Capitulo 6

Bastián

Decir que había podido dormir las últimas dos noches era casi un eufemismo. Mis párpados pesaban como si llevaran el peso de mil pensamientos no resueltos, y mi cuerpo estaba atrapado en un entumecimiento tan profundo que ni diez tazas de café podrían arrancarme de esta pesadilla disfrazada de resaca emocional.

Cada vez que cerraba los ojos, el mismo sueño regresaba, burlándose de mí con su cruel insistencia. Una y otra vez, aparecía ella, una pelirroja despampanante, con su risa burbujeante, sus ojos verdes y sus labios curvados en esa sonrisa burlona que nunca antes había asociado con alguien como Eliza.

Mi asistente.

Sacudí la cabeza con fuerza, intentando arrancar esas imágenes que se arremolinaban en mi mente como un huracán. ¿Cómo no la había visto antes? ¿Cómo pude ser tan ciego? Tal vez porque durante tres años había estado convencido de que era la mujer más irritante, insufrible e insolente que había tenido la desgracia de conocer.

Sin embargo, sería un imbécil si negara que había notado lo bonita que era. Eso siempre estuvo ahí, pero anoche... Dios, anoche. Esa mujer no era la misma Eliza que había soportado con estoica paciencia en mi oficina. Esa versión de ella era alguien completamente diferente, alguien que me desarmó por completo. Era confianza pura, sensualidad desbordante, como si hubiera estado esperando en las sombras, acumulando todo su poder, para finalmente revelarse.

Y lo hizo.

Desde el momento en que entró, todos se quedaron mirándola, incluyéndome a mí. Me quedé sin palabras, algo que parecía imposible, considerando que mi trabajo consiste en manipular palabras y situaciones a mi favor. Pero Eliza… ella tomó el control de la noche con una facilidad insultante. Y yo, un hombre acostumbrado a controlar todo y a todos, me convertí en un mero espectador.

Lo que más me descolocó fue la mirada de Venus. Esa chispa de celos que reconocí al instante. Había un destello de rabia contenida en sus ojos cuando presenté a Eliza como "mi mejor historia de amor." Ni siquiera recuerdo haberlo pensado antes de decirlo. Las palabras simplemente salieron de mi boca, impulsadas por algo más allá de mi control. Y ahora, al repensarlas, siento el peso de su significado.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Quizá... solo quizá, había una oportunidad aquí. Una posibilidad de usar todo esto a mi favor, de inclinar la balanza en esta absurda lucha en la que parecía estar atrapado entre mi vida profesional y mi caos emocional.

Pero incluso mientras esa idea comenzaba a tomar forma, algo dentro de mí se resistía. Sacudí la cabeza, intentando despejar esa línea de pensamiento antes de que echara raíces.

No podía.

No debía.

Todo lo que empieza con una mentira termina de forma desastrosa. Lo sabía mejor que nadie.

Y, sin embargo, ahí estaba, la imagen de Eliza, con su vestido verde complementándose con sus impresionantes ojos, su risa cristalina y esa mirada desafiante que parecía retarme a cruzar una línea que ni siquiera sabía que existía.

Me llevé las manos al rostro y dejé escapar un suspiro pesado. Era ridículo. Irracional. Imposible.

Pero, al mismo tiempo, era inevitable.

Con un suspiro pesado, me levanto de la cama. Cada músculo de mi cuerpo protesta, como si mi interior supiera algo que mi mente aún, no estaba listo para admitir. Arrastro los pies hasta el baño, abro la ducha y dejo que el agua caliente caiga sobre mi piel. Es un alivio momentáneo, un escape fugaz.

El vapor se acumula a mi alrededor mientras cierro los ojos, permitiendo que el calor me relaje. Pero incluso en este refugio temporal, mi mente no se detiene.

Trabajo.

Es lo único que tengo. Lo único que me ancla a la realidad. No importa si es fin de semana, si estoy agotado o si todo dentro de mí pide una pausa. El trabajo es mi constante, mi refugio. Pero hoy, incluso esa certeza parece tambalearse.

El agua corre por mi rostro, pero no puede borrar las imágenes que han estado persiguiéndome desde anoche.

Eliza.

Veo su sonrisa, esa que nunca antes había notado del todo. Su risa, ligera pero tan llena de vida, aún resonaba en mis oídos como un eco persistente. Y esos ojos verdes... había algo en ellos anoche, algo que me miraba como si supiera exactamente lo que estaba haciendo conmigo.

Aprieto los párpados con fuerza, tratando de borrar la imagen, pero es inútil.

Salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla, deteniéndome frente al espejo empañado. Paso la mano por el vidrio, revelando mi reflejo. Me observo con una mezcla de incredulidad y algo más oscuro, algo que no quiero analizar demasiado.

