que parecen sacadas de una portada de revista sin siquiera intentarlo. Su cabello rubio caía en cascadas sobre sus hombros, y sus ojos azules parecían tener la habilidad de ver a través de cualquier fachada. Pero lo que realmente la hacía única era su capacidad para mezclar su rostro angelical con un carácter que podía competir con el de cualquier villano de novela cuando algo la sacaba de quicio.
―Te lo digo, Eliza, si tu jefe me hablara con esa cara de "soy superior a todos ustedes", no sé cuánto tiempo podría aguantar. Probablemente le lanzaría el café encima solo para ver si tiene alguna reacción humana― dijo, tomando un mordisco exagerado de su pizza.
No pude evitar soltar una carcajada.
―Oh, por favor, Emi. ¿Tú? ― respondí, arqueando una ceja―. Aguantarías exactamente dos segundos antes de decirle que se meta sus informes por donde no brilla el sol.
Ella estalló en una risa sonora, llevándose una mano al pecho como si hubiera dicho la mayor de las blasfemias.
―Bueno, alguien tiene que defender tu dignidad, Eliza. Tú tienes demasiada paciencia.
―Es por eso que he durado tres años en ese lugar― repliqué con una sonrisa―. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo estuviste en tu último trabajo? ¿Tres meses?
Emma me lanzó una almohada con una precisión digna de elogio, y ambas terminamos riéndonos como niñas.
Emma y yo éramos opuestas en muchos sentidos. Ella era impulsiva, directa, y poseía un ingenio afilado que podía dejar a cualquiera boquiabierto. Aunque nunca lo admitía, era brillante. Había sido la mejor de nuestra clase y ahora tenía un trabajo envidiable en su campo, pero siempre encontraba la manera de subestimar sus propios logros. Yo, en cambio, tenía una perspectiva más optimista de la vida. Siempre intentaba ver el lado positivo, incluso cuando el negativo me miraba fijamente, listo para saltar.
―Entonces, tienes que contarme todo lo que pasó anoche― dijo Emma, arqueando una ceja mientras tomaba un trago de su cerveza. Ya le había mencionado algo de la gala, pero sin entrar en detalles.
―No puedo decirte todo― bromeé, fingiendo misterio―. Además, ¿por qué te interesa tanto?
―Porque era obvio que ese hombre con ese porte y esa billetera tendría grandes problemas románticos. ¿Será que tiene una vida secreta? Es como una ley universal.
―Emma...
―Lo digo en serio. Deberías investigarlo. ¿No tienes acceso a su agenda personal?
― ¡No voy a revisar su agenda para ver con quién tiene citas! ― protesté, lanzándole un cojín mientras ella reía a carcajadas.
―Bueno, ya, cuéntamelo todo.
Suspiré, resignada. Sabía que Emma no se movería de ahí hasta que no saciara su incansable curiosidad. Tomé un trago de mi cerveza y comencé a hablar, sintiendo el peso de la noche anterior regresar con cada palabra.
―Está bien, pero promete que no me vas a interrumpir con tus teorías descabelladas― advertí, señalándola con mi pedazo de pizza.
―Prometido... más o menos― dijo, con una sonrisa que dejaba claro que estaba a punto de disfrutar mucho de este "chisme".
Y así, con Emma mirándome con sus ojos brillantes y expectantes, comencé a relatar lo sucedido.
Cuando finalmente Emma se fue, el silencio llenó el apartamento como una manta pesada y profunda. La calidez de su risa y la chispa de su conversación desaparecieron con el eco de la puerta cerrándose tras ella, dejando una calma que parecía demasiado grande para la pequeña sala en la que habíamos estado riendo hacía apenas unos minutos.
Me quedé de pie en medio de la habitación, observando las cajas de pizza medio vacías y las botellas de cerveza desperdigadas sobre la mesa de centro. El lugar parecía un reflejo perfecto de mi mente: un desastre organizado, lleno de rastros de momentos compartidos y de cosas que ya no estaban.
Solté un largo suspiro, el tipo de suspiro que parece salir desde el fondo del alma, y me arrodillé para empezar a recoger. El sueño tiraba de mí como un ancla, pero sabía que no podría entregarme a él dejando todo así. Era una batalla constante: el orden externo como un intento desesperado de mantener el caos interno bajo control.
Tiré los restos de comida, cerré las cajas de pizza y llevé las botellas a la cocina. Mientras las enjuagaba bajo el agua fría del grifo, un estremecimiento recorrió mi espalda. El agua helada era una sorpresa desagradable, pero al mismo tiempo una sacudida de realidad. Era un recordatorio extraño y necesario de que seguía aquí, que seguía respirando, que no todo estaba detenido en las últimas horas que había vivido, o más precisamente en la noche que había tenido que experimentar.
¿Por qué seguía dándole vueltas a algo que no debería tener importancia?
