Capitulo 3

Bastián

Cuando entré al gran salón, me detuve un instante en la entrada. El espacio era imponente, un derroche de lujo en cada detalle. Las lámparas de araña colgaban majestuosas del techo alto, bañando todo con una luz cálida que hacía brillar las joyas y las copas de cristal en las manos de los invitados. Las paredes estaban decoradas con molduras doradas, y el suelo de mármol reflejaba la opulencia de la sala. Hombres y mujeres conversaban en pequeños grupos, vestidos impecablemente con trajes y vestidos de gala que parecían sacados de un desfile de alta costura.

Moví la mirada de un lado a otro, buscando sin demasiado entusiasmo a mi asistente. La ausencia de esa mujer solo confirmaba lo que ya sospechaba, seguramente estaba en alguna esquina del lugar, evitando hacer su trabajo y disfrutando de la velada más de lo que debería.

Sin embargo, sacando el episodio de esta mañana que era el primero que había tenido en tres Años. Era raro que Eliza no estuviera puntual; porque nunca fallaba en ninguna tarea que le daba. Claramente era la mejor que había tenido, y su capacidad de aguantarme lo demostraba. Si era honesto, antes de ella, todas las asistentes renunciaban antes de terminar el mes.

Suspiré, ajustando mi corbata. A veces me preguntaba cómo soportaba trabajar conmigo. Su carácter dulce y sonriente contrastaba completamente con mi temperamento. Pero esa dulzura era engañosa; Eliza era más dura que una roca, y lo había demostrado más veces de las que podía contar. Su eficiencia y rapidez para resolver cualquier problema me habían sorprendido desde el primer día. Aunque no lo admitiera, me había acostumbrado a su presencia más de lo que debería.

Volví a recorrer el salón con la mirada, ahora con más intención. No podía ubicarla. Caminé hacia la barra con paso lento, deteniéndome solo lo necesario para intercambiar saludos educados con algunos conocidos. El ruido de fondo, las risas y la música suave se desvanecían en mi mente. Solo quería un trago fuerte para aliviar el peso de esta noche.

Me apoyé en la barra y pedí un whisky doble. El camarero me lo sirvió con rapidez. Le di un sorbo, disfrutando del calor que bajaba por mi garganta, y dejé que mi mente divagara. Quizá debería entrar en una fase de soltería prolongada, dejar atrás las citas y enfocarme solo en el trabajo. Era lo único que me hacía sentir en control.

Mis pensamientos se oscurecieron cuando recordé su última "aportación" en la oficina, que consistió en decirme cómo debería llevar mi nuevo proyecto, todo mientras me miraba con esos ojos verdes que parecían leer hasta mi última intención. Tenía algo en su mirada que desafiaba mi autoridad, y cada vez que cruzábamos palabras, me encontraba al borde de perder el control.

Pero lo peor no eran sus palabras; era su presencia.

Esa forma en que, sin esfuerzo, lograba alterar el aire de la oficina con solo entrar. Siempre había un "pero" en sus perfectos y carnosos labios, una sonrisa juguetona o una mirada desafiante que no dejaba de desconcertarme. Pero lo que más me irritaba, lo que me desquiciaba de verdad, era cómo se paseaba por la oficina con esos vestidos.

Esos vestidos.

Como si estuviera deliberadamente desafiando toda regla de profesionalismo, eligiendo los más sensuales, los que deberían estar prohibidos, los que hacían que mis pensamientos se nublaran en cuestión de segundos. Era una provocación constante, y yo no sabía si odiarla o admirarla por ello.

Eran un pecado.

Ella era un pecado con piernas largas y una sonrisa afilada.

Volví a recorrer el lugar con la mirada, ahora con más intención, miré hacia todos lados y no pude ubicar a mi asistente, la persona más molesta, irritante e insolente que había conocido nunca.

Pero antes de que pudiera ser hundiéndome completamente en esa línea de mis pensamientos, una voz familiar me hizo tensarme.

―Bastián… hola.

Giré la cabeza, y ahí estaba. Venus White, mi ex prometida. Su cabello castaño caía en suaves ondas sobre sus hombros, y sus ojos brillaban con esa chispa que tanto me había atraído una vez.

―Venus― murmuré, sorprendido―. ¿Qué haces aquí?