"Es solo tu asistente", murmuro, mi voz casi un susurro perdido en el vapor.

Pero la frase suena hueca, como una mentira que ni siquiera puedo creerme. Porque anoche, Eliza no era solo mi asistente. No era la mujer exasperante que había manejado mi agenda con una precisión irritante durante años. Era alguien más. Alguien que no esperaba encontrar en ella, y menos en mí mismo.

Sacudo la cabeza y dejo escapar un suspiro frustrado. Me visto con movimientos automáticos, un pantalón de chándal y una camiseta, algo cómodo ya que no pensaba salir de casa. Pero incluso mientras trato de concentrarme en el día que tengo por delante, siento cómo esa sensación persiste.

Algo había cambiado anoche. Algo que se había deslizado entre los pliegues de mi rutina, entre las barreras que siempre había levantado alrededor de mi vida.

Y lo peor de todo era que no sabía si estaba preparado para enfrentarlo.

Cansado y frustrado, dejo mi habitación con un movimiento pesado, como si cada paso exigiera más esfuerzo del necesario. Camino hacia la cocina, buscando la rutina para llenar el vacío en mi mente. El desayuno sería simple, como siempre: café negro y huevos revueltos. No tenía la paciencia para nada más complicado.

Mientras caliento la sartén y revuelvo los huevos con movimientos automáticos, mi teléfono vibra sobre la encimera. Lo tomo sin pensar, más por inercia que por interés.

Un mensaje.

Venus [9:40]: Bastián, ¿podemos hablar?

La pantalla queda fija frente a mis ojos. Durante unos segundos, me quedo mirándolo, inmóvil. La familiaridad de su nombre provoca un cúmulo de emociones enredadas: molestia, curiosidad, y algo más, algo más oscuro.

Una sonrisa lenta y calculada se forma en mis labios mientras dejo el teléfono de nuevo en la encimera. Quizás la aparición de Eliza anoche había dado el resultado que esperaba. La chispa de celos que vi en los ojos de Venus, el tono de su voz, las miradas furtivas... Todo indicaba que la jugada había surtido efecto.

El aroma del café llenó la cocina mientras vertía el líquido oscuro en una taza. Me serví los huevos con la misma precisión mecánica que había usado en cada paso de la mañana. Pero mi mente estaba lejos de ese desayuno.

Podría responderle. Sería fácil, rápido. Una palabra, una confirmación, y tendría exactamente lo que ella buscaba; mi atención. Pero no.

No hoy.

Apago el teléfono deliberadamente y lo dejo a un lado. Que espere. Quiero ver hasta dónde está dispuesta a llegar.

Me siento en la barra de la cocina con la taza de café entre mis manos, el calor ascendente envolviendo mis dedos, pero incapaz de calentar el caos que se agita en mi interior. Doy un sorbo lento, dejando que el amargor se quede en mi lengua, como si pudiera ahogar los ecos de la noche anterior. Sin embargo, por más que lo intento, mi mente sigue volviendo al mismo lugar: su risa, su sonrisa, y el impacto que causó con tan solo estar ahí.

Eliza.

Termino el café y los huevos, la rutina mecánica de lavar los platos ofreciéndome un breve respiro del torbellino en mi cabeza. Una vez que todo está en orden, me dirijo a mi despacho. Cierro la puerta detrás de mí, como si con ese acto pudiera sellar mis pensamientos desordenados en algún rincón oscuro de mi mente. Me dejo caer en la silla y masajeo mis sienes, intentando encontrar claridad en el desorden.

Eliza como mi novia.

La idea me ronda como un eco persistente. Una parte de mí sabe que es un plan arriesgado, con el potencial de explotar en mi cara si algo sale mal. Pero la otra parte, la más herida y orgullosa, me dice que siga adelante.

Venus tenía que darse cuenta de que yo era mucho mejor que ese imbécil de Lucien Kingston. Porque lo soy. Y porque la quiero de vuelta.

El pensamiento, tan directo, me deja un sabor amargo. Me repito a mí mismo que esto es solo una estrategia, un movimiento calculado. Pero la mentira flota en el aire, densa como el humo, envolviéndome con una verdad que no quiero admitir.

Anoche, todo había salido a la perfección. La presentación de Eliza como mi pareja fue un golpe maestro. La mirada de Venus cuando lo dije, esa mezcla de sorpresa y celos apenas disfrazados, fue un recordatorio de que todavía puedo afectarla. Pero ahora, con la claridad de la mañana, sé que esto no será suficiente.

No basta con aparecer en eventos juntos. No. Si quiero que esta farsa funcione, si quiero que Venus crea cada palabra, Eliza tendrá que vivir conmigo. Tendrá que formar parte de mi día a día. El jefe de prensa de Kingston vive a dos casas de aquí, y no pasará mucho tiempo antes de que comience a escudriñar cada detalle. Si Eliza no deja huellas claras de nuestra relación, todo se derrumbará antes de despegar.