Cuando terminé, la sala estaba en penumbra, las luces apagadas, y el silencio resultaba casi opresivo. Me apoyé en el respaldo del sofá por un momento, dejando que mis pensamientos se filtraran lentamente, como si el orden que había impuesto a mi entorno pudiera también organizar mi mente.
Con un último vistazo a la sala, me dirigí al baño. El sonido del agua corriendo mientras me lavaba los dientes llenaba el espacio con una especie de consuelo. Mi reflejo en el espejo no mostraba a alguien cansado; mostraba a alguien agotado, como si las horas del día hubieran drenado más que solo energía física. Me aparté del espejo antes de quedarme mirándolo demasiado tiempo.
De camino a la cama, me puse mi pijama más cómodo: una camiseta vieja y unos pantalones de algodón que parecían envolverse a mi alrededor como un abrazo familiar. Me dejé caer en el colchón con un suspiro, sintiendo cómo el peso de mis preocupaciones empezaba a filtrarse en las sábanas limpias. Por un instante, me permití cerrar los ojos y simplemente estar ahí, inmóvil, como si el mundo pudiera esperar a que yo estuviera lista para enfrentarlo.
Pero el sueño no llegó. Mi mente seguía corriendo, desbordándose con pensamientos sin sentido. Era como si cada rincón de mi cerebro estuviera iluminado, revisando una y otra vez las mismas preocupaciones y cuestiones. Las palabras de Emma flotaban en mi cabeza, mezcladas con otras cosas que no quería pensar pero que insistían en quedarse.
Me removí en la cama, tratando de encontrar una posición cómoda, tratando de apagar las voces que no dejaban de hablar dentro de mí. Sacudí la cabeza como si pudiera despejarla físicamente, pero las preguntas seguían ahí. Preguntas que no podía responder, problemas que no podía resolver esta noche.
"Mañana será otro día", me dije en silencio, agarrándome a esa pequeña chispa de auto convencimiento. Dejé que el silencio me envolviera, dejé que las sábanas se convirtieran en mi escudo, y esperé. No sabía qué me traería el nuevo día, pero al menos en ese momento, con la oscuridad a mi alrededor y el cansancio empujándome hacia el olvido, podía dejarlo todo para después.
Finalmente, poco a poco, el sueño me fue reclamando, arrastrándome lejos de mis pensamientos y hacia un lugar donde, al menos por unas horas, todo estaría en calma.
BastiánDecir que había podido dormir las últimas dos noches era casi un eufemismo. Mis párpados pesaban como si llevaran el peso de mil pensamientos no resueltos, y mi cuerpo estaba atrapado en un entumecimiento tan profundo que ni diez tazas de café podrían arrancarme de esta pesadilla disfrazada de resaca emocional.Cada vez que cerraba los ojos, el mismo sueño regresaba, burlándose de mí con su cruel insistencia. Una y otra vez, aparecía ella, una pelirroja despampanante, con su risa burbujeante, sus ojos verdes y sus labios curvados en esa sonrisa burlona que nunca antes había asociado con alguien como Eliza.Mi asistente.Sacudí la cabeza con fuerza, intentando arrancar esas imágenes que se arremolinaban en mi mente como un huracán. ¿Cómo no la había visto antes? ¿Cómo pude ser tan ciego? Tal vez porque durante tres años había estado convencido de que era la mujer más irritante, insufrible e insolente que había tenido la desgracia de conocer.Sin embargo, sería un imbécil si neg
ElizaMe había despertado con una sensación extraña, una mezcla entre anticipación y un leve nudo en el estómago, como si algo inevitable estuviera por suceder. ¿Sería bueno o malo? No tenía idea. Pero ahí estaba, como una presencia latente que no podía ignorar.Decidí comenzar mi día más temprano de lo habitual, con la esperanza de que mantenerme ocupada disipara esta incomodidad. Me di una ducha larga y caliente, dejando que el agua resbalara por mi cuerpo, tratando de relajar los músculos tensos. Luego elegí un vestido bonito, uno de esos que me hacían sentir segura. Quizás si me veía bien, lograría engañar a mi mente para sentirme mejor.Preparé mi café, exactamente como me gustaba: fuerte, con una pizca de canela. El aroma llenó mi pequeña cocina, y por un instante, pensé que funcionaría. Pero no. Esa sensación seguía allí, flotando en el aire como una nube pesada y densa que no podía disipar. Era frustrante. ¿Por qué estaba tan inquieta?Intenté sacudir esa idea de mi mente mien
