La noche caía sobre la imponente mansión de Federico Lombardi, donde cada sombra parecía susurrar secretos. Desde el otro lado de la calle, Lucrecia observaba, oculta tras un árbol. Su contacto le había asegurado que el misterioso Ezra estaría allí. Había llegado el momento de confirmar si su intuición era correcta: Ezra y Lombardi compartían algo más que un odio visceral por Anaís.Cuando las luces de un auto negro se proyectaron en la entrada, Lucrecia adoptó su postura. El vehículo se detuvo con precisión, y de él cayó Ezra, una figura tan intimidante como elegante. La misma presencia que la había intrigado y aterrado a partes iguales en las pocas ocasiones en que había oído hablar de él. Sin dudarlo, Lucrecia salió de su escondite y se plantó frente al hombre.Ezra se detuvo y la miró de pies a cabeza, sus ojos recorriéndola con la misma frialdad con la que un cazador estudia a su presa.— ¿Quién eres? — preguntó, su voz grave cortando el aire como un cuchillo.Lucrecia sonriendo,
La silueta de Ezra destacaba en el amplio vestíbulo de la Corporación Wes. Vestido impecablemente con un traje negro que parecía esculpido en su cuerpo, caminaba con la arrogancia de un hombre que sabía que el mundo le pertenecía. Los empleados lo miraban, susurraban entre ellos, mientras él ignoraba cualquier gesto de admiración o temor. El asistente de Anaís, un joven nervioso, intentó detenerlo.— Disculpe, señor, no puede entrar sin cita previa…Ezra lo miró de arriba abajo, su expresión fría y calculadora haciéndolo retroceder instintivamente.— No suelo pedir permiso — respondió con calma mientras seguía caminando hacia la oficina de Anaís.El joven intentó insistir, pero un gesto de advertencia de Ezra lo detuvo. Era como si el aire a su alrededor se tensara, haciendo que incluso los más valientes reconsideraran sus decisiones. ¿Por qué todos eran intimidantes?Cuando abrió la puerta de la oficina sin molestarse en anunciarse, la encontró. Anaís estaba sentada tras su amplio esc
Anaís salió de la oficina con pasos firmes, pero su corazón latía con fuerza. La llamada que había recibido prometía respuestas sobre Lucrecia, y aunque su instinto le decía que algo no estaba bien, no podía ignorar esa pista. Aprovechó que Ernesto estaba en un tenso enfrentamiento verbal con Ezra para escabullirse y dirigirse a su coche.Cuando subió al vehículo y cerró la puerta, un "clic" metálico resonó a su alrededor. El seguro automático se activó, y el coche arrancó sin que ella tocara nada.— ¿Qué demonios…? — masculló, pegando la espalda contra el asiento.A través del parabrisas vio a Ernesto corriendo tras el coche. Golpeaba el cristal con una mezcla de desesperación y furia, gritando su nombre. Anaís trató de abrir la puerta, pero estaba bloqueada.— ¿Quién carajos está haciendo esto? — gritó, girando hacia el asiento trasero.Y entonces la vio.Lucrecia. Sentada tranquilamente, con una sonrisa cruel que congeló la sangre de Anaís.— ¿Sorprendida? — preguntó Lucrecia, incl
Anaís intentó contener el temblor de su cuerpo mientras Estefanía caminaba lentamente a su alrededor, como un depredador acechando a su presa. A pesar de las ataduras que la mantenían inmovilizada, su mente trabajaba frenéticamente en busca de alguna salida. La aparición de Estefanía no había sido solo una sorpresa, sino un golpe directo a su voluntad de lucha. Las palabras de la mujer eran dagas, y la mirada llena de desprecio quemaba como el fuego.— ¿Por qué haces esto? — preguntó Anaís, alzando la voz con un coraje que no sentía. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas —. ¿Qué te hice yo para que me odies tanto?Estefanía soltó una carcajada cargada de burla, un sonido hueco que resonó en el almacén vacío. Su figura elegante y fría se inclinó levemente hacia Anaís, permitiéndole ver cada detalle de su sonrisa cruel.— ¿Por qué? — repitió Estefanía, casi deleitándose con la pregunta —. Porque eres basura ante mis ojos, Anaís. Has arruinado todo lo que construí. Me arrebataste
El eco de los pasos de Ezra resonaba por los pasillos oscuros de su propiedad privada, un lugar tan imponente como intimidante. Anaís, aún aturdida y traumatizada por lo ocurrido, caminaba detrás de él con movimientos rígidos. Su cuerpo temblaba ligeramente, no solo por el frío que impregnaba las paredes de mármol, sino también por el miedo que la consumía.— Puedes llamar a un médico — pidió, aunque no deseaba hacerlo, pero el dolor cada vez se intensificaba más y el miedo paralizante de perder a su bebé la consumía —. Por favor.Ezra abrió la puerta de una habitación amplia y lujosa, con cortinas gruesas que bloqueaban la luz exterior y muebles oscuros que le daban un aire casi sepulcral. Le indicó con un gesto que entrara, cerrando la puerta tras ellos con un clic que sonó más como el eco de un candado cerrándose.— Ya mandé a llamar. Aquí estarás a salvo — dijo, su voz grave, pero con un matiz de control que hizo que Anaís retrocediera un paso.Ella lo miró, sus ojos hinchados y e
El salón estaba cargado de tensión, un peso sofocante que parecía aplastar a cada persona presente. Anaís, de pie en el centro, se veía frágil pero decidida. Sus ojos ardían con una mezcla de dolor, furia y valentía. Ezra la miraba fijamente, su mandíbula apretada y sus puños cerrados, mientras Ernesto mantenía una postura serena, aunque sus ojos estaban fijos en Ezra, analizando cada movimiento como un depredador al acecho.— ¡Basta! — gritó Anaís, su voz rompiendo el silencio como un trueno. Todos los ojos se posaron en ella, sorprendidos por la intensidad en sus palabras —. ¡Suficiente! No soy ninguna mercancía por la que tienen que pelear.Ezra dio un paso hacia ella, pero Anaís levantó una mano, deteniéndolo.— No quiero casarme contigo, Ezra — declaró con firmeza, cada palabra resonando con una claridad inquebrantable —. No planeo casarme contigo, y no me importan tus amenazas. He pasado demasiado tiempo viviendo bajo la sombra de un hombre que me humilló mil veces, y no voy a p
Lombardi sujetaba a Anaís del brazo, arrastrándola fuera del recinto mientras ella forcejeaba con desesperación. Las lágrimas brotaban de sus ojos y su corazón latía con una mezcla de angustia y furia.— ¡Suéltame, Lombardi! ¡No podemos dejarlo allí! — gritó Anaís, luchando contra el agarre firme del hombre —. Escuchaste ese disparo.— Tengo órdenes estrictas de sacarla de aquí, sAnaís. Tus lágrimas no me afectan — replicó él, sin soltarla.— ¡Pues estás despedido! ¡Ahora mismo! — exclamó Anaís con una voz temblorosa por la rabia y el dolor.Lombardi la miró con una mezcla de compasión y determinación. Sin decir una palabra, la cargó sobre sus hombros como si fuera un saco de plumas y caminó hacia el coche estacionado cerca de la entrada.— ¡Bájame! ¡No puedes hacer esto! — protestó Anaís, golpeando su espalda —. Te despido.— Luego lo hará — dijo Lombardi con frialdad al colocarla en el asiento trasero del auto y cerrar la puerta con firmeza. Su voz era calmada, pero su rostro delata
El sonido de la puerta al abrirse resonó con un eco leve en la habitación. Anaís, sentada en la cama, sintió cómo Jorge le tomaba los hombros con un gesto mezcla de desesperación y ruego.— Anaís, tienes que escucharme… — dijo Jorge, con un tono que pretendía ser firme, pero delataba su fragilidad —. No puedes dejar de sentir amor por mí. Es imposible.— Quizás ya no te amaba y solo necesitaba ese empujón, Jorge — respondió —. Suéltame. Me estás lastimando.Anaís intentó soltarse suavemente, incómoda con su cercanía, cuando la figura de Ernesto se materializó en el umbral. Su presencia era imponente, con los ojos oscuros cargados de rabia contenida y cansancio. Había pasado por demasiado, y encontrar a Jorge tan cerca de Anaís era la gota que colmaba el vaso.— ¡Suéltala! — gruñó Ernesto con voz grave, caminando hacia ellos.Anaís se giró rápidamente hacia él, levantando las manos en un intento de calmarlo.— ¡Espera, Ernesto! ¡No es lo que crees! Por favor, detente… — rogó, pero sus