Tomo un respiro profundo y me inclino hacia atrás en la silla, evaluando las piezas del tablero.

Eso significa más que sonrisas y apariciones públicas. Significa cenas íntimas, momentos robados, pequeños gestos que hablen de una pareja profundamente conectada. Tendremos que ser convincentes, crear una narrativa sólida que los demás devoren con avidez. Y Venus...

Venus lo verá. Lo sentirá. Porque, en el fondo, sé que odia perder. Y yo me aseguraré de que sienta que me ha perdido para siempre.

Mis labios se curvan en una sonrisa mientras las piezas empiezan a encajar en mi mente. Pero entonces llega la parte más difícil: convencer a Eliza.

Me froto las sienes, tratando de ordenar mis pensamientos. Anoche, ella demostró ser perfecta para el papel. Su elegancia natural, su sonrisa genuina, esa forma de moverse como si perteneciera a cualquier lugar al que entrara... Era exactamente lo que necesitaba. Pero también sé que no será fácil.

Eliza no es como las mujeres con las que suelo tratar. No se deja impresionar por el dinero ni por las promesas vacías. Es inteligente, organizada, y, sobre todo, leal. Esa lealtad es lo que podría usar para cerrar este trato.

Porque, al final, eso es lo que será: un trato. Nada más. Un negocio que ambos entenderemos perfectamente. Tengo experiencia en forjar acuerdos multimillonarios con una sola llamada; convencer a Eliza de que finja ser mi novia durante unos meses no puede ser tan complicado. ¿O sí?

Claro, este contrato no será como los demás. Involucrará fuego. Ella tendrá que mudarse aquí, compartir un espacio conmigo, y ser parte de mi vida de una manera que nunca antes había permitido. Pero, ¿qué opción tengo?

Venus es la meta. Es la razón por la que estoy dispuesto a hacer todo esto. Necesito que vuelva a mí, y estoy convencido de que vernos juntos será el golpe final.

Eliza será perfecta para el papel. De eso no tengo dudas. Ahora solo queda lo más importante: convencerla.

Cansado de dar vueltas en mi cabeza, trato de enfocarme en lo urgente: todo el trabajo acumulado que tengo por delante. Abro mi laptop y reviso los correos pendientes, las reuniones por programar, los contratos por revisar. Pero, por más que lo intente, mi mente regresa siempre al mismo punto: Eliza.

El brillo de su vestido verde sigue apareciendo en mi memoria, la forma en que abrazaba su figura, cómo había llamado la atención de todos en la sala con esa elegancia discreta que parecía innata en ella. Era perfecta, no solo para el papel, sino para todo lo que necesitaba transmitir.

Pero lo que más me obsesionaba era cómo iba a convencerla. Eliza no era alguien que se dejara manipular fácilmente. Necesitaba plantearlo de forma que pareciera una oferta que no podría rechazar. Un trato que, de algún modo, también trabajara a su favor.

Pasaron las horas. Los rayos del sol desaparecieron lentamente por las ventanas de mi despacho, y cuando finalmente levanté la mirada del escritorio, me di cuenta de que el día se había ido y yo no había hecho nada productivo.

Nada.

El único pensamiento que seguía golpeando mi mente era ella. Eliza. Su sonrisa cortés. Sus ojos llenos de determinación. Su forma de moverse en esa habitación llena de hipócritas, manteniendo la cabeza en alto como si perteneciera ahí desde siempre.

Suspiré, frustrado conmigo mismo. Cerré la laptop de golpe, el eco resonando en la habitación vacía, y me recargué contra el respaldo de la silla. Mi mente seguía enredada en un solo problema: ¿cómo haría para convencerla?

Me levanté bruscamente, dejando mi despacho atrás. Necesitaba aire fresco. Un trago fuerte. Algo que me ayudara a poner las ideas en orden y me permitiera ver el siguiente movimiento con claridad.

El pasillo hacia el bar privado de la casa estaba en penumbras, y el eco de mis pasos me recordó lo silenciosa y vacía que estaba esta mansión.

Al llegar, me serví un whisky doble, el líquido ámbar deslizándose con suavidad en el cristal. Tomé un sorbo lento, dejando que la calidez quemara mi garganta y calmara, aunque fuera momentáneamente, el nudo de tensión en mi pecho.

Sacudí la cabeza, frustrado conmigo mismo. Lo que necesitaba ahora era claridad.

Apoyé el vaso en la barra y exhalé lentamente. No importaba cuánto tardara. No importaba cuántas vueltas tuviera que dar. Encontraría la manera de lograr que Eliza aceptara.

Porque tenía que hacerlo.

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