ElizaEstábamos en el centro comercial, y mientras caminaba junto a Emma, todavía esperaba la explosión que estaba segura vendría en cualquier momento. Hacía unos minutos, entre el bullicio de la gente y las vitrinas llenas de luces, le había contado brevemente el trato que mi jefe, el señor Müller, me había propuesto días atrás.Emma había reaccionado como esperaba, en completo silencio, pero su lenguaje corporal era un libro abierto. Sus hombros estaban tensos, sus labios apretados, y aunque estaba distraída buscando un tono específico de labial en una tienda de cosméticos, podía notar su frustración contenida.No pasó mucho tiempo antes de que dejáramos la tienda con su compra en mano. Caminamos hasta una cafetería cercana y tomamos asiento en una mesa junto al ventanal. Pedimos nuestras bebidas, y el aroma del café recién hecho llenó el aire mientras un silencio incómodo se extendía entre nosotras.Emma fue la primera en romperlo.― ¿Es broma? ― preguntó finalmente, con su bebida
ElizaMaldición.Lo supe desde el momento en que abrí los ojos esta mañana: hoy iba a ser un día horrible.Sentada en el asiento trasero de un taxi que olía a humedad y perfume barato, miré con exasperación al enorme todoterreno frente a nosotros. ¿Cuál era su maldito problema? Llevábamos atascados en la misma posición, en esta autopista, al menos los últimos diez minutos. Diez minutos de los que claramente, no disponía.Miré mi reloj y mascullé entre dientes.Estaba, sin duda, jodida.Al soltar un suspiro y girar la cabeza hacia la ventana, mis ojos se cruzaron con los del conductor en el auto de al lado. Un hombre de unos cuarenta años, con una sonrisa sucia y unos labios que formaban la palabra "guapa" mientras sus ojos me recorrían de arriba a abajo. Sentí un escalofrío de asco. ¿Por qué algunos hombres debían comportarse como cerdos? Como si ya no tuviera suficiente.Me hundí en el asiento del taxi y solté otro suspiro, dejándome envolver por la frustración. Toda esta debacle hab
ElizaEl señor Müller me había pedido que lo acompañara a la gala. A mí.En tres años trabajando para él, nunca había sucedido algo parecido. Bastián Müller, el hombre más frío, distante y calculador que había conocido, acababa de pedirme que lo acompañara a un evento de beneficencia. ¿Por qué? ¿Qué había pasado para que decidiera hacer semejante petición? Claro, como su asistente, mi trabajo era asistirlo en lo que necesitara, pero esto... esto no entraba en la descripción del puesto.El desconcierto inicial pronto fue reemplazado por una avalancha de emociones, incredulidad, nervios y, lo peor de todo, una mezcla de tortura y emoción que no quería analizar demasiado. Pasar una noche a su lado fuera de la oficina, donde ya tenía el don de hacerme la vida imposible, sonaba como un desafío titánico.Respiré hondo, intentando enfocar mi mente. Esto no era personal, me recordé. Era trabajo, puro y simple. Pero incluso en mi intento por mantener la profesionalidad, no podía ignorar el pro
BastiánCuando entré al gran salón, me detuve un instante en la entrada. El espacio era imponente, un derroche de lujo en cada detalle. Las lámparas de araña colgaban majestuosas del techo alto, bañando todo con una luz cálida que hacía brillar las joyas y las copas de cristal en las manos de los invitados. Las paredes estaban decoradas con molduras doradas, y el suelo de mármol reflejaba la opulencia de la sala. Hombres y mujeres conversaban en pequeños grupos, vestidos impecablemente con trajes y vestidos de gala que parecían sacados de un desfile de alta costura.Moví la mirada de un lado a otro, buscando sin demasiado entusiasmo a mi asistente. La ausencia de esa mujer solo confirmaba lo que ya sospechaba, seguramente estaba en alguna esquina del lugar, evitando hacer su trabajo y disfrutando de la velada más de lo que debería.Sin embargo, sacando el episodio de esta mañana que era el primero que había tenido en tres Años. Era raro que Eliza no estuviera puntual; porque nunca fal
ElizaDefinitivamente, me había vuelto loca. O tal vez esto era un mal sueño del que no podía despertar, porque no había manera de que la persona que más detestaba en este mundo estuviera frente a mí, pidiéndome que fingiera ser su novia.Su jodida novia.Lo miré fijamente, cruzándome de brazos, mientras mi cerebro intentaba asimilar lo que acababa de escuchar.―Perdón, pero creo que me acabo de volver loca y estoy empezando a alucinar― dije con una incredulidad calculada―. ¿Qué acaba de decir?La mandíbula de Bastián se tensó, igual que sus hombros. Esa era una de sus expresiones más características, una mezcla de autoridad inquebrantable y paciencia al borde del colapso. En cualquier otra circunstancia, esa mirada habría sido suficiente para hacerme retroceder. Él tenía esa habilidad de hacerte sentir como un niño regañado con tan solo un gesto.Pero no esta noche.No después de haberme sacado de mi casa, haberme hecho vestirme como si fuera una modelo de revista, y ahora soltarme s