―Lo mismo que tú― dijo con una sonrisa enigmática, sosteniendo una copa entre sus dedos perfectamente cuidados―. Tomando algo.

―No sabía que vendrías― respondí, tratando de sonar casual mientras tomaba otro sorbo de mi whisky―. Hace bastante que no sé nada de ti.

― ¿Estás solo esta noche? ― preguntó, ladeando la cabeza con curiosidad.

―Mi cita está retrasada― mentí sin pensarlo.

No sabía por qué lo dije. Tal vez era mi orgullo, esa necesidad de no parecer vulnerable, especialmente frente a ella. Venus me observó un momento, como si supiera que estaba mintiendo, pero no dijo nada. En cambio, se levantó con elegancia.

―Ya veo. Que tengas una buena noche― dijo antes de alejarse con su copa en mano.

Me quedé mirándola mientras desaparecía entre la multitud. Había algo distinto en ella, un brillo diferente, pero no quise analizarlo. Terminé mi whisky de un trago y me obligué a sacarla de mi mente.

A lo lejos, divisé a Lucien Kingston, mi mayor rival comercial. Altanero y ególatra, era el tipo de hombre que disfrutaba pavonearse con su éxito. Se acercó con su habitual arrogancia, y su sonrisa cínica me indicó que venía con segundas intenciones.

―Müller― dijo al llegar frente a mí―. Pensé que no tendríamos el placer de verte esta noche.

―Bueno, yo siempre tengo el acto altruista de dejar que la gente disfruté de mi presencia― respondí con ironía.

―Siempre tan humilde― contratacó, riendo―. Quiero presentarte a mi prometida. Aunque, quizás ya la conozcas.

Su comentario me desconcertó, pero antes de que pudiera responder, la vi. Venus se acercaba hacia nosotros, con un vestido dorado que abrazaba perfectamente su figura. La abertura de la falda dejaba al descubierto sus piernas, y el brillo del vestido combinaba con el resplandor de su piel.

Y entonces lo vi. La forma en que Kingston la rodeó con su brazo, atrayéndola hacia él como si quisiera marcar territorio.

―Bastián, ella es Venus, mi prometida― dijo con una sonrisa venenosa―. Pero creo que, como mencioné, ya se conocen, ¿cierto?

Sentí como si me hubieran golpeado en el estómago. Venus inclinó la cabeza con una sonrisa que parecía desafiarme.

―Cierto― dije secamente.

― ¿Tu cita ya llegó? ― preguntó Venus con aparente inocencia.

―Sí― mentí de nuevo―. Solo está un poco demorada.

―Qué curioso― añadió Lucien―. Parecía que estabas solo.

Idiota. Necesitaba salir de ahí. Murmuré una excusa y me alejé rápidamente, mi mente en caos.

Caminé rápido, deteniéndome solo lo necesario para saludar a algunas personas con una inclinación de cabeza o una breve sonrisa, la música suave y las risas del salón eran un ruido de fondo que apenas percibía; lo único que quería era llegar de nuevo al bar y conseguir algo más fuerte para tratar de apaciguar la impresión y el ardor que sentía por dentro al haberme enterado de aquella noticia. Y lo que era peor, ahora necesitaba conseguir una cita. ¿Cómo demonios hacia eso?

Venus y Lucien.

Joder, eso no lo vi venir.

Mis ojos vagaron por la sala buscando a mi asistente a medida que avanzaba, hasta que algo, o más bien alguien, captó por completo mi atención.

Ella.

Estaba de espaldas, pidiendo un trago, y su mera postura irradiaba una confianza irresistible. Una cintura estrecha perfectamente delineada por un vestido verde que parecía hecho para pecar, el escote en su espalda, dejando al descubierto la línea de su columna, era suficiente para hacerme olvidar cómo se respiraba, y luego estaba su cabello, recogido en un moño elegante que dejaba su cuello expuesto, como una invitación silenciosa. Y ese trasero… joder, podría escribir odas a esa perfección.

No lo pensé dos veces.

Necesitaba acercarme, conocerla, fingir que era mi cita delante de Venus y Lucien y quizás, si todo salía bien, terminar la noche con ella.

Definitivamente, avancé hacia donde estaba, incapaz de apartar la mirada. Cada paso se sentía como una eternidad, mientras imaginaba cómo se vería al girarse, podía oler su perfume incluso antes de estar a su lado, un aroma embriagador que combinaba a la perfección con la imagen de pecado que proyectaba.

Pero entonces, cuando finalmente me acerqué lo suficiente para hablarle, ella se giró, sosteniendo una copa de vino con la gracia de alguien que sabía el efecto que causaba. Y me quedé congelado.

M*****a sea.

No podía ser.

Mis labios se apretaron en una línea tensa mientras mi mirada subía, reconociéndola de inmediato.

La señorita Harper.

Mi tormento personal.

Por supuesto que tenía que ser ella. ¿Quién más podría ser? ¿Quién más se atrevería a pasearse por este evento, y por mi mente, con esa clase de vestido, sabiendo perfectamente lo que provocaba?

Era como si hubiera venido aquí con el único propósito de atormentarme, una venganza perfectamente calculada por haberla obligado a asistir a este evento. Cada detalle de su atuendo y su porte parecía una declaración silenciosa, desafiante, irresistible y completamente intencionada.

Era un golpe visual, pero también emocional, uno del que no estaba seguro si podría recuperarme esta noche.

―Señorita Harper― dije, esforzándome por salir del estupor lo más rápido posible y recuperar mi habitual compostura. Tenía que ser el jefe firme y profesional que siempre aparentaba ser―. No esperaba verla aquí.

Ella arqueó una ceja, su expresión vagando entre la incredulidad con algo que probablemente era burla contenida. Podía notar cómo, internamente, se reía de la estupidez de mi comentario.

Sí, era un idiota.

―Bueno, usted fue quien me dijo que debía venir― remarcó con una claridad cortante, como si hablara con un niño que necesitaba que le explicaran lo obvio―. Es mi trabajo como su asistente, después de todo.

Casi me encogí ante su tono, pero me forcé a mantenerme impasible.

―Por supuesto― respondí, buscando algo más inteligente que decir. Mis ojos se posaron en la copa en su mano―. No sabía que bebía.

Ella me miró con esos ojos verdes que parecían atravesarme como cuchillas. La leve curvatura en sus labios se asemejaba más a una advertencia que a una sonrisa.

―Hay muchas cosas que no sabe de mí, señor Müller― dijo, llevándose la copa a los labios para dar un sorbo.

En mi visión periférica, capté la figura familiar que hizo que mi pecho se tensara de inmediato. Lucien, caminaba junto a Venus, su rostro irradiando esa confianza natural que siempre me había irritado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Su paso era lento, deliberado, como si supiera exactamente el impacto que tendría su presencia en cualquier habitación.

Y lo último que quería era que sintieran que me habían desestabilizado de alguna manera.

La idea que cruzó por mi mente en ese instante fue tan descabellada como impulsiva. Una chispa de determinación me atravesó, ahogando cualquier pensamiento lógico o precavido.

Me giré hacia Eliza, mi irritante asistente, quien en ese momento me observaba con una mezcla de confusión e intriga. Sus ojos grandes y verdes buscaban respuestas que ni siquiera yo estaba listo para dar. Pero no podía detenerme ahora.

Las palabras salieron de mi boca con una firmeza que no daba lugar a réplica.

―Serás mi novia esta noche.

Eliza parpadeó varias veces, como si no estuviera segura de haber escuchado correctamente. Su expresión osciló entre el desconcierto y el asombro absoluto.

― ¿Qué? ― balbuceó, sus mejillas comenzando a teñirse de un leve rubor que, en cualquier otra circunstancia, habría pasado desapercibido para mí.

―Solo por esta noche, Eliza― dije, mi tono bajo, urgente―. Confía en mí.

No esperé su respuesta. Había algo en mi tono, en mi mirada, que pareció convencerla, porque no retrocedió ni protestó. Pero pude ver cómo su pecho subía y bajaba, evidenciando que estaba tan nerviosa como yo me sentía.

Era un plan improvisado, una estrategia que bordeaba la locura. Pero no podía dejar que ellos tuvieran la última palabra. Y esta noche, Eliza no era solo mi asistente; sería mi compañera en este juego que estaba a punto de empezar.

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