66 - Una distracción.
Ernesto lo miró, con una frialdad capaz de congelar el mismísimo infierno de ser posible, pero no le importó. Su atención estaba puesta en Anaís, quien descansaba en sus brazos, inconsciente y pálida, como una flor marchita que se desmoronaba con cada paso que daba. Continuó su camino con determinación, aunque su pecho se sentía como un tambor al borde de estallar. Cada respiración era un recordatorio de la urgencia. Sabía que no tenía tiempo, y mucho menos paciencia, para detenerse por nada ni nadie.

Sin embargo, Ezra lo observaba desde el otro lado del pasillo, furioso, como una bestia acorralada. Su mandíbula se tensó, y su puño se cerró alrededor del arma que llevaba consigo. Los dedos tamborileaban contra el metal, debatiendo si apretar el gatillo.

— ¿A dónde crees que vas? — rugió, su voz retumbando como un trueno. Ernesto lo ignoró por completo, lo que avivó más las llamas de su ira.

Nunca nadie lo había ignorado tanto. Esa mujer había hecho de él ante sus hombres un ser débil